La cabaña del tío Tom (23 page)

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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Padre, ¿qué pasará si te descubren otra vez? —preguntó Simeon hijo al untar de mantequilla su bollo.

—Pagaré la multa —dijo Simeon en voz queda.

—¿Y si te metieran en la cárcel?

—¿No sabríais llevar la granja tú y madre? —preguntó Simeon, sonriendo.

—Madre sabe hacer casi cualquier cosa —dijo el muchacho—. ¿Pero no es una vergüenza que hagan semejantes leyes?

—No debes hablar mal de tus gobernantes, Simeon —dijo gravemente su padre—. El Señor sólo nos da los bienes terrenales para que hagamos justicia y caridad; si nuestros gobernantes nos piden un precio por ello, debemos pagarlo.

—¡Pues yo odio a los negreros! —dijo el muchacho, que se sentía tan poco cristiano como correspondía a cualquier reformador moderno.

—Me sorprendes, hijo —dijo Simeon—; tu madre no te ha enseñado esas cosas. Yo haría lo mismo por el amo que por su esclavo, si el Señor lo llevase afligido a mi puerta.

Simeon hijo se puso de color escarlata; pero su madre sólo se sonrió y dijo:

—Simeon es un buen muchacho; ya crecerá y será igual que su padre.

—Espero, buen señor, que no se halle usted expuesto a peligros por nosotros —dijo George, ansioso.

—No temas, George, que para eso venimos al mundo. Si no quisiéramos enfrentarnos a los peligros por una buena causa, no seríamos dignos de nuestro nombre.

—Pero, por mi causa —dijo George—, no lo soportaría.

—No temas, entonces, amigo George; no es por ti, sino por Dios y por el hombre que lo hacemos —dijo Simeon—. Y ahora, hoy debes mantenerte oculto y esta noche a las diez Phineas Fletcher te llevará al puesto siguiente, a ti y a todo tu grupo. Los perseguidores os pisan los talones; no hay tiempo que perder.

—Si es así, ¿por qué esperar a la noche? preguntó George.

—Estás a salvo aquí a la luz del día, porque todos los de la colonia son amigos y todos vigilamos. Hemos comprobado que es más seguro viajar de noche.

Capítulo XIV

Evangeline

¡Una nueva estrella que iluminaba la vida, demasiado dulce para semejante espejo! Un ser hermoso, apenas formado o moldeado, una rosa con los pétalos aún por abrir
[21]
.

¡El Misisipí! Cuánto han cambiado sus paisajes, como tocados por una varilla mágica, desde que Chateaubriand escribiera sobre él en prosa poética como un río de inmensas soledades, extendiéndose sin interrupción entre las maravillas inimaginables de la existencia vegetal y animal.

Pero en una hora este río de ensueño y de fábulas salvajes ha despertado a una realidad no menos visionaria y espléndida. ¿Qué otro río del mundo lleva a cuestas hasta el océano las riquezas y las empresas de un país semejante, un país cuyos productos incluyen todas las cosas entre los trópicos y los polos? Aquellas aguas turbulentas que se lanzan espumosas hacia adelante son un digno reflejo del precipitado flujo de negocios que navegan sobre sus olas dirigidos por la raza más vehemente y enérgica que el viejo mundo haya conocido jamás. ¡Ojalá no llevaran también una carga tan terrible! las lágrimas de los oprimidos, los suspiros de los desvalidos, las amargas oraciones elevadas por pobres corazones ignorantes a un Dios desconocido; desconocido, invisible y callado, pero que aún «¡saldrá de su lugar para salvar a todos los pobres de la tierra!».

La luz oblicua del sol poniente tiembla sobre la extensión oceánica del río; las vibrantes cañas y los altos cipreses pardos, engalanados con coronas de oscuro musgo fúnebre, resplandecen bajo los rayos dorados, mientras el cargado barco de vapor sigue avanzando.

Bajo balas de algodón procedentes de muchas plantaciones apiladas en la cubierta hasta la borda, que lo hacen parecer desde lejos una enorme mole gris, se va acercando al mercado cada vez más próximo. Debemos buscar un rato entre las cubiertas atiborradas hasta encontrar a nuestro humilde amigo Tom. En lo alto de la cubierta superior, en un recoveco formado entre las omnipresentes balas de algodón, lo encontramos por fin.

En parte debido a la confianza que le habían infundido las manifestaciones del señor Shelby y en parte gracias a su propio carácter tranquilo e inofensivo, Tom había conseguido ganar la confianza incluso de un hombre como Haley.

Al principio, éste lo había vigilado estrechamente durante el día y no lo había dejado dormir sin grilletes por la noche; pero la paciencia impasible y la aparente conformidad de la forma de ser de Tom lo llevaron poco a poco a desistir de estas medidas represivas y Tom llevaba ya un tiempo disfrutando de una especie de libertad bajo palabra, que le permitía ir y venir a su antojo por el barco.

Siempre discreto, servicial y dispuesto a echar una mano en cualquier emergencia que ocurriese entre los trabajadores de abajo, se había granjeado la buena opinión de todos ellos y pasaba muchas horas ayudándoles con la misma buena voluntad con la que trabajara antes en la granja de Kentucky.

Cuando no parecía quedar nada para hacer, se encaramaba a un nicho entre las balas de algodón de la cubierta superior y se ocupaba en estudiar la Biblia; y allí es donde lo encontramos ahora.

Durante unas cien millas al norte de Nueva Orleáns, el río está más alto que la tierra de alrededor y su inmenso volumen discurre entre enormes diques de veinte pies de altura. El pasajero que se halla en la cubierta del barco de vapor domina todo el paisaje en muchas millas a la redonda como si fuese desde lo alto de un castillo flotante. Por lo tanto Tom tenía extendido ante él, plantación tras plantación, un mapa de la vida que le esperaba.

Vio a los esclavos trabajando a lo lejos; vio en lontananza sus aldeas de casuchas que relucían en largas hileras en muchas plantaciones, alejadas de las casas solariegas y las zonas de recreo de los amos; y al desenrollarse el cuadro móvil, su pobre corazón simple miraba atrás a la granja de Kentucky con sus viejas hayas frondosas, a la casa del amo, con sus amplios salones frescos y, cerca de ella, la pequeña cabaña cubierta con la rosa de pitiminí y la bignonia. Le pareció ver los rostros familiares de compañeros que habían crecido junto a él; vio a su atareada esposa, trajinando entre los preparativos de las cenas; oyó las risas alegres de sus hijos mientras jugaban y los gorjeos del bebé en su regazo; y después, de golpe, se desvaneció todo y volvió a ver deslizarse los cañaverales y los cipreses y las plantaciones y volvió a oír los crujidos y los gemidos de las máquinas, y todo le decía con demasiada claridad que esa fase de su vida había desaparecido para siempre.

En semejantes circunstancias, usted escribiría a su esposa y mandaría mensajes a sus hijos; pero Tom no podía escribir, el correo no existía para él y no había ni una palabra ni un gesto amigo para llenar el abismo de la separación.

¿Es de extrañar, entonces, que caigan algunas lágrimas sobre las páginas de su Biblia cuando la apoya en una bala de algodón y traza sus promesas siguiendo con un dedo vacilante, una a una, las palabras? Como aprendió de mayor, Tom leía despacio y pasaba trabajosamente de un versículo al siguiente. Tenía la suerte de que el libro que leía no podía estropearse por una lectura pausada, sino que sus palabras, como lingotes de oro, parecían necesitar pesarse por separado para que la mente aprehendiese su incalculable valor. Observémoslo un momento mientras lee, señalando cada palabra y pronunciándola con voz baja:

«Que… no… se… agite… tu… corazón. En… la… casa… de… mi… Padre… hay… muchas… mansiones. Voy… a… preparar… un… sitio… para… ti».

Cuando Cicerón enterró a su queridísima hija única, su corazón estaba tan repleto de sincera pena como el de Tom, no más, pues ambos no eran sino hombres; pero Cicerón no podía detenerse con palabras de esperanza tan sublimes, ni podía esperar tal reunión futura; y si las hubiera podido leer, lo más probable es que no las habría creído; primero habría tenido que llenarse la cabeza con mil preguntas sobre la autenticidad del manuscrito y la exactitud de la traducción. Pero, para el pobre Tom, allí estaba, exactamente lo que le hacía falta, tan claramente cierto y divino que no le pasó por la cabeza la posibilidad siquiera de cuestionarlo. Debía de ser cierto porque, si no era cierto, ¿cómo iba a vivir?

En cuanto a la Biblia de Tom, aunque no contenía anotaciones ni apuntes de lectores doctos en los márgenes, sí estaba adornada con ciertos hitos y directrices de la propia cosecha de Tom que le ayudaban más de lo que lo hubieran podido hacer las explicaciones más eruditas. Había sido su costumbre hacer que le leyeran los hijos de su amo, especialmente el señorito George; y, mientras leían, él marcaba con rayas y líneas bien delineadas a pluma los pasajes que más gratificaban su oído o conmovían su corazón. Así toda su Biblia estaba marcada, de principio a fin, con una variedad de estilos y designaciones; de esta forma, en un momento podía localizar sus pasajes preferidos sin tener que ir deletreando lo que había entre ellos; así, allí ante sus ojos, con cada pasaje recordando alguna escena de casa y rememorando alguna diversión pasada, su Biblia parecía representar todo lo que le quedaba de su vida, además de la promesa de una vida futura.

Entre los pasajeros del barco había un joven caballero de gran fortuna y buena familia, residente en Nueva Orleáns, que se llamaba St. Clare. Tenía con él a una hija de entre cinco y seis años de edad, además de una dama que parecía ser pariente de ambos, y estar especialmente encargada del cuidado de la pequeña.

Tom había vislumbrado a menudo a esta niña, pues era una de esas criaturas inquietas y bulliciosas que son tan difíciles de atrapar en un solo lugar como un rayo de sol o una brisa de verano, pero era de aquellas personas imposibles de olvidar una vez se las ha visto.

Su cuerpo poseía la perfección de la belleza infantil, sin la gordura y solidez habituales. Tenía la gracia liviana y etérea que se podría atribuir a un ser mítico y alegórico. Su rostro llamaba la atención menos por su hermosa perfección de facciones que por la sinceridad singular y soñadora de su expresión, que sorprendía a los idealistas cuando la contemplaban y que impresionaba incluso a los más lerdos sin que supieran muy bien por qué. La forma de la cabeza y el contorno del cuello y del busto eran especialmente nobles y la larga melena dorada que flotaba como una nube alrededor, la seriedad profundamente espiritual de sus ojos azul violeta, sombreados por tupidas pestañas de color castaño claro: todo ello la distinguía de los demás niños y hacía que todo el mundo volviera la cabeza para verla cuando se deslizaba de un lado del barco al otro. Sin embargo, la pequeña no era lo que podría llamarse una niña seria o triste. Al contrario, un aire inocente y juguetón parecía revolotear alrededor de su rostro infantil y su cuerpo ágil como la sombra de las hojas en verano. Siempre estaba moviéndose, con una sonrisa dibujada a medias en su boca rosada, correteando de aquí para allá con unos pasos ligeros y ondulantes, canturreando para sí como si estuviese soñando. Su padre y su cuidadora estaban incesantemente ocupados persiguiéndola; pero cuando la cogían, se esfumaba de nuevo como una nube veraniega; y como, hiciera lo que hiciese, no recibía una palabra de reproche, hacía lo que le placía por todo el barco. Siempre vestida de blanco, parecía deslizarse como una sombra por todo tipo de lugares sin mancharse lo más mínimo; y no había rincón donde no hubiesen pisado sus pies de hada ni recoveco que no hubiese sido visitado por la cabecita dorada con sus ojos de azul profundo.

Cuando levantaba los ojos de su ardua tarea, el fogonero a veces veía esos ojos dirigidos con fascinación hacia las profundidades rugientes de la caldera y después, con horror y lástima, hacia él, como si creyera que estaba en terrible peligro. Después el timonel se paraba y sonreía al ver asomarse la bella cabeza en la ventana de la sala de máquinas, para desaparecer un momento más tarde. Mil veces al día la bendecían rudas voces, y sonrisas de una dulzura inusitada cruzaban ásperos rostros a su paso; y cuando pasaba sin miedo por lugares peligrosos, manos rugosas y sucias se extendían involuntariamente para allanarle el camino.

Tom, que tenía la naturaleza dulce y impresionable de su bondadosa raza que se inclina siempre hacia lo puro y lo sencillo, observaba a la pequeña con un interés que crecía día a día. Le parecía una cosa casi divina; y cuando se asomaban la cabeza dorada y los ojos azules desde detrás de alguna oscura bala de algodón o lo miraba por encima de una colina de paquetes, casi creía que veía a un ángel surgido de su Nuevo Testamento.

Muchas veces se paseaba ella con tristeza por los lugares donde estaban encadenados los hombres y mujeres de la cuadrilla de Haley. Se deslizaba entre ellos, mirándolos con un aire de perplejidad y pena; a veces levantaba las cadenas con sus finas manos y suspiraba melancólicamente mientras se alejaba. Varias veces apareció de repente ante ellos con las manos llenas de caramelos, frutos secos y naranjas, que repartía alegremente entre ellos antes de desaparecer de nuevo.

Tom había observado mucho a la pequeña dama antes de cualquier intento de hacer amistad. Conocía infinidad de pequeños actos que propiciaban e invitaban a la gente menuda a acercarse, y decidió desempeñar con mucha habilidad su papel. Sabía tallar cestitas con huesos de cereza, sabía dibujar caras grotescas sobre las nueces de pacana y fabricar extrañas figuras móviles con pulpa de saúco y era un verdadero Pan a la hora de modelar silbatos de todos los tamaños y formas. Llevaba los bolsillos llenos de toda suerte de objetos atractivos, que había juntado en tiempos pasados para los hijos de su amo y que sacó ahora, uno por uno, con loable parsimonia y lentitud, como invitaciones a la amistad.

La pequeña era tímida, a pesar de su vivo interés por todo lo que ocurría a su alrededor, y no era fácil de domar. Durante algún tiempo, solía posarse como un canario sobre alguna caja o algún paquete cerca de donde Tom se entretenía con las artimañas antes descritas, y, con una especie de vergüenza y seriedad, coger los artículos que le ofrecía. Pero finalmente se hicieron bastante amigos.

—¿Cómo se llama la señorita? —preguntó Tom por fin, cuando creyó que era el momento de hacer tales indagaciones.

—Evangeline St. Clare —dijo la pequeña— aunque papá y mamá y todo el mundo me llaman Eva. ¿Y cómo te llamas tú?

—Me llamo Tom; los niños me llamaban tío Tom, allá en Kentucky.

—Entonces yo también pienso llamarte tío Tom porque, verás, me caes bien —dijo Eva—. Así, pues, tío Tom, ¿adónde te diriges?

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