La bóveda del tiempo

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

BOOK: La bóveda del tiempo
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Publicada en inglés pocos años antes de las Crónicas Marcianas de Bradbury,
LA BÓVEDA DEL TIEMPO
plantea una posibilidad semejante: la expansión del mundo humano fuera de los límites de nuestra galaxia. Pero a diferencia del libro de Bradbury, no hay en éste dramatismo, ni una carga de intención ética, sino una actitud paródica, una distorsión irónica y un juego constante de diálogos en los que el equívoco actúa como detonante de situaciones que rayan en el absurdo. Compuesta a la manera de un retablo, con episodios independientes pero relacionados por una preocupación única —el desarrollo de la Humanidad a través de un futuro tiempo inabarcable—,
LA BÓVEDA DEL TIEMPO
es una de las más sorprendentes experiencias narrativas de la ciencia-ficción.

Brian W. Aldiss

La bóveda del tiempo

ePUB v1.1

Polifemo7
05.03.12

Título original:
The Canopy of Time

Autor: Brian W. Aldiss

Traductor: Antonio-Prometeo Moya

ISBN: 9788421751183

NOTA DEL AUTOR

Si estos relatos son leídos en el orden en que aquí aparecen publicados, el lector atento podrá observar ciertos nexos entre ellos. Son, de hecho, fragmentos desgajados de la colosal arquitectura del futuro, dispuestos cronológicamente a partir de un par de siglos después del nuestro y abocados directamente al fin de la galaxia.

Las cortas anotaciones que aparecen entre los relatos pretenden establecer una tenue conexión que puede pasarse por alto. Cada relato fue escrito de manera que resultara consistente por sí mismo y ha sido revisado a partir de su publicación original en revistas o antologías.

TRES FORMAN UNA NUBE

Casualmente, Clemperer se había afeitado cuando se levantó al mediodía. En consecuencia, no tenía demasiado aspecto de vagabundo cuando llegó al Karpenkario, el local griego de la ribera, a las nueve de la noche. Clemperer no conocía a nadie en el Karpenkario. En ello residía su atractivo para él. Estaba solo en el mundo y no lo ignoraba. Odiaba los bares ahítos de falsa amistad, donde conocidos que apenas te habían visto media docena de veces en toda la vida te palmeaban la espalda y exclamaban: «Vaya, compadre, hace la tira que no te veo: ¿tomamos un trago?». De igual manera, Clemperer odiaba la soledad. Pero, al menos, la soledad era limpia y honorable. Pidió en la barra un whisky doble. Ya se había zampado cuatro en otro sitio. En vez de beber donde los demás, cogió su vaso, se abrió paso entre el gentío, marineros principalmente, y se dirigió al tranquilo restaurante que había detrás del bar. El aire era más claro allí y le recordó su rancia cuchufleta personal sobre la incapacidad de mirar salvo a través de una atmósfera llena de humo de tabaco.

Sólo una de las mesas del restaurante estaba ocupada.

Un hombre y una mujer, extraños para Clemperer, se hallaban sentados frente a ella.

Y éste fue el comienzo de todo. Clemperer hizo lo que jamás hiciera antes: se sentó con el hombre y la mujer en lugar de ir a una mesa vacía.

—Puede echar una ojeada al menú —dijo el hombre con una sonrisa, al tiempo que le tendía una hoja de papel mecanografiada—. Por fortuna, la comida es mejor que la tipografía.

De entrada aquello no encajó en Clemperer porque estaba un poco borracho, pero la sensación que tuvo fue la de haber llegado a casa. Lo cual ya era extraño, pues Clemperer no tenía casa. Cuatro años antes, al cumplir los cuarenta, había abandonado el piso de soltero que llamaba su casa y el trabajo en Investigación de Motivaciones con que pagaba el alquiler, y se había ido a recorrer mundo, vagabundeando de ciudad en ciudad, en busca de lo que, en privado, llamaba su destino.

Alzó el whisky, se detuvo, lo bajó y lo colocó sobre la mesa con particular cuidado.

—Su café suena bien —dijo a la chica—. Debería tomar una taza. Me ayudará a aclararme la cabeza.

Había querido decir «huele bien» y no «suena bien». Era una especie de equívoco verbal en el que a menudo incidía y que le producía bastante fastidio. En aquella ocasión, implicaba sin tiento que la chica hacía ruido al beber; sin embargo, por la sonrisa de la muchacha, pareció que ésta había captado el significado verdadero. Es muy raro encontrarse gente así, reflexionó Clemperer.

Pidió una cafetera entera de café y ofreció una taza a la pareja; ellos aceptaron.

Mientras tanto los observó con atención. Nada había en ellos que resultara extraordinario. Parecían normalmente infelices. El uno sentado a un lado de la mesa, la otra en el otro, juntas sus manos sobre el pulido roble. El hombre era de la edad de Clemperer, aunque mejor conservado, lo que evidenciaba una vida más próspera. Parecía como capaz de albergar esperanzas todavía. Detrás de sus gafas, sus ojos grises estaban saturados de camaradería.

La chica resaltaba más. No era guapa, pero tenía un algo que la hacía atractiva. A primera vista parecía tener veintiún años. Su oscuro cabello era corto, sin rizos; en su rostro alargado tenía los ojos más negros y tristes con que jamás se había encontrado Clemperer. Había en ella una aflicción imposible de concretar, como una niebla indecisa: y, sin embargo,
ahora
estaba contenta.

Por entonces, o quizás más tarde, se enteró de que sus nombres eran Spring y Alice.

Pensó que podría ofrecer alguna clase de disculpa por haberse sentado a su mesa sin haber sido invitado, pero decidió hacerlo en la mínima medida en que una disculpa parecía ser necesaria. Cuando comenzó a hablar, su apocada lengua volvió a traicionarle.

—No he tenido intención de inmiscuirme —dijo—. Sé muy bien que tres forman una nube.

Lo acogieron como una trouvaille
{1}
.

—Ahí está la cuestión —dijo Alice—. ¿Qué más homogéneo que una nube?

—Cf.
{2}
una nube de desconocimiento —dijo Spring— flotando en dirección a un misterio.

—Realmente quise decir «nube» —dijo Clemperer, cometiendo un nuevo desliz. Entonces se levantó. Quizá la parte oscura de su mente conociera mejor las cosas; quizá tuviera realmente la intención de decir «nube».

Pidió al camarero griego un plato de xuftides arábigos con espaguetis y salsa de ají. No era lo que acostumbraba Clemperer; raramente comía pasadas las doce: teniendo una cochina úlcera era malgastar la comida. Su teoría más seguida era intentar anegarla en alcohol.

Eso le recordó el whisky intacto; llamó al camarero e hizo que lo retirasen.

—Perdónenme si huelo a whisky —dijo—. Una vez te pones a beber whisky rezumas ese olor por todas partes. Pronto recuperaré la serenidad.

—No hay prisa —dijo Spring.

Spring no hablaba mucho. Tampoco comía mucho, aunque, de vez en cuando metía el tenedor en el plato que tenía delante. Alice estaba aplastando su colilla en el puré de patatas de su plato. De vez en cuando se secaba la frente con un pañuelo de papel. Ambos parecían estar esperando.

«Gente extraña», pensó Clemperer, experimentando una vez más la cálida sensación de estar en casa. Había sido consciente de su propia rareza durante mucho tiempo.

—Beber es sólo una forma de pretender sumergirse bajo la normal y áspera superficie del amor —dijo a modo de excusa. Había querido decir de la «vida», no del «amor», pero nuevamente pareció que los otros captaban el significado auténtico—. Ciertas personas sólo conocen ese modo de hacerlo. Lo que quiero decir es que se puede ir a través de la vida sin llegar a intimar seriamente con otra persona, sin que llegue a entrar en contacto auténtico la identidad del uno con la del otro, la verdadera identidad. Cuando uno se sumerge en la bebida, al menos nada en la propia identidad y ya no se necesita demasiado a nadie.

Y pensó sobrecogido: «¿Por qué diablos estoy diciendo estas cosas? Nunca había hablado así a nadie, nunca a nadie que fuera completamente…» Pero no pudo llegar a elaborar el vocablo «extraño». Fuesen lo que fueren, no eran extraños, por lo menos en ese momento, en que compartía su mesa.

—Cuando se está borracho o muerto no se necesita a nadie —dijo Alice, y parecía que la mitad de sus palabras eran emitidas por sus ojos—. Pero, por otro lado, el problema está en que ninguno de nosotros posee una verdadera identidad hasta que no encuentra alguien con quien compartirla: alguien capaz de compartirla.

—Si la gente fuera tan sólo capaz de darse cuenta de esto —dijo Spring—, todo el mundo se pasaría la vida buscando la persona justa.

—La búsqueda es siempre difícil —prosiguió la chica, mirando a Spring—. La compensación estriba en encontrar esa clase de persona, y eso lo
sabes
muy bien. Nadie necesita decir nada. Sólo sentir.

—Realmente me estoy entrometiendo en verdades ajenas —protestó Clemperer, sin sentirlo verdaderamente. Su lengua había transformado «problemas» en «verdades».

—Usted sabe que no —dijeron Spring y Alice al unísono—. ¿No confía en sus respuestas instintivas?

—Tengo cuarenta y cuatro años —dijo Clemperer sonriendo débilmente—; no estoy habituado a ello.

Ligeramente horrorizado, se puso a contarles la historia de su vida entera. Fue un cuento bastante ordinario, por lo menos hasta el momento revolucionario en que cumplió los cuarenta y cambió por completo su viejo estilo de vida: un cuento de continuo descontento interior. Clemperer no pudo detenerse: se desbordó enteramente mientras el de ojos grises y la de ojos negros escuchaban cada palabra con sumo cuidado.

Por último, llegó al fin de la narración. Los restos de su comida estaban ya fríos; el vaso de Alice estaba totalmente lleno de pañuelos de papel. Clemperer hizo un gesto de autodeprecación.

—No sé por qué les cuento todo esto —murmuró.

—Porque ahora, cuando nos lo cuenta —dijo Alice— lo ve bajo una luz distinta. Ahora puede darse cuenta de que su vida no ha transcurrido tal y como usted lo deseó en su momento.

—¡Tiene razón! —exclamó Clemperer—. Todo mi pasado ha estado dirigido hacia
este
momento, este momento de revelación… lo que le presta un significado que…

Mucho deseaba hablar, pero no pudo dar con las palabras apropiadas. Las veía como icebergs flotando en un mar inmenso; el mar era… ser, poseer, conocer; y debajo de toda su nueva felicidad corría un río que lo conectaba con ellas. Le sobrevino una feroz intranquilidad. Quiso correr, cantar, agitar las manos. Se trataba por lo menos de un momento que celebrar y estar vivo con todas las células.

—Vayamos fuera —sugirió Spring—. Cada vez siento más deseos de airearme.

—Justamente lo que yo iba a decir —exclamó Clemperer.

—Claro —dijo riendo Spring—. Es magnífico tener a alguien que haga esas pequeñeces por uno, ¿eh?

Salieron y penetraron en la noche exterior. Un caldeado viento de verano soplaba a lo largo de la ribera. Embarcaciones de todo tipo se mecían animadamente en el muelle. Por toda la longitud del puerto, el mar arrojaba su espuma contra la base de las blancas farolas.

Clemperer pareció no darse cuenta de la noche ni del viento. Alice se había colocado entre los dos hombres como un catalizador, ocultando entre las sombras su joven rostro de india. Estaba asustada porque algo le roía el corazón y Clemperer ya formaba parte de ese corazón.

—¡Ya lo tengo! —exclamó él repentinamente—. ¡Es una
gestalt
!
{3}
¡Somos una
gestalt
! Ustedes saben a lo que me refiero: el todo que representamos es algo más grande que la suma de nuestras partes. Nos hemos mezclado y algo ha ocurrido por encima de nosotros.

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