—Tienes pinta de haber envejecido —exclamo repentinamente.
Esto hace que el Inspector se me aproxime, cosa que me disgusta. Posee rodillas situadas en mitad de sus piernas. Me las arreglo para parecer uno de los tritones de un salero de Benvenuto Cellini: entonces, el tipo da media vuelta y habla con el Marido.
—Muy bien —dice—. Puedo entender que se trata de una de esas cosas de las que nadie es responsable. Haré que la suspensión temporal reciba contraorden. Esta vez, cuando el diablo muera, muerto quedará.
El Marido abraza a Scryban. La mujer maravillosa se echa a llorar. ¡Puñado de traidores! Comienzo a reír y hago mis carcajadas tan ásperas, estruendosas y horribles, que me asustan incluso a mí.
Lo que ninguno de ellos entiende es esto: resucitaré nuevamente por tercera vez.
Pasaron los milenios. Debemos pasar por alto esos cuarenta millones de años conocidos como Período Medio; tiempo de cambios en el que nada cambió realmente. Para el sistema solar sólo existe un largo día: el sol fabrica el día, y sus planetas forjan sus propias noches. Y mientras el sol calienta, impasible como un pabilo en una habitación cerrada, la vida goza asimismo su día ininterrumpido; sólo las diminutas vidas individuales tienen que sufrir con paciencia cada una de las noches.
La nave de salud mental
Cyberqueen
permanecía atracada en la quietud contra un largo muelle. Solitario en una de sus muchas cabinas, Davi Dael esperaba. El ranúnculo de su túnica estaba comenzando a marchitarse. Le dirigió una media sonrisa porque se le antojaba la única conexión entre él y la nave-ciudad Bergharra que había abandonado aquella mañana temprano; lo había cogido antes de subir a un rápido-giro en Nueva Unión. Ningún otro objeto podía ver Davi que, ni dentro de la sala de espera ni más allá de la ventana, tuviera tanto color como su ranúnculo.
La sala de espera era toda de tonos verdes y grises, aliviados sólo por los ajustes de espuma. En el exterior sólo había grises y negros, en tanto el crepúsculo se cernía sobre acres de zona apartada; al otro lado de la nave, el Río Horby se haría eco de los mismos tonos sobrios. Quietud. Quietud en parsecs a la redonda, traicionera quietud cuando nada se siente sino la profunda ansiedad en las entrañas.
En la cabeza de Davi, las preocupaciones ordinarias de un hombre atareado estaban eclipsadas por una más grande preocupación que crecía y crecía como si se nutriese del silencio. Esperaba tensamente mientras esas preocupaciones le rondaban por la cabeza tan furiosamente como un trueno que tuviese como lecho su cráneo. Nada constructivo vendría de ahí: las inmensas ansiedades lo recorrían de la cabeza a los pies como una serie de locuciones gramaticales: parsecs, federación galáctica, hiperespacio, interpenetradores.
Esas eran las palabras que molestaban a Davi. Su tardo cerebro les daba vueltas una y otra vez, como si bajo ellas esperase encontrar algo relevante. Cerca de los cincuenta, había conocido durante años la mayoría de esas palabras; habían sido sólo palabras, sin la menor confrontación con la experiencia, palabras de diccionario. Pero en los últimos tiempos habían acudido para alterar su vida entera.
Unos pasos silenciosos y rápidos sonaron más allá de la puerta. Davi se puso rápidamente de pie, experimentando un morboso sentimiento en su interior. ¿Qué conclusión habían sacado sobre Israel? ¿Había nacido en la tierra o no? ¿O (lo que era la misma pregunta realmente), había sido declarado sano o insano?
Durante un minuto quedóse Davi temblando y luego tomó asiento, con la debilidad por compañera, mientras se daba cuenta de que los casos escuchados tenían poca conexión con su existencia. Reanudó el aburrido escrutinio de los patios de ceremonias; tal tipo de panorama le era desconocido, viviendo como vivía en pleno campo. Aquí, los artículos de importación de una gran ciudad al borde del mar eran cargados para ser conducidos a sus diversos destinos. Puesto que, sus intereses se limitaban por lo general al ganado vacuno que criaba, Davi habría permanecido indiferente al espectáculo en cualquier otra ocasión; pero ahora se sentía un tanto intrigado, pues lo veía a través de los ojos de Israel. Y aquello cambiaba las cosas por completo.
Las incontables millas de trayecto, desde el punto de vista de Israel, pertenecían a un primitivo sistema de transporte en un remoto globo. A la redonda, este globo abarcaba, no el cielo como pensara tontamente Davi en otro tiempo, sino la inmensa y complicada pista llamada espacio. No era una sencilla nadería: sino, explicaba Israel, una insondable interrelación de fuerzas, campos y planos. Israel se había echado a reír al escuchar aquella palabra terrestre: el «espacio»; él lo había designado, no espacio, sino laberinto de pulsiones. Pero, claro, Israel podía muy bien estar chiflado. Ciertamente, nadie en Bergharra había hablado nunca de aquella manera.
Y por entre el laberinto de campos de pulsión, había dicho Israel, corren los Interpenetradores. Davi se los imaginaba como naves espaciales, pero Israel los llamaba Interpenetradores. Al parecer no estaban fabricados con ninguna clase de metal, sino con blindajes de fuerza mentalmente poderosos que se alimentaban de los campos de pulsión y cambiaban al tenor de éstos; así, el pueblo de la galaxia viajaba sin temor por entre los planetas civilizados. Al menos, así lo afirmaba Israel.
Y los planetas se hacían la guerra. Pero ni siquiera la guerra era como la sobreentendía Davi. Era tan sutil como el ajedrez, tan diplomática como un apretón de manos, tan caballerosa como una ambulancia, tan implacable como una guillotina. Sus objetivos eran más nebulosos y amplios de los que los terrícolas materialistas podían entender. O así lo decía Israel, y, claro, Israel podía estar loco.
Aun cuando lo estuviera, tal dato no afectaría la candida admiración que sentía hacia él.
—¡No lo consideréis loco! ¡No lo consideréis loco! —decía Davi en repetición agónica, dirigiéndose a las grises paredes.
Y sin embargo… si probáis que Israel está cuerdo tendréis que aceptar su demente versión de la realidad.
Tras tantas horas de espera, Davi estaba desprevenido: en aquel momento se abrió la puerta de la cabina. Se encontraba de pie con las manos prendidas de la túnica, y las bajó cuando vio entrar al hombre de cabello blanco. Era el Hermano Joh Shansfor, el psiquiatra con el que Davi se había entrevistado en el
Cyberqueen
(perteneciente a la flota ambulante de naves especializadas que habían sustituido la envejecida y estática concepción del hospital) la primera vez que Davi se ofreciera en Bergharra a ayudar a Israel. Shansfor era alto, delgado y vivaz, y también notablemente feo, aunque la edad había suavizado sus facciones dejándolas poco más que notoriamente ásperas.
Davi caminó derecho hacia él.
—¿Israel? —preguntó.
Ante aquel comienzo urgente y tenso, Shansfor se amedrentó.
—Aún no estamos seguros —dijo con sus modales correctos—. Algunos de los factores implicados sugieren una muy prudente evaluación, ciertamente.
—Hace ya un mes desde que Israel fue traído a bordo y tres semanas desde que lo condujeron a Nueva Unión —dijo Davi—. Se lo presenté pensando en su bien, pero no puede encontrarse a gusto en este lugar, siempre bajo observación y cosas por el estilo. Seguramente en todo este tiempo.
—Una decisión precipitada sería una locura —dijo Shansfor—. Israel se encuentra aquí a salvo y completamente a gusto; y usted puede estar seguro de que no se le está tratando como a un paciente común.
—¡Ya me dijo eso antes! —En los ojos de Davi había lágrimas de rabia. Tenía la sensación de que la entera organización de la nave de salud mental estaba conchabada contra él—. En el corto espacio de tiempo transcurrido desde que lo encontré, ha aumentado mi amor por Israel. Sin duda, hasta los que trabajan aquí son capaces de percibir la bondad de su carácter.
—Su carácter no es lo que se cuestiona. Lo que examinamos es su mente —replicó Shansfor—. Perdone si tomo asiento; ha sido un día agotador.
Se sentó en una silla dura, y relajó los hombros. Davi, lo bastante viejo para entender el cansancio que puede yacer tras un gesto de tan anodina apariencia, sintió decrecer su ira. Desconfiando de los psiquiatras hasta el punto de preguntarse si el incidente estaba destinado a ganarse su simpatía, persistió en la dureza de tono al decir:
—De cualquier modo, Hermano Shansfor, usted debe haber notado su natural amabilidad. Déme una opinión personal, por el amor del cielo; soy criador de ganado, no abogado. Israel está más sano que usted y yo, ¿no es cierto?
—No —dijo Shansfor lentamente—. Si desea una opinión personal, su protegido se está sumergiendo a pasos agigantados en un trauma esquizofrénico. La paranoia también está presente. Es, según suele decirse, un caso sin remedio.
El color desapareció bajo el tostado de Davi. Mudo, buscó palabras que enunciar entre las divisiones verdes y grises de la habitación que daba vueltas.
—¡Déjeme ver a Israel! —jadeó por último.
—Eso no será posible, señor Dael, y lamento decírselo. El consejo médico ha acordado que al paciente le conviene estar aislado, lejos de las molestas influencias externas.
—Pero debo verlo —dijo Davi. No podía creer lo que estaba diciendo Shansfor; durante un loco momento pensó que el hombre tenía que estar refiriéndose a otro que Israel—. Tengo que verlo, soy su amigo, el amigo de Israel. ¡No puede confinarlo aquí!
Shansfor se levantó. Su rostro, como el de Davi, estaba pálido. Nada dijo, y se limitó a esperar que el otro acabase. Aquella actitud era más terrible que las palabras.
—Escuche —dijo Davi, incapaz de contener sus argumentos, aunque sospechando la inutilidad de los mismos—. Esa historia que Israel nos contó sobre la inmensa civilización de la galaxia, los campos de pulsión del espacio, los interpenetradores, todos los detalles de la vida de otros planetas, animales y flores extraños, ¿cree de veras que la ha inventado? Esos planetas de que habla, Droxy, Owlenj, ¿le parecen mera ficción?
—Señor Dael —dijo Shansfor con voz frágil—, le pido por favor que nos ceda algún crédito en lo que hacemos aquí. El paciente posee una imaginación fértil; ésta, por último, se ha detenido bajo la tensión de excesivas lecturas, lecturas omnívoras, añadiría, que han abarcado tanto obras edificantes como barata hojarasca.
—Pero su versión de la guerra galáctica… —protestó Davi.
—Dígame —dijo Shansfor con calma peligrosa—. ¿Cree que estamos amenazados ahora por una guerra galáctica, señor Dael?
Pausa. Los cercados exteriores estaban flotando en medio de una ola de tiniebla en la que unas luces aisladas parecían jugar el papel de boyas. El cielo era una gran nube instalada sobre Nueva Unión. Suponiendo que lo creo, pensó Davi, suponiendo que creo esa fantástica historia, ¿puedo demostrar mi salud con mayor soltura que Israel? ¿Cómo puedo demostrarme a mí mismo que estoy sano? Hace dos meses me habría reído de ese galimatías galáctico. Sólo que la forma que tenía Israel de contarlo lo hacía parecer verdadero. ¡Sin error posible! Y sin embargo… vaya, que resultaba espeluznantemente traído por los pelos. Pero en eso consiste la razón de su credibilidad: es demasiado inmenso para no ser verdadero. ¿Creer? Así que me lo creo, ¿eh? Aunque no estoy seguro. Si estuviera
totalmente
seguro, también a mí me encerrarían. Oh, Israel… No mejor jugar sobre seguro; a fin de cuentas, no reportaré ningún bien a Israel si tienen dudas sobre mí.
—…Oh, no sé qué creer —balbució miserablemente, avergonzado por no comprometerse y apartando la mirada de Shansfor. El ranúnculo se burló de su expresión cariacontecida.
—Lo que he venido a decirle es que el consejo médico está todavía reunido —dijo Shansfor con voz un poquitín más cálida que urbana—. El Archihermano Inald Uatt, nuestro director, se encuentra allí, por si quiere hablar con él.
—Supongo que será lo mejor.
Deja de sacudirte, idiota, se dijo Davi. Pero no podía evitarlo; había negado a Israel directamente; sabía que creía en él y que lo apoyaba en todo. Y sabía que nadie más creía. Así pues, le importaba saber si Israel quedaba libre de lo que podía ser un confinamiento de por vida. Más densas materias podían también depender de sus esfuerzos, pues, a través de Israel, se entra en el camino que conduce a la lucidez y a los mundos amables mucho más allá de los inoportunos planetas del Sol. Todo cuanto tenía que hacer era convencer a una plantilla de expertos (que, al parecer, se habían forjado ya su idea respecto a la salud de Israel) de que estaban equivocados. Esto era todo: sin embargo, no sería fácil.
—¿Puedo ver antes a Israel? —preguntó Davi.
—Me obliga usted a responder esa pregunta tal como la he respondido antes: con una negación —replicó Shansfor—. Si me acompaña ahora, podrá hablar con el consejo…
Caminaron por un pasillo hasta llegar a un montacargas, ascendieron hasta una parte de la nave mejor amueblada y por allí llegaron a una sala de conferencias forrada con cuero. Unas espesas cortinas habían sido corridas, un fuego ardía, y sobre una pared pendía un Wadifango original, un diseño anatómico de un tigre.
En medio de la sala se extendía una gran mesa, se veían cómodas sillas junto a las paredes, pero los cuatro hombres presentes se mantenían congregados junto al fuego. Mientras se hacían las presentaciones, Davi observó que el Archihermano Inald Uatt era un hombre pequeño y calvo, vestido de franela azul del cuello a los pies, de maneras contenidas y voz seca.
Estrechó la mano a Davi y se acercó a la mesa para coger un manojo de notas que había bajo un pisapapeles de plata.
—Se trata de un caso muy interesante para nosotros, señor Dael —observó en tono coloquial.
—Señor, para mí es algo más que un caso —dijo Davi.
—Sí, sí. Claro; según creo, usted y él se hicieron muy amigos durante el breve tiempo que permanecieron juntos. Le advierto, sin embargo, que esté atento y no deje que el asunto se le convierta en una obsesión.
—No es una obsesión —dijo Davi—. Estoy de su parte, señor, porque no hay nadie más que pueda hacerlo. Creo que sería cómodo para él convertirse en víctima. Así, de pronto, el asunto entero parece sencillo, pero desde que fue traído a Nueva Unión parece que se ha complicado más y más.
Se daba cuenta de que estaba hablando de manera menos cortés que la pretendida. Se sentía confuso. La sala de conferencias, y el número más bien escaso de miembros del consejo lo confundían; eran personas muy distintas de las que acostumbraba a tratar en sus colinas hogareñas. Aunque en su propio medio granjero y ganadero Davi era conocido y estimado, aquí se sentía fuera de lugar, muy consciente de parecer el sencillo pueblerino que se introduce entre los expertos, muy atentos al hecho de que el color de su túnica no era el de la de ellos. Le asaltó el horrible sentimiento de que estaba a punto de hacer el asno, y esta sensación no lo abandonó; quedó encajada entre él y su raciocinio, obligándole siempre a equivocarse.