Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
Cassy comenzó a inquietarse. Empezaba a creer que él sospechaba algo, y finalmente decidió encomendarse por completo a su generosidad y confiarle toda su historia.
George estaba dispuesto a compadecerse de corazón de cualquiera que se hubiera escapado de la plantación de Legree, un lugar del que no podía hablar y que no podía recordar sin perder la paciencia, y, con la osada despreocupación por las consecuencias característica de su edad y posición, le aseguró que haría todo lo que estaba en su mano por protegerlas y ayudarlas.
El camarote contiguo al de Cassy estaba ocupado por una dama francesa que se apellidaba de Thoux, que viajaba acompañada de su bonita hija de unos doce años de edad.
Habiendo deducido por la conversación de George que era de Kentucky, parecía deseosa de hacer amistad con él; para este propósito, las gracias de su hija la ayudaban mucho, pues era un juguete tan divertido como jamás hubiese aliviado el aburrimiento de quince días de viaje en un barco de vapor.
La silla de George estaba a menudo en la puerta de su camarote, y Cassy oía su conversación desde donde se hallaba sentada en la cubierta.
Madame de Thoux hacía unas preguntas muy prolijas sobre Kentucky, donde había vivido en una época anterior de su vida. George descubrió con sorpresa que su antigua residencia debía de estar en su propio vecindario, pues sus indagaciones demostraban tener un conocimiento de personas y cosas de su zona que le resultaba muy sorprendente.
—¿Conoce usted —preguntó Madame de Thoux un día a algún hombre de su contorno que se llame Harris?
—Un anciano con ese nombre vive no muy lejos de la casa de mi padre —dijo George—. Sin embargo, no le hemos tratado mucho.
—Posee muchos esclavos, según creo —dijo Madame de Thoux con un aire que parecía revelar más interés del que estuviera dispuesta a demostrar abiertamente.
—Es verdad —dijo George, con aspecto bastante sorprendido por su forma de actuar.
—¿Y ha oído hablar… quizás haya oído hablar de un mulato que tenía, que se llamaba George?
—Desde luego: George Harris; lo conozco bien. Se casó con una criada de mi madre, pero se ha escapado al Canadá.
—¿De veras? —dijo rápidamente Madame de Thoux—. ¡Gracias a Dios!
George puso cara de sorpresa, pero no dijo nada. Madame de Thoux apoyó la cabeza en la mano y rompió a llorar.
—¡Es mi hermano! —dijo.
—¡Señora! —dijo George con un tono de gran sorpresa.
—Sí —dijo Madame de Thoux, levantando orgullosa la cabeza y enjugándose las lágrimas—, señor Shelby, ¡George Harris es mi hermano!
—¡Estoy totalmente atónito! —dijo George, empujando su silla hacia atrás un poco y mirando a Madame de Thoux.
—A mí me vendieron en el sur cuando él era niño —dijo ella—. Me compró un hombre bueno y generoso. Me llevó con él a las Antillas, me liberó y se casó conmigo. Hace poco se ha muerto, y me dirijo a Kentucky a ver si encuentro a mi hermano y lo redimo.
—Le he oído hablar de una hermana llamada Emily, que fue vendida en el sur —dijo George.
—Desde luego: soy yo —dijo Madame de Thoux—, dígame, ¿qué clase de…?
—Un joven estupendo —dijo George—, a pesar de la maldición de la esclavitud que arrastraba. Tenía un carácter de primera, tanto por su inteligencia como por sus principios. Yo lo sé bien, ¿comprende usted?, porque se casó con una de mi familia.
—¿Qué clase de joven? —preguntó con interés Madame de Thoux.
—Un tesoro —dijo George—; una muchacha bella, inteligente y amable. Muy piadosa. Mi madre la crió y la educó con tanto esmero, casi, como si fuera su propia hija. Sabía leer y escribir, bordar y coser maravillosamente, y cantaba muy bien.
—¿Nació en casa de ustedes? —preguntó Madame de Thoux.
—No. Mi padre la compró en uno de sus viajes a Nueva Orleáns y la trajo de regalo para mi madre. Tenía unos ocho o nueve años entonces. Mi padre nunca quiso decir a mi madre lo que pagó por ella, pero el otro día, mientras revisábamos viejos papeles suyos, encontramos el contrato de venta. Pagó una suma exorbitante, desde luego, supongo que por su belleza extraordinaria.
George estaba sentado de espaldas a Cassy y no vio la expresión absorta de su rostro mientras contaba estos detalles.
En este punto de su historia, le tocó el brazo y, con la cara pálida de ansiedad, le preguntó:
—¿Sabe el nombre de la persona a quien se la compró?
—Un hombre llamado Simmons, creo, era el autor de la transacción. Por lo menos, creo que ése era el nombre que figuraba en el contrato.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Cassy y cayó desmayada al suelo de la cubierta.
Ahora George puso manos a la obra, y Madame de Thoux también. Aunque ninguno de los dos podía adivinar la causa del desmayo de Cassy, hicieron todo el alboroto propio de tales ocasiones: George volcó una jarra de agua y rompió dos vasos en su afán por socorrerla y varias señoras del salón, al enterarse de que alguien se había desmayado, se agolparon en la puerta del camarote, bloqueando en lo posible todo el aire, de modo que, en conjunto, se hizo todo lo que se podía esperar.
¡Pobre Cassy! Cuando recuperó el conocimiento, volvió la cara hacia la pared y lloró y sollozó como una niña; quizás tú, madre, puedes figurarte lo que pensaba, o quizás no puedas. Pero en ese momento, ella estaba segura de que Dios se había apiadado de ella y de que volvería a ver a su hija, como ocurrió, meses más tarde, cuando… pero nos adelantamos a los hechos.
Resultados
El resto de nuestra historia se cuenta enseguida. George Shelby, impulsado como cualquier joven por el romanticismo del incidente y por sentimientos humanitarios, se tomó la molestia de enviar a Cassy el contrato de venta de Eliza, cuya fecha y nombre correspondían con lo que ella sabía del asunto, por lo que no tuvo duda sobre la identidad de su hija. Ahora sólo le quedaba seguir las huellas de los fugitivos.
Madame de Thoux y ella, unidas de esta forma por la singular coincidencia de sus fortunas, se dirigieron al Canadá de inmediato e iniciaron un viaje de búsqueda por todos los puestos donde acudían los fugitivos de la esclavitud. En Amherstberg conocieron al misionero que había cobijado a George y Eliza cuando llegaron al Canadá, y, a través de él, pudieron ubicar a la familia en Montreal.
George y Eliza llevaban ya cinco años en libertad. George había encontrado un trabajo estable en el taller de un amable mecánico, donde ganaba suficiente dinero para mantener bien a su familia que, mientras tanto, había aumentado con el nacimiento de una hija.
El pequeño Harry, un muchacho simpático e inteligente, iba a un buen colegio, donde hacía grandes progresos.
El buen párroco de Amherstberg, donde George había tomado tierra, se interesó tanto por las declaraciones de Madame de Thoux y Cassy que cedió a la petición de aquélla de acompañarlas a Montreal para buscarlos, corriendo ella con los gastos del viaje.
El escenario cambia ahora a un pequeño y aseado bloque de viviendas en las afueras de Montreal; la hora, el atardecer. Un alegre fuego arde en el hogar; la mesa, cubierta con un níveo mantel, está puesta para la cena. En un rincón de la habitación hay una mesa cubierta con una tela verde, con una escribanía abierta, plumas y papel y encima un estante con unos libros cuidadosamente elegidos.
Era el estudio de George. El mismo afán por mejorarse que le había impulsado a aprender a escondidas las codiciadas artes de la lectura y la escritura cuando era niño le seguía animando a dedicar todo su tiempo libre a su propia educación.
En este momento está sentado a la mesa, tomando apuntes de un volumen de la biblioteca familiar que ha estado leyendo.
—Vamos, George —dice Eliza—, has estado todo el día fuera. Deja ese libro y charlemos mientras preparo la cena, venga.
Y la pequeña Eliza secunda la petición acercándose con pasos inseguros a su padre e intentando arrancarle el libro de las manos para colocarse en su regazo.
—¡Eh, brujilla! —dijo George, cediendo como lo haría cualquier hombre en las mismas circunstancias.
—Eso está bien —dijo Eliza, al empezar a cortar rebanadas de una barra de pan. Parece algo mayor, un poco más llena y más matrona de aspecto que antaño, pero evidentemente tan feliz como cualquier mujer.
—Harry, muchacho, ¿qué tal el problema de aritmética de hoy? —preguntó George, poniendo la mano sobre la cabeza de su hijo.
Harry ha perdido sus largos rizos, pero nunca perderá aquellos ojos y aquellas pestañas o la frente alta y noble, que se ruboriza de triunfo cuando contesta:
—¡Lo he hecho todo yo solo, padre, y nadie me ha ayudado!
—Eso es —dijo su padre—; sólo confía en ti mismo, hijo. Tienes más posibilidades de las que tuvo tu pobre padre.
En este momento se oye una llamada a la puerta; Eliza va a abrirla. Su entusiasmada exclamación «¡Oh, es usted!» atrae a su marido, quien da la bienvenida al buen pastor de Amherstberg. Hay dos mujeres con él y Eliza las invita a sentarse.
Bien, si hemos de decir la verdad, el honrado pastor había preparado un pequeño programa de cómo tenía que desarrollarse el acontecimiento; mientras subían, se habían exhortado unos a otros a no revelar el secreto enseguida sino a seguir el plan previsto.
Se pueden imaginar, entonces, la consternación del buen hombre, que acababa de hacer un gesto para que se sentaran las mujeres y sacaba el pañuelo para limpiarse la boca en preparación para pronunciar debidamente su discurso de presentación, cuando Madame de Thoux estropeó todo el plan lanzando los brazos alrededor del cuello de George y revelándolo todo con las palabras:
—¡Oh, George! ¿No me conoces? Soy tu hermana Emily. Cassy se había sentado más tranquilamente y hubiera representado muy bien su papel si no se le hubiera puesto delante la pequeña Eliza, idéntica en la forma de cada rasgo y cada rizo a su hija la última vez que la vio. La pequeña le escudriñó el rostro y Cassy la cogió en sus brazos y la apretó contra su pecho diciendo lo que en ese momento le parecía la verdad:
—¡Cariño, soy tu madre!
De hecho fue bastante difícil hacer las cosas por el orden correcto, pero el buen pastor consiguió por fin que se callara todo el mundo y pudo pronunciar el discurso con el que había pretendido abrir la ceremonia y que le salió tan bien que al final todo su público lloraba a su alrededor de un modo que debía de satisfacer a cualquier orador antiguo o moderno.
Se arrodillaron juntos y el buen hombre rezó, pues hay algunos sentimientos que son tan agitados y tumultuosos que sólo permiten descansar cuando se han desahogado en el amoroso pecho del Todopoderoso; después, levantándose, los miembros de la familia reunida se abrazaron con una sagrada fe en Dios, que los había reunido tras tantos peligros y por caminos tan misteriosos.
El cuaderno de un misionero que trabaja con los fugitivos en Canadá contiene historias verdaderas más extrañas que la ficción. ¿Cómo iba a ser de otra manera, si prevalece un sistema que alborota a las familias y dispersa a sus miembros, tal como el viento alborota y dispersa las hojas en otoño? Esta orilla de asilo, como la orilla eterna, a menudo vuelve a reunir en feliz comunión a corazones que han llorado sus pérdidas durante largos años. Y es tremendamente emotivo el entusiasmo con el que acogen a cada recién llegado por si puede traer noticias de la madre, la hermana, el hijo o la esposa que aún se encuentra hundido en las tinieblas de la esclavitud.
Se urden aquí hazañas más heroicas que románticas en las que el fugitivo desafía la tortura e incluso la muerte volviendo voluntariamente sobre sus pasos a los terrores y peligros de esa oscura tierra para rescatar a su hermana, madre o esposa.
Un misionero nos ha hablado de un joven que se escapó de nuevo tras ser capturado dos veces y azotado vergonzosamente por su valor; en una carta que escribió y que nos han leído cuenta que va a regresar por tercera vez para sacar a su hermana. Mi buen lector, ¿este hombre es un héroe o un delincuente? ¿No haría usted lo mismo por su hermana? ¿Puede usted condenarle?
Pero volvamos con nuestros amigos, a los que dejamos enjugándose las lágrimas y recuperándose de una alegría demasiado grande y repentina. Ahora están sentados sociablemente alrededor de la mesa sintiéndose cada vez más afables; sólo Cassy, que tiene a Eliza en el regazo, de vez en cuando da un apretón a la pequeña, lo que le sorprende a ésta sobremanera, y se niega a que le atiborre la boca de pasteles tanto como quisiera Eliza, alegando, para gran consternación de la niña, que tiene algo mejor que los pasteles y que no los quiere.
Y realmente ha cambiado tantísimo Cassy en dos o tres días que nuestros lectores apenas podrían reconocerla. La expresión macilenta de desesperación de su rostro había dado paso a una de amable confianza. Parecía haberse introducido de inmediato en el seno de la familia y acogido en su corazón a los pequeños, como algo que había esperado desde hacía largo tiempo. De hecho su amor parecía volcarse con más naturalidad sobre la pequeña Eliza que sobre su propia hija, pues era la viva imagen de la niña que había perdido. La pequeña hacía de dulce lazo entre madre e hija, y a través de ella creció el conocimiento y el afecto. La piedad estable y constante de Eliza, reglada por la frecuente lectura de la palabra sagrada, la convertía en guía perfecta para la mente maltrecha y fatigada de su madre. Cassy cedió enseguida con toda el alma a las buenas influencias, y se convirtió en una cristiana pía y devota.
Después de un día o dos, Madame de Thoux contó a su hermano más detalles de su situación. A la muerte de su marido había heredado una fortuna considerable, que se ofreció generosamente a compartir con la familia. Cuando preguntó a George qué podía hacer por él, respondió:
—Dame una educación, Emily; siempre lo he deseado de corazón. Después yo puedo hacer el resto.
Tras grandes deliberaciones, decidieron trasladarse toda la familia a Francia durante algunos años; embarcaron con ese rumbo llevando a Emmeline con ellos.
La belleza de ésta le ganó el amor del segundo oficial del barco y poco después de arribar a puerto, se casaron. George estudió durante cuatro años en una universidad francesa, donde se aplicó con una constancia ininterrumpida y consiguió una educación muy completa.
Problemas políticos en Francia movieron a la familia a buscar asilo de nuevo en este país.
Los sentimientos y opiniones de George, como hombre cultivado, pueden apreciarse en esta carta a uno de sus amigos: