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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (7 page)

BOOK: La bóveda del tiempo
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Wangust señaló el paisaje fértil.

—Esa es nuestra obra —dijo con calma—. Cuando llegamos aquí, esa tierra estaba prácticamente muerta. ¿La recuerdas, negra como el desierto, poblada sólo de cactos? Trajimos semillas, insectos, pájaros, mamíferos. Poco a poco, ese verde fue extendiéndose más y más. La muerte se ha transformado en vida.
Nosotros
la transformamos, Hwa. Un día cercano, aquella franja verde de allá se unirá con la franja verde de la costa, donde la nueva ciudad linda con el mar en la Bahía de la Unión. Viendo todo esto, ¿cómo puedes decir que no hemos logrado nada? ¿Podíamos haber logrado algo mejor?

Él no respondió. Repentinamente se sintió cansado e irritado.

Conociéndolo lo bastante como para no presionarle, Wangust siguió adelante con un suspiro. En seguida, como había anticipado, él se volvió hacia ella para pedirle disculpas por su rudeza.

—No permitamos que quepa entre nosotros el menor malentendido —dijo Wangust—. Mira, una nave zarpa de la costa, rumbo al cielo.

Miraron con sus ojos, que ya no eran perspicaces, y contemplaron el oblongo esferoide que crecía en las alturas. Les lanzó una señal de reconocimiento, acometió un cambio de rumbo y cayó en picado dejando tras sí una larga estela de vapor blanco que inundó el límpido aire y luego, el esferoide quedó inmóvil.

Un segundo después, Cobalt Illa salió proyectada quedando frente a sus abuelos. Éstos apenas estaban irritados por sus acrobacias como piloto.

—Iba a visitaros —declaró Cobalt, besando el más alto frunce de la frente de Chun Hwa.

—Entonces, ¿por qué no usas con decencia el transmutador de materia en vez de recrearte con esas acrobacias? —preguntó Chun Hwa.

—¡Venga, no seas de la época del tupé! Volar está de moda en toda la Unión, abuelo —dijo airosamente Cobalt.

Tenía treinta años. Era hermosa, pero con el imperdonable aspecto de la actriz que ha interpretado a Cleopatra demasiado a menudo.

—¿Cómo van los planes de la ciudad? —preguntó Wangust, reverente.

—Deberías venir y verlo por ti misma —replicó Cobalt, y añadió—: porque va a ser espeluznante; será la ciudad más grande del mundo. Ha sido planeada sin descanso, de modo que va a durar una eternidad. Las vacas flacas han dejado de existir. Los Solites pueden ir dejando de pensar en ellos mismos como salvajes: para cuando acabe la temporada estarán funcionando las primeras escuelas que enseñen a leer.

Chun Hwa se apartó con tristeza. Le parecía que se había pasado la vida haciendo estos apartes, pero ahora se sentía asustado por las confidencias y estrepitosas manifestaciones de su nieta.

—Leer es un arma de dos filos —murmuró.

—Nuestro pueblo debe aprender a leer —dijo Cobalt—. El porcentaje de la población que sabe leer y escribir es inferior al uno por ciento.

—Una población semi-ilustrada es presa fácil de cualquier dictadorcillo que se alce —dijo Chun Hwa.

—Una población analfabeta es presa más fácil todavía —dijo Cobalt.

La joven permaneció dándole la cara, las piernas separadas, las manos unidas a la espalda, imitación inconsciente de una actitud típica de su abuelo. «Puede impresionar a cualquiera que no la conozca», pensó el anciano. De todas sus nietas era ésta la más irritante: por algo era la que había heredado más espíritu del abuelo.

—No haces más que vomitar demagogia parda —dijo él—. Los Solites son un pueblo feliz, Cobalt. No se necesita información cuando se tiene sabiduría. Su habilidad con animales y máquinas es mejor que todo el aprendizaje libresco. Te engañas si crees que las ciudades crean la felicidad.

—Unión será una ciudad feliz, creativamente feliz. Somos bárbaros que hemos heredado máquinas; ¿vamos a contentarnos con eso? —Se volvió a su abuela para buscar su consentimiento—. ¿Qué dices tú? ¿No hemos vegetado ya bastante tiempo? Alguien tiene que reconstruir el mundo.

—Querida, no me metas en esto —dijo Wangust—. El futuro es cosa de tu generación. Debes decidir tú.

—Ya hemos decidido. El poder ha sido de los indolentes durante demasiado tiempo. En Unión todo el mundo podrá vivir, aprender, ¡y bailar! Tengo que informaros sobre nuestros maravillosos cursos de danza histórica; son verdaderamente revolucionarios.

—Vamos a casa y no discutamos —dijo Wangust—, pero ahórrame lo de la danza histórica.

Fueron a casa, aunque discutieron. Era época de transición. Entre las generaciones se abrían golfos de perspectiva, debido a la edad. La vieja pensaba que la joven era atolondrada, y la joven creía que la vieja era dogmática. La misma contienda había aparecido en pasadas edades. Ningún acuerdo hacíase posible, sólo la tregua; el cambio estaba en el aire, manifestándose como un disgusto.

—Pero yo lo entiendo mientras que la joven Cobalt no —se dijo Chun Hwa aquella noche—. Wangust me trajo de la época que precedió a la catástrofe, así que tengo bases para comparar. ¡Sé lo equivocados que están esos niños! Sé que nada hay tan precioso como la paz, esa paz en la que un hombre puede atender sus propios asuntos.

Durmió poco esa noche, y despertó malhumorado. Con el alba, comió apresurado y solitario un poco de carne y luego fue al encuentro de Pata de Cuero para ensillarlo con la alta silla. Como un fantasma, cabalgó adentrándose en las nubladas arboledas, sin el menor deseo de cruzar palabras con nadie; sospechaba que las ideas de Cobalt eran de segunda mano, lo que la incapacitaba para cualquier razonamiento. Era demasiado viejo para vibrar por nada que no fuera la excitante canción de cuna del jinete.

Siguiendo impensadamente la ya conocida dirección, se adentró en las tierras calcinadas. Una máquina en ruinas atenazaba todavía con dura delicadeza el cadáver de otra. Al cabo de pocos minutos, el blanco semental ascendía ya las pendientes de Perfil Neblinoso. A medida que se aproximaban a la cumbre iban apareciendo las primeras hojas verdes de los manzanos por encima de la cordillera. Por fin, llegaron al punto más alto, el que cruzaba la línea fronteriza entre las tierras verdes y las tierras negras.

Yalleranda, encaramado, como de costumbre, en la cabaña de su madre, lo vio. Tan delgadas y apacibles como veloces, sus piernas lo condujeron pendiente arriba, saltando, apoyándose y escalando los manzanos. Yalleranda era la serpiente que repta hacia su víctima, el seductor que se aproxima, la espada que cae, mientras se deslizaba por entre los macizos de hierbas que llegaban hasta la rodilla.

A unas cuantas yardas del anciano, sin ser visto, se detuvo. Era magnífico. Lo veía como nadie más podría verlo: semejante a un muñeco de nieve listo para derretirse y convertirse en el agua de la que procediera. Para Yalleranda brotaba de él un efluvio semejante a una brisa: y el efluvio comunicaba el deseo de la muerte. Yalleranda lo saboreó. Se intoxicó. Era tan real como melado.

Chun Hwa permanecía sentado en la silla, asintiendo, asintiendo al ritmo del trotecillo del semental, sin ver nada en la tierra mala de la izquierda ni en la tierra buena de la derecha.

Pensaba que si pudiera adentrarse en el futuro encontraría en él las pruebas necesarias para demostrar que la política de Cobalt y la política de su generación sólo acarrearían frutos de maldad. Pero, por supuesto, nunca iría allí; era el necio sueño de un viejo necio. Aun y cuando no podía entender por qué la visita al futuro era imposible, sabía que los matemáticos y los científicos habían demostrado, tiempo atrás, su imposibilidad. Acerca de eso, nada podía hacer él. Su único bagaje eran los ensueños, ensueños tan débiles como la piel que se arrugaba sobre sus huesos desnudos. Estaba maduro para la muerte.

Amedrentado, Chun Hwa negó con la cabeza y se enderezó en su silla, tocado por sus propios pensamientos.

Un muchacho, pequeño, de ojos oscuros y salvajes cabellos más desordenados que la melena de un león, permanecía frente al caballo sujetando las bridas.

—Estabas a punto de dormirte —dijo el chico.

—Estaba soñando —dijo el viejo, considerando lo hermoso y salvaje que era el muchacho. Esta era una generación incluso posterior a la de Cobalt.

—Estabas soñando con una visita al futuro —dijo el chico.

Chun Hwa se sorprendía muy a duras penas. Recordó las locales habladurías sobre gentes salvajes con inteligencia rudimentaria, gente de sangre contaminada, habilidades extrañas y deseos no naturales, meros ejercicios y efectos secundarios de la guerra de alta radiación. Wangust le había precavido acerca de estas cosas y él se había echado a reír. Rió de nuevo, resoplando, sin saber por qué.

—Un hombre sueña con muchas cosas —dijo—. ¿Con qué sueñas tú, hombrecito?

—Me llamo Yalleranda y sueño con… oh, con la luz del sol que resbala por mi cuerpo mientras como los gusanos de las manzanas, o con las duras piedras que habitan en medio de las nubes.

—¿Dónde vives? —preguntó el viejo rudamente, disgustado por la respuesta del mancebo.

En vez de replicar, el muchacho, salvajemente, dio la vuelta a Pata de Cuero yendo hasta el estribo opuesto y aferrando a Chun Hwa por la bota. El cabello mostaza de Yalleranda rozó la bata blanca.

—Sé dónde hay una máquina que podrá enviarte al futuro —dijo, y sus ojos oscurecieron al mirar al anciano.

Mientras Chun Hwa seguía la pequeña silueta cordillera abajo, Perfil Neblinoso abajo, no experimentó ningún encantamiento. Su mano era ya vieja y aceptaba todas las rarezas del mundo. Todo cuanto hizo fue sujetarse al pomo de la silla y dejar que el muchacho condujera al semental. En medio de una lluvia de guijarros que las pezuñas desprendían llegaron a una cueva instalada en lo alto de la desolada pendiente, y cuya boca daba a la desolación que se abría más abajo.

—Está aquí —dijo Yalleranda, deteniéndose en la entrada.

—Bien, ¿y por qué no? —se dijo Chun Hwa ensoñadoramente, sin moverse, sin desmontar—. Durante la terrible guerra, la tecnología llegó a su punto culminante. Muchas armas eran secretas… Puede haber quedado aquí, olvidada… encontrada por este niño. ¿Por qué no?

Mientras él permanecía fuera, aún sobre el caballo, Yalleranda se adentró en la penumbra de la cueva. La había encontrado abandonada; nadie más lo sabía: salvo la otra gente que había conocido su poderoso rayo y que ya no estaba en condiciones de decir nada.

Haciéndose a un lado con velocidad, vivaz como cola de poney, presionó hacia abajo un interruptor pequeño y rojo. Un murmullo comenzó a oírse para amortiguarse a continuación. Por la boca de la cueva emergió un rayo semejante a una niebla gris, semejante al haz del reflector que traspasa una fina nube. Era el rayo desintegrador que había calcinado las tierras de abajo.

Yalleranda rodeó sus bordes y se deslizó fuera de la cueva. Pata de Cuero coceó el suelo, observando intranquilo la niebla.

—¡Aquí lo tienes! —exclamó Yalleranda alzando sus brazos—. Cabalga en ese rayo, anciano, y serás transportado al futuro. Vamos, espolea tu caballo.

Chun Hwa estaba desconcertado. Pero los ojos del muchacho emitían una extraña orden. Habló al semental. Pata de Cuero enderezó su cabeza y marchó hacia delante con presteza.

Arrugado el rostro, como si el deseo fuera tan picante como el jugo del endrino, Yalleranda contempló a su vieja presa introducirse en medio del rayo desintegrador. Su superficie era suave, calmo como un mar interior. Tragó avaramente caballo y jinete; aquel mar cruel los absorbió átomo a átomo, aniquilándolos por completo. Como hombre que cabalga bajo masa de agua, Chun Hwa penetró sin un grito ni una mirada atrás… en el futuro infinito.

Inevitablemente cambiaron los tiempos. Bajo un régimen nuevo, con ásperas leyes de responsabilidad personal, la habilidad para viajar a través del tiempo se atrofió; pronto quedaron solas las máquinas. Su capacidad de supervivencia fue decreciendo. Al cabo de unos pocos siglos esas viejas materias serían útiles para el adorno y para la pesadilla.

JUDAS BAILÓ

No fue un proceso limpio.

Es comprensible que no estuviera inclinado a prestar mucha atención, pero no fue un proceso limpio. Hubo desconfianza y demasiada prisa furtiva. El juez, el abogado y el jurado se las arreglaron para ser lo más breve y explícito posible. Yo no dije nada, pero sabía por qué; todo el mundo quería volver a los bailes.

De modo que no pasó mucho rato hasta que el juez se levantara y pronunciara sentencia:

—Alexander Abel Ybo, esta corte lo encuentra culpable de haber asesinado a Parowen Scryban por segunda vez.

Pude haberme reído sonoramente. Estuve a punto de hacerlo.

Prosiguió:

—Queda, por tanto, condenado a morir por estrangulamiento por segunda vez; esta sentencia será ejecutada en el curso de la semana próxima.

Por toda la corte corrió un murmullo de excitación.

En cierto sentido, incluso me sentí satisfecho. Había sido un caso poco común: pocas personas corren el riesgo de afrontar la muerte por segunda vez; la primera vez que mueres te lo pintas con los colores más negros, si no peores. Durante un minuto apenas, la corte permaneció inmóvil; luego se despejó con una prisa casi indecente. Al poco rato me quedé allí solo.

Yo, Alex Abel Ybo —o él, aproximadamente— bajé cuidadosamente el estrado de los acusados y atravesé la polvorienta sala hasta alcanzar la puerta. Mientras lo hacía me miré las manos. No temblaban.

Nadie se molestó en detenerme. Sabían que podían echarme el guante tan pronto estuvieran preparados para ejecutar la sentencia. Todos me tenían bien grabado en su memoria en Unión y no tenía dónde ir. Yo era el hombre con el pie tullido que no podía bailar; nadie me confundiría con ningún otro. Únicamente yo podía hacer eso.

Fuera, bajo la oscura luz solar, la maravillosa mujer me esperaba con su marido, me esperaba en las escaleras de la corte. Al verla, la vida me volvió a las venas dañándome. La saludé alzando la mano, como acostumbraba.

—Hemos venido para llevarte a casa, Alex —dijo el Marido echando a andar hacia mí.

—No tengo casa —dije, dirigiéndome a ella.

—Me refiero a
nuestra
casa —me informó él.

—Elucidación aceptada —dije—. Llévame lejos, llévame lejos, llévame lejos, Carlomagno. Y déjame dormir.

—Necesitas dormir después de lo que has pasado —dijo él. Vaya, casi estaba simpático y todo.

A veces lo llamaba Carlomagno porque mentalmente hago un reparto histórico de personajes; a veces solamente Charley. O Cheeps
{5}
, o Jags
{6}
, o Jaggers
{7}
, o lo que fuese, según mi humor. Él parecía perdonármelo. Quizás hasta le gustaba: no lo sé. Hay mucho que hablar sobre el magnetismo personal; a mí me ha llevado tan lejos que ni siquiera recuerdo los nombres.

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