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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (21 page)

BOOK: La bóveda del tiempo
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—Harsch —dijo—, no me has dicho cómo te encontraste con Art otra vez.

Había en Ruddy algo subversivo; era un milagro que hubiera escalado tan alto. Estaba siempre haciendo preguntas.

—Pues como cualquier otro encuentro —dijo Harsch—. Hace un par de noches tenía una cita con una dama, ¿sabes? Luego estuve buscando un taxi-burbuja: no había muchos porque era ya de madrugada, de manera que tuve que ir andando hasta la Gran Vía del Bósforo. De pronto me veo al tipo en un portal y me llama.

—¿Y era Art? —preguntó Ruddy con inquietud.

—El mismísimo Art. Habría estado hablando conmigo toda la noche de no haberme puesto serio. Por lo menos me trajo a la memoria el sólido que hemos estado viviendo. Bueno, te veré mañana, Ruddy; ¡hasta luego!

—Espera un minuto, Harsch. Esto es importante. ¿No te dijo Art si había descubierto lo que se encontraba en el núcleo de la ciudad? Aquello que tanto tiempo estuvo buscando, quiero decir.

—Sí. Oh, sí que lo encontró. Y quiso decírmelo
todo…
¡a las tres de la madrugada! Le dije dónde podía irse.

—Pero ¿qué te
dijo
, Harsch?

—¡Diablos, Ruddy! ¿Qué importa lo que un gilipollas como Stayker pudiera o no decir? Era su cháchara de costumbre, pero aún más difícil de entender que en los primeros tiempos; ya sabes: la filosofía. Yo tenía una cita y no estaba para escucharle.

—Pero ¿había dado con el secreto que andaba buscando?

—Eso dijo, pero fuera lo que fuese no tenía que valer un pepino. Tenía los pantalones hechos un asco, de veras; y el maldito no hacía más que tiritar. Oye, tengo que irme. ¡Hasta luego, Ruddy!

El sólido realizado. Fue uno de los mayores éxitos de Supernova en aquel año. Amasó dinero en todos los planetas habitados de que constaba la Federación y convirtió a Harsch Benlin en un hombre importante. La película se llamó «Rapsodia de una Ciudad Poderosa», constaba de tres bandas cualificadas, diecisiete melodías pegadizas y un regimiento de bailarinas. La cinta primitiva fue refinada en los estudios con los tonos pasteles considerados más a propósito para un musical y, por último, eligieron como escenario una ciudad más apropiada que Nunión. Art Stayker, por supuesto, no aparecía para nada.

El tiempo pasaba. El tiempo se desparramaba como una catarata situada al borde del firmamento. La galaxia, incluso la sempiterna fábrica del espacio, envejecía. Sólo los esquemas del hombre se renovaban; y entonces, a partir del conocimiento adquirido gracias a las células sensitivas, brotó el concepto de mutación aplicada cuyo fin era tejer un boceto de refresco en el polvoriento tapiz de la circunstancia humana.

ELLOS HEREDARÁN

El hombre de Bienestar de la Transfederación estaba sentado en la brillante sala de espera y daba muestras de impaciencia; a su lado descansaba su portavalijas. Había llegado de Koramandel hacía dos días y aún se advertían en su rostro algunas trazas de tostado solar. Era un hombre extravagante, desaliñado, con el cuello mal ajustado y las suelas desclavadas; sus dedos tamborileaban incesantemente sobre sus huesudas rodillas.

La rubia, de discreta máscara, apostada tras la mesa de Información ignoraba sus ocasionales inicios de movimiento, que sugerían que podía ponerse de pie de repente y acercarse. De vez en cuando, el hombre la miraba, pero la mayor parte del tiempo mantuvo la vista apartada. Los yinnisfarianos no les gustaban; los consideraba corrompidos por el poder que ejercían en la galaxia. Llevaba esperando ya veinte minutos y aquello le parecía un insulto sutil. A través de los verdes paneles podía ver el ascensor del HEMA, el Hospital Experimental de Mutación Aplicada, moviéndose arriba y abajo y dejándolo allí solo cada vez que emprendía la marcha.

Por último se levantó, se acercó a la chica y le dijo con voz moderada:

—Mire, esto no está nada bien. Al parecer, el Varón Tedden tenía que verme a las tres en punto. Concerté esta cita hace tres semanas, antes de abandonar Koramandel.

—Lo siento, Varón Djjckett —dijo la chica, usando el modo yinnisfariano de apelación—. Llamaré a su oficina otra vez, si lo desea. Ignoro lo que pueda haberle retrasado; suele ser tan puntual.

Apenas había dejado caer ella su mano irreprochable sobre el vibroducto cuando un hombre corpulento con una negra faja penetró en la sala de espera y se detuvo junto al escritorio con cierta fioritura teatral. Era calvo. Sonreía. Se adelantó con la mano extendida y la palma hacia arriba en señal de acogida. Era el Moderador Veterano Ophsr. IV Phi Tedden, Director coordinador del HEMA.

En tanto Tedden conducía a Djjckett hasta la oficina del primero, situada en la planta inmediata, se extendió entre ambos un intercambio de excusas y apaciguamientos. Seguido de cerca por su portavalijas, Djjckett desembocó en una suntuosa habitación decorada con irrumpidores y vertiginosos microácatos de cronosomas fisionantes. Se instaló en un sillón y quedó con los pies levemente alzados.

—Sabe usted que yo sería el último varón en hacer esperar al Bienestar de la Transfederación —protestó Tedden, acomodándose a su vez. Sacó un paquete de afrosalutíferos. Djjckett rehusó; Tedden cerró el paquete sin tomar ninguno. Su rostro era enérgico aunque curiosamente inexpresivo y en él se dibujaban, rodeando la nariz, pequeñas venas rojizas; su máscara era corriente y cubría poco más que las orejas, las mandíbulas y el mentón. Bajo la inexpresividad asumida rondaba el nuncio de una indistinta intranquilidad, dato que Djjckett observó con placer aunque sin comprender. Con petulancia nerviosa, añadió—: No, no lo haría esperar por nada del mundo.

—Espero que de su frase no se infiera que me ha hecho esperar por
nada
del mundo —dijo Djjckett, sonriendo bajo los bigotes.

Aspaventando la ácida agudeza, dijo Tedden:

—Me ha entretenido un asunto personal. Nuevamente me excuso ante usted.

—Bueno, creo que conoce las razones que han motivado mi venida, Moderador Varón Tedden —dijo Djjckett, mientras su voz adquiría un tono más oficial—. La opinión pública ha obligado a Transfederación a dar algunos pasos para acallar ciertos rumores respecto del HEMA. Como miembro más antiguo de la antigua Fraternidad Koramandel, fui delegado…

—Sí, tengo todos los documentos que me envió su personal —interrumpió Tedden—. Fraterno Varón Djjckett, permítame decirlo de esta manera: nosotros, y no me refiero a usted y a mí personalmente, representamos dos campos opuestos. Bienestar de la Transfederación, por su naturaleza, es cauta, reaccionaria:
y
tiene que serlo; nosotros, los del HEMA, somos temerarios, progresistas: porque así tiene que ser. Ustedes temen los efectos que sobre el ser humano pueden causar las alteraciones genéticas, terreno en el que hemos estado experimentando con bastante éxito. La opinión profana galáctica, si me permite la expresión, nada importa al respecto; en última instancia va a donde se la encamina y, en el presente caso, el deber de Transfederación es señalar en
nuestra
dirección, ya que hemos ganado aceptación por nuestros experimentos de alteraciones genéticas en animales. Es algo que he estado manifestando con bastante claridad a través de señales y vibrodocumentos escritos enviados a sus colegas durante los dos últimos años.

—Los seres humanos y los animales son cosas distintas, y a este respecto… —comenzó Djjckett.

—A este respecto… y perdone por quitarle la palabra de la boca, a este respecto lo que parece implicado es el futuro material de Yinnisfar. Estamos en el momento crítico; ¿se da usted cuenta de que nuestra posición económica en la galaxia es inestable y de que ésta tiene que expandirse continuamente para quedar estacionaria?

—Me doy tanta cuenta como usted, Moderador. Pero no he venido para hablar de economía galáctica; antes bien, me gustaría discutir sobre las madres y los niños recién nacidos que están aquí bajo su cuidado.

Tedden colocó sus grandes manos sobre el escritorio, las palmas abajo, y su rostro adquirió una expresión grave.

—Ambas cosas permanecen inseparablemente unidas, señor Djjckett, se lo aseguro. Pero no iremos a ninguna parte con disputas. Venga, quizá sea mejor que eche una ojeada a una de nuestras salas y vea algo de lo que hemos venido logrando.

Se levantó. Djjckett hizo lo mismo con desgana. Tedden lo condujo hacia la puerta; Djjckett lo siguió y, por encima de su hombro, miró su portavalijas. Cuando lo hubo atisbado inmóvil donde estuviera al principio se reunió con Tedden, adoptando el aspecto de un hombre preparado para encarar lo peor.

Caminaron juntos por un pasillo insonorizado, atravesaron dos puertas y penetraron en una cabina de observación que daba a una sala que contenía seis pequeñas cunas. Éstas estaban todas ocupadas.

—Pologlás; nosotros los vemos, pero no ellos a nosotros —explicó Tedden señalando con el dedo.

Djjeckett miró a través de la ventana, dispuesto a ver algo horrible.

La temperatura interior de la sala era evidentemente alta, pues las seis cunas contenían niños sin cubrir Un mecanfermero se desplazaba eficientemente de cuna a cuna, cambiando pañales con manifiesta destreza. Sólo tres niños estaban despiertos; dos de ellos permanecían incorporados e incapaces de estarse quietos; estaban sujetos a los barrotes y contemplaban al siervo mecánico; otro, recién despierto, también se sentía ansioso por ver lo que ocurría. Con lentos e imprecisos movimientos, se incorporó, separó los pies y se apoyó sobre las rosadas rodillas hasta quedar erguido del todo. Esbozando un grito inarticulado, dio dos pasos hacia delante, se aferró al lateral de la cuna como si la vida le fuera en ello y quedó allí observando con vaguedad al asistente.

—Espléndida exhibición; se diría que hecha especialmente para nosotros —dijo Tedden con agradecimiento y orgullo. Y añadió serenamente—: Los seis niños tienen
sólo cuarenta y ocho horas de edad.

—Sin duda entiende usted por qué consideramos este experimento como monstruoso —dijo Djjckett, mientras se estremecía su constitución carnal dentro de su más bien holgada vestimenta. En su cerebro permanecía todavía la imagen de aquel ser diminuto, arrugado y rojizo, desvalido en su cuna; sintió tanta náusea como si hubiera estado viendo la ejecución de un criminal o la flagelación de una mujer.

—Ustedes están creando monstruos —añadió indignado cuando vio que Tedden no se tomaba la molestia de replicar. Una característica de Djjckett consistía en su hipersensibilidad y, alcanzado su punto flaco, manifestaba notoria incapacidad (así lo temía al menos) para dar rienda suelta a su irritación. Agitó una mano y agregó—: En cuanto a las infortunadas y engañadas madres que ustedes tienen aquí en su poder, nunca deberían…

Tedden evidenció una ira sin trabas. Por lo general era más bien parco y lento en alcanzar la irritación; hoy sus nervios se encontraban ya al borde de su consistencia. Interrumpiendo, tan repentinamente que Djjckett pegó un salto, dijo:

—Limítese a comprobar y recordar los hechos, ¿quiere? La gente viene al HEMA voluntariamente, hombres y mujeres, con la mirada puesta en el futuro, ávidos de participar en los descubrimientos que hemos realizado y estamos realizando. ¿Le parece a usted que ellos se ponen a hablar de monstruos?

Una película rojiza se extendió por su rostro y la brillante explanada de su cráneo. Sin dejar de hablar, de repente se puso en movimiento y se encaminó nuevamente hacia su despacho. Cerró la puerta tras Djjckett. Deliberadamente ignoró la expresión de malestar de éste.

—Mire, esto nos lleva otra vez a lo que dije antes sobre el futuro de Yinnisfar —dijo Tedden—, en el que naturalmente aparece implicado el futuro de los individuos. Usted es consciente de que Yinnisfar, y en consecuencia la mayor parte de la Federación, se encuentra amenazada por una masiva recesión de contratos. Algunos de esos mundos recién descubiertos en el Eje, planetas con menos de un millón de años de historia tras ellos, nos están pisando los talones. Cutaligni es un caso extremo.

»Sin duda ha oído usted, Varón Djjckett, que los cutaliñianos han construido prácticamente un imperio. Planetas que en un tiempo negociaron con nosotros se encuentran ahora absorbidos por la invasión de
sus
mercancías, sus ejecutivos, sus ideas. Los cargueros y cruceros espaciales cutaliñianos han ocupado trayectos que fueron nuestros sin disputa durante milenios. Claro, se trata sólo de una gota de agua en un océano, pero para mí es una señal, un agüero. El caso es que vamos derechos a la catástrofe. ¿Y por qué?

—Me atrevería a decir que sabe usted más que yo sobre esto —dijo morosamente Djjckett; su rostro estaba todavía gris y sacudido por la emoción—. La razón admitida generalmente es que los cutaliñianos viven muchos años, con lo que su entrenamiento y educación van mucho más allá, y un hombre con más edad y más experiencia puede prestar mejores y mayores servicios.

—Es suficiente. Es una razón aceptable. Para entendernos, la educación de un hombre ordinario, de un yinnisfariano, dura desde los veinte hasta los noventa y cinco; es decir, sólo setenta y cinco años. Pero esa misma cantidad se extiende en un cutaliñiano hasta los ciento veinte años. Imagínese a cualquiera en la Tierra con una experiencia de cuarenta y cinco años a la edad de cuarenta. Ventajoso, ¿no? Vamos, fúmese un afrosalutífero, Varón Djjckett; siento haberme irritado antes. Mis nervios están hoy a cien.

Le alargó su caja de plata casi con gesto de súplica, reprendiéndose interiormente por haber malinterpretado la afrentada expresión de la cara de Djjckett (aunque, ¿por qué no podían estos extraespaciales ponerse máscaras civiles como el resto de la gente civilizada?).

Discretamente, Djjckett volvió a rehusar la caja. Drogarse durante el día, muy de moda en Yinnisfar, era considerado decadente en Koramandel, al igual que el hábito de la máscara.

—En seguida me encontraré mejor, Moderador —dijo—. Fue el impacto de haber visto a aquellos niños en estado tan mísero. Perdóneme, mejor tomaré un trago.

Chascó los dedos. Obedientemente, el portavalijas se levantó de donde había permanecido inmóvil. Era pequeño, cubierto de piel, bastante parecido a una maleta con cuatro patas; tenía en el centro una joroba que a una palabra se abriría para ofrecer a Djjckett libros y documentos.

Pero en vez de pronunciar esa palabra, el hombre de Transfederación chascó la lengua.

El portavalijas se elevó. De debajo de su barriga brotó un tallo rosado y retráctil que se situó frente al rostro de Djjckett. Introduciendo el extremo del tallo en la boca, Djjckett se puso a chupar.

BOOK: La bóveda del tiempo
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