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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (3 page)

BOOK: La bóveda del tiempo
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Nada vivía sin control. La incontable población de los pasados siglos había agotado los recursos del suelo. Sólo la más severa paciencia y la disciplina más despiadada, eran capaces de producir alimento suficiente para la población contemporánea, nada densa. Habían muerto billones por inanición; los cientos que quedaron vivían al borde de la inanición.

En medio de la nitidez estéril del paisaje, la finca de Gunpat parecía un insulto. Abarcando cinco acres era una pequeña isla de desierto. Olmos altos y descuidados marcaban el perímetro invadiendo el césped y la casa. El edificio en sí, el principal del Sector 139, estaba construido a base de grandes bloques de piedra. Había tenido que construirse sobre armazón resistente a fin de soportar el peso de los servomecanismos que, aparte de Gunpat y su demente hija Ployploy, eran sus únicos ocupantes.

Smithlao había divisado la figura humana en el momento de arribar al nivel de los árboles. La figura caminaba pesadamente hacia la finca, pero, por una multitud de razones se trataba de una visión sumamente improbable. La gran riqueza material del mundo estaba repartida entre una cantidad relativamente escasa de gente, y nadie era lo bastante pobre como para tener que ir caminando a ningún lugar. El hombre estaba expoliando con saña a la Naturaleza, inspirado por la idea de que había sido traicionado por ella: semejante odio convertía el desplazamiento a pie en un infierno tal, que sólo era practicado por personas insanas, como Ployploy.

Apartando la figura de su mente, Smithlao condujo el aspa hasta un sendero de piedra enfrente mismo del edificio. Se sentía contento de haber descendido: era un día borrascoso y los macizos cúmulos que había tenido que atravesar no contenían sino turbulencia. La mansión de Gunpat, con sus ventanas desprovistas de vista, sus torres, sus terrazas infinitas, su ornamentación innecesaria, y su porche inmenso, se alzaba ante él como una tarta de bodas abandonada.

Su llegada estimuló en seguida la actividad. Robots con tres ruedas se acercaron al aspa desde lugares diferentes, rotando armas de luz atómica en tanto se le aproximaban.

Nadie, pensó Smithlao, entraría aquí sin ser invitado. Gunpat no era un hombre sociable, ni siquiera a tenor de lo que se entendía en la época por sociabilidad; la desgracia de tener una hija como Ployploy había servido para acentuar el lado más moroso de su temperamento melancólico.

—Diga quién es —exigió la máquina que iba en vanguardia. Era fea y sin brillo, y recordaba vagamente al sapo.

—Soy J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat —replico Smithlao; había pasado por estos protocolos en todas sus visitas. Al hablar, mostraba su rostro a la máquina. Ésta gruñó, llevando a su memoria facciones e información.

—Es usted J. Smithlao —dijo la máquina—, psicodinámico de Charles Gunpat. ¿Qué quiere?

Maldiciendo la monstruosa parsimonia, Smithlao se dirigió al robot:

—Tengo una cita a las diez con Charles Gunpat para vigorización del odio —y esperó mientras la máquina digería lo recién dicho.

—Tiene usted una cita a las diez con Charles Gunpat para una vigorización del odio —confirmó el robot al cabo—. Venga por aquí.

Dio media vuelta con gracia sorprendente y habló a los otros dos robots asegurándoles la información y repitiendo mecánicamente:

—Es J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat. Tiene una cita a las diez con Charles Gunpat para una vigorización del odio —por si no hubieran captado los datos.

Entre tanto, Smithlao se dirigía a su aspa. La parte de la cabina que lo contuviera se prolongó y posó las ruedas en el suelo firme convirtiéndose en un automóvil. Transportando a Smithlao, siguió a los robots en dirección a la gran mansión.

Ascendieron unas pantallas automáticas cubriendo las ventanas mientras Smithlao se desplazaba en dirección a los humanos. Ahora sólo podía ver y ser visto a través de las telepantallas. Era tal el odio (y también el miedo) que el hombre sentía hacia su semejante que era incapaz de afrontar su vista directamente.

Siguiéndose la una a la otra, las máquinas ascendieron a las terrazas a través del gran porche, donde quedaron cubiertas por una niebla de desinfectante, y luego a lo largo de un laberinto de pasillos, hasta arribar finalmente a la presencia de Charles Gunpat.

La sombría cara de Gunpat mostraba en la pantalla del automóvil la parte más benévola del disgusto que sentía al ver a su psicodinámico. Normalmente, solía autocontrolarse, lo que desdecía de sus hábitos en las reuniones de negocios, en las que el truco estaba en acobardar a cualquier oponente mediante aparatosas manifestaciones de rabia. Por esa razón siempre se instaba a Smithlao a que administrase una vigorización del odio cuando algo importante aparecía en el horario del día.

La máquina de Smithlao condujo a éste hasta quedar a una yarda de la imagen de su paciente, mucho más cerca de lo que requería la cortesía.

—Llego tarde —comenzó Smithlao, a propósito— porque me resulta imposible permanecer frente a su ofensiva presencia ni un minuto más de lo necesario. Tenía la esperanza de sufrir, en mi tardanza, algún feliz accidente que me librase de esa estúpida nariz suya sita en su (¿cómo bautizarla?)
cara
. Pero, por el diablo, aún sigue ahí, con sus dos agujeros abiertos en su cráneo como un par de ratoneras. A menudo me he preguntado, Gunpat, si no ha metido alguna vez sus pies planos en esos pozos.

Observando atentamente el rostro de su paciente, Smithlao vio apenas un tímido florecimiento de irritación. Sin ninguna duda, Gunpat era un hombre difícil de provocar. Pero, por fortuna, Smithlao era un experto en su profesión; procedió a ejercer el insulto sutil.

—Aunque, claro, si ello ocurriera nunca se caería usted al suelo, porque es demasiado imbécil para distinguir lo que está arriba de lo que está abajo. Ni siquiera sabe cuántos robots hacen cinco robots. Vaya, como que cuando va a la capital, el Centro de Apareamiento, ni siquiera se da cuenta de que un hombre tiene que salir de su pantalla. El tontorrón de Gunpat se imagina que hay que fornicar por la telepantalla. ¿Cuál es el resultado? Una hija chiflada ¡una hija chiflada, Gunpat! ¿No te hace llorar? Piensa lo que se reirán con eso tus enemigos de la Automoción. Dirán de ti: «Gunpat el del telecondón y su hija la pija». Y añadirán: «No puede controlar que sus genes le resulten tan semejantes».

Las mofas estaban obteniendo los efectos deseados. Una mueca se estaba extendiendo sobre la imagen del rostro de Gunpat.

—Tú mismo dijiste que tu hija no era más que una retrasada mental —le espetó.

La respuesta estaba comenzando a aflorar. Era un buen signo. Su hija era siempre un punto flaco en el conjunto del blindaje.

—¡Retrasada mental! —se burló Smithlao—. ¿Cuánto retraso eres capaz de manifestar tú? ¿Es una chica
amable
? ¿Me oyes, eh, me oyes a través de las cerdas de tus orejas? ¿Le gusta
joder
? —cloqueó con una risa irónica—. ¡Cuánta obscenidad, saco de incestos! No puede odiar para salvarse. No es mejor que una salvaje. Es peor que esto: ¡está loca!

—No está loca —dijo Gunpat, asiendo ambos lados de la pantalla. A esta marcha, estaría listo para la conferencia en diez minutos.

—¿Que no está loca? —dijo el psicodinámico, dando a su voz un tono de chanza—. Oh, no, Ployploy no está loca: lo que ocurre es que el Centro de Apareamiento la ha rechazado hasta para parir, eso es lo que pasa. El Gobierno Imperial le ha negado el derecho al televoto, eso es lo que pasa. La Sociedad Educativa la ha relegado a recreos beta, eso es lo que pasa. Está aquí prisionera porque es un genio, ¿no? Estás chiflado, Gunpat, no te das cuenta de que está como un cencerro. Hasta me dirás por esa bocaza de puerco que ni siquiera tiene el rostro pálido.

Gunpat hizo sonidos guturales.

—¡No te atrevas a mencionar eso! —jadeó—. Además, ¿qué pasa si su cara tiene., ese color?

—Haces unas preguntas de majadero, no vale la pena que te molestes así —dijo Smithlao con dulzura—. Tu problema, Gunpat, es que tu cabeza de carnero es blanca porque es una puerca regresión. Nuestros antiguos enemigos eran blancos. Ocuparon esta parte del globo, Ingla Terra y Eu Ropa, hasta que nuestros antepasados se alzaron en el Este y les arrebataron los antiguos privilegios que durante tanto tiempo habían venido gozando a nuestras expensas. Nuestros antepasados se mezclaron con los supervivientes, ¿me equivoco?

»Unas cuantas generaciones después, el linaje blanco fue obliterado, diluido, perdido. No se ha visto una cara blanca sobre la tierra desde antes de la terrible Era de la Superpoblación: para ser generosos, digamos que desde hace mil quinientos años. Pero hete aquí que el recesivo Señor Gunpat lanza una moza tan blanca como la nieve. ¿Qué te dieron en el Centro de Apareamiento, muchacho, una mujer de las cavernas?

Gunpat estalló con furia, agitando su puño ante la pantalla.

—¡Estás despedido, Smithlao! —bramó—. ¡Esta vez has ido demasiado lejos, por muy cochino psicodinámico que seas! ¡Largo! ¡Vamos, lárgate y no vuelvas nunca más! ¡Esta casa te cierra las puertas para siempre!

Abruptamente, gritó a su auto-operador para que le comunicara con la conferencia. Estaba con el humor ideal para negociar con Automoción y sus bandidos.

Cuando la airada imagen de Gunpat se desvaneció de la pantalla, Smithlao suspiró y se relajó. La vigorización del odio había sido un éxito. El supremo logro en su profesión consistía en ser echado a gritos al final de la sesión; Gunpat sería el primero en volver a contratarlo la próxima vez. De lo contrario, Smithlao no sentía el triunfo. En su profesión era necesaria una completa exploración de la psicología humana; tenía que conocer hasta los puntos más recónditos del hombre, los puntos más sensibles. Tanteando esos puntos hábilmente, arrastraría al hombre a la acción.

Sin esos arranques, los hombres, desvalidos, eran presas del letargo, amasijos llevados de aquí para allá por las máquinas. Los antiguos mandos habían desaparecido.

Smithlao permaneció sentado, oteando el pasado y el futuro.

Al agotar el suelo, el hombre se había agotado a sí mismo. La psique y un suelo viciado no podían existir simultáneamente; era así de sencillo y lógico.

Tan sólo las eventuales mareas de odio y rabia concedían al hombre ímpetu suficiente para proseguir. De otro modo, el hombre no era sino una mano muerta en medio de un mundo mecanizado.

—Así se extingue una especie —pensó Smithlao, preguntándose si alguien más lo habría pensado. Quizá el Gobierno Imperial lo supiera todo al respecto, pero era incapaz de hacer nada; a fin de cuentas, ¿qué más podía hacerse aparte de lo ya hecho?

Smithlao era un hombre superficial: dato inevitable en una sociedad endogámica tan debilitada que no podía afrontar su propia debilidad. Tras descubrir el formidable problema, se sentía impelido a olvidarlo para evadir su impacto, y eludir cualquier implicación personal que pudiera albergar. Dio un gruñido a su automóvil, se dio la vuelta y decidió irse a casa.

Puesto que los robots de Gunpat ya se habían marchado, Smithlao recorrió solo el camino de vuelta. Pronto se encontró de regreso al aspa, inmóvil bajo los olmos.

Antes de que el automóvil se incorporase al conjunto del aspa, un movimiento llamó la atención de Smithlao. Medio oculta por una galería, Ployploy permanecía de pie apoyada en una esquina del edificio. Con repentino impulso de curiosidad, Smithlao salió del automóvil. El aire libre, además del movimiento, prodigaba un cúmulo de rosas, nubes y objetos verdes oscurecidos por el presentimiento del otoño. Aquello asustó a Smithlao, pero un impulso aventurero le hizo proseguir.

La chica no miraba hacia él, sino hacia la barrera de árboles que la aislaba del mundo. Mientras Smithlao se acercaba, ella retrocedió hacia la parte trasera de la casa manteniendo todavía la vista fija en el mismo punto. La siguió con precaución y fue ganándole terreno aprovechando la oportunidad que le brindaba una pequeña plantación. Un jardinero metálico, sin advertir su presencia, siguió inclinado con sus tijeras de podar sobre un macizo de hierba.

Ployploy ya se encontraba en la parte trasera de la casa. El viento, al tiempo que agitaba sus ropas, inclinaba las hojas contra ella. El aire suspiraba en el extraño y desolado jardín lo mismo que el espíritu del hado cernido sobre una pila bautismal, arruinando las rosas tardías. Poco después, los émulos de pétalos serían absorbidos por senderos, césped y patio merced al trabajo del acerado jardinero, pero de momento ascendían en diminuta marea alrededor de los pies de la muchacha.

Una extravagante arquitectura volcaba su sombra sobre Ployploy. Una fantasía rococó de la vieja Italia se había confundido con el genio chino para componer un portal y un techo fantásticos. Las balaustradas emergían y descendían, las escalinatas rodeaban arcadas circulares, y los aleros grises y azur se desparramaban casi hasta el suelo. Sin embargo, todo tenía un aspecto triste: las enredaderas, apuntando ya su gloria por venir, se arrastraban en torno a la base de estatuas marmóreas; acumulaciones de pétalos de rosa trababan las escalinatas. Todo aquello conformaba el paisaje de fondo ideal contra el que destacaba la desamparada silueta de Ployploy.

Salvo por el delicado rosa de sus labios, su rostro era enfermizamente pálido. Su cabello era horrendamente negro; pendía recto, ceñido tan sólo en un punto de su nuca, conformando a partir de ahí una cola que alcanzaba su cintura. Parecía verdaderamente loca con aquellos melancólicos ojos mirando hacia los grandes olmos como si éste fuera el límite último de su vista. Smithlao se volvió para ver qué era lo que miraba la muchacha con tanto interés.

El salvaje al que había divisado desde el aire se encontraba, en aquel momento, abriéndose paso por entre los matorrales que crecían junto a los olmos.

Una repentina lluvia cayó entonces, repiqueteando sobre las secas hojas de los arbustos. Semejante a un aguacero primaveral, duró unos instantes; en el intervalo, Ployploy ni siquiera alteró su posición, y el salvaje tampoco. En seguida apareció el sol calcinador derramando las luces y las sombras de los olmos sobre la mansión, transformando cada flor en un enjoyado camafeo de lluvia.

Smithlao volvió a pensar en lo que ya pensara en la estancia de Gunpat, es decir: la inminencia del fin del hombre. Y añadió: cuando el parásito llamado hombre se extinga, para la Naturaleza será muy fácil comenzar de nuevo.

BOOK: La bóveda del tiempo
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