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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (66 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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En este momento cedió el acceso de energía que le había infundido la alegría de reunirse con su joven amo. Empezó a debilitarse de pronto, cerró los ojos y el cambio misterioso y sublime que indica la llegada a otros mundos alteró su rostro.

Empezó a respirar con largas y profundas aspiraciones. Su ancho pecho subía y bajaba con pesadez. La expresión de su rostro era la de un conquistador.

—¿Quién… quién puede separamos del amor de Cristo? —dijo con una voz que luchaba con la debilidad mortal; con una sonrisa en los labios, se quedó dormido.

George permaneció paralizado por un temor reverente. Tenía la impresión de que el lugar era sagrado. Al cerrar los ojos sin vida del muerto y apartarse, le llenaba una sola idea: «Lo que significa ser cristiano».

Se giró. Legree estaba de pie, hosco, detrás de él.

Había algo en la escena de la muerte que había frenado el ímpetu natural del apasionamiento juvenil. La presencia de ese hombre era absolutamente odiosa para George. Sólo sentía el impulso de alejarse de él con las menos palabras posibles.

Fijando sus oscuros y agudos ojos en Legree, dijo simplemente:

—Le ha sacado a él todo lo que ha podido. ¿Cuánto quiere que le pague por el cuerpo? Me lo llevaré para enterrarlo decentemente.

—No vendo a negros muertos —dijo Legree con terquedad—. Puede usted enterrarlo dónde y cuándo quiera.

—Muchachos —dijo George con un tono autoritario a dos o tres negros que miraban el cadáver—, ayudadme a levantarlo y llevarlo a mi carro; y traedme una pala.

Uno de ellos se fue corriendo a por una pala; los otros dos ayudaron a George a transportar el cadáver a la vagoneta.

George ni habló ni miró a Legree, que no revocó sus órdenes, sino que permaneció de pie silbando con un aire de fingida despreocupación. Los siguió hoscamente al lugar donde se encontraba la vagoneta junto a la puerta.

George extendió su capa en la vagoneta y colocaron el cuerpo encima con cuidado, moviendo el pescante para hacerle sitio. Después se volvió, fijó los ojos sobre Legree y dijo con forzada serenidad:

—Hasta ahora no le he dicho lo que opino de este horrible asunto; éste no es el momento ni el sitio. Pero, señor, buscaré justicia por este derramamiento de sangre inocente. Denunciaré este asesinato. Iré al primer magistrado y le denunciaré.

—¡Hágalo! —dijo Legree, chasqueando los dedos con desdén—. Me gustaría verlo. ¿De dónde va a sacar a los testigos? ¿Cómo lo va a demostrar? ¡Vamos, vamos!

George vio la fuerza de su desafío inmediatamente. No había ni un blanco en el lugar y, en todos los tribunales sureños, el testimonio de los negros no es nada. Sentía en ese momento que hubiera sido capaz de rasgar los cielos con el grito de su corazón indignado al pedir justicia, pero en vano.

—Después de todo, ¡qué escándalo por un negro muerto! —Las palabras fueron como una chispa en un polvorín. La prudencia nunca fue una de las virtudes cardinales del joven de Kentucky. George se giró y de un solo golpe indignado dejó a Legree boca abajo en el suelo; y allí de pie junto a él, resplandeciente de ira y desafío, habría podido representar una personificación bastante aceptable de su tocayo tras su triunfo sobre el dragón.

A algunos hombres, sin embargo, les beneficia mucho un buen puñetazo. Si un hombre los deja fuera de combate, parecen adquirir inmediatamente respeto por él; Legree era uno de éstos. Al levantarse, por lo tanto, y sacudir el polvo de su ropa, observó el carro alejarse con evidente preocupación y no abrió la boca hasta que no se hubo perdido de vista.

Más allá de los límites de la plantación, George había visto una loma seca y polvorienta con algunos árboles que daban sombra. Allí cavaron la tumba.

—¿Quitamos la capa, amo? —preguntaron los negros cuando la tumba estuvo preparada.

—¡No, no! Enterradlo con ella. Es lo único que te puedo dar, pobre Tom, y es tuya.

Lo metieron en la fosa y los hombres la llenaron de tierra en silencio. Hicieron un pequeño montículo encima y lo cubrieron de hierba.

—Podéis marcharos, muchachos —dijo George, deslizando una moneda de cuarto de dólar en la mano de cada uno de ellos. Sin embargo, vacilaban, sin ganas de marcharse.

—Si el joven amo quisiera compramos… —dijo uno.

—Le serviríamos con lealtad —dijo el otro.

—Son malos tiempos aquí, amo —dijo el primero—. ¡Por favor, amo, cómprenos!

—¡No puedo, no puedo! —dijo George con dificultad, haciéndoles señas para que se marcharan—. ¡Es imposible!

Los pobres hombres se fueron con aspecto desolado.

—¡Eres testigo, Dios eterno —dijo George, arrodillándose junto a la tumba de su pobre amigo—, eres testigo de que, a partir de este momento, haré todo lo que es capaz de hacer un hombre para erradicar la maldición de la esclavitud de mi tierra!

Ningún monumento marca el último descansadero de nuestro amigo. ¡No le hace falta! Su Señor sabe dónde está y lo elevará, inmortal, para que aparezca junto a Él en el día de gloria.

¡No le tengáis lástima! ¡Semejante vida y semejante muerte no merecen lástima! La principal gloria de Dios no está en las riquezas del poder, sino en el amor sacrificado y doliente. Y benditos sean los hombres a los que Él llama para que sigan su mismo camino, llevando su cruz con paciencia. De éstos está escrito: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados».

Capítulo XLII

Una auténtica historia de fantasmas

Por alguna extraña razón, en esta época las leyendas de fantasmas estaban muy en boga entre los criados de la hacienda de Legree.

Afirmaban en voz baja que a altas horas de la noche habían oído pasos bajar la escalera de la buhardilla y rondar la casa. Había sido en vano cerrar con llave las puertas de paso a la escalera; o el fantasma llevaba en el bolsillo una copia de la llave o se valía del inmemorial privilegio de los fantasmas de pasar por el ojo de la cerradura, y se paseaba, igual que antes, con una desenvoltura inquietante.

Las autoridades en la materia no se ponían de acuerdo en cuanto a la apariencia externa del fantasma, debido a una costumbre bastante común entre los negros —y, que nosotros sepamos, entre los blancos también— de cerrar invariablemente los ojos en estas ocasiones y cubrirse las cabezas con mantas, enaguas o lo que tuvieran a mano para protegerse. Por supuesto, como sabe todo el mundo, cuando los ojos del cuerpo no entran en liza, los ojos del espíritu adquieren mayor perspicacia y vivacidad; por lo tanto, había infinidad de retratos de cuerpo entero del fantasma, con abundancia de testimonios y juramentos que, como ocurre a menudo con los retratos, no se parecían nada entre sí excepto en la característica común a toda la familia de fantasmas: vestía una sábana blanca. Las pobres criaturas no estaban versadas en la historia antigua y no sabían que Shakespeare había autenticado esta vestimenta al decir:

«Los muertos envueltos en sábanas

chillaban y farfullaban en las calles de Roma»

Y, por lo tanto, el que todos coincidieran en este punto es un fenómeno extraordinario de la parapsicología, sobre el que llamamos la atención de todos los expertos en espiritismo.

Sea como fuere, tenemos motivos personales para saber que es verdad que una figura alta envuelta en una sábana blanca se paseaba, a las horas más típicamente fantasmales, por la casa de Legree; atravesaba puertas, se deslizaba alrededor de la casa, desaparecía a ratos y volvía a aparecer, subía por la silenciosa escalera y entraba en la infausta buhardilla; y que, por la mañana, todas las puertas estaban cerradas con llave como siempre.

A Legree no se le escapaban estas murmuraciones; y el hecho de que quisieran ocultárselo sólo aumentaba su nerviosismo. Bebía más brandy que de costumbre; mantenía la cabeza más alta y blasfemaba más fuerte que nunca durante el día; pero tenía pesadillas y las visiones que rondaban por su cabeza en la cama distaban mucho de ser agradables. La noche después de que se llevaran el cuerpo de Tom, se fue cabalgando al pueblo vecino de parranda, y se corrió una gran juerga. Regresó a casa cansado, pues era muy tarde; echó la llave a su puerta y se la guardó antes de acostarse.

Después de todo y por mucho que intente acallarla, un alma humana es una posesión terriblemente fantasmal e inquietante para un hombre malvado. ¿Quién conoce su ámbito y sus confines? ¿Quién conoce toda su espantosa incertidumbre, los estremecimientos y escalofríos que no puede reprimir, como tampoco puede sobrevivir a su propia eternidad? ¡Que insensato es aquél que se encierra para mantener fuera los espíritus, cuando tiene en el propio pecho un espíritu al que no se atreve a enfrentarse, cuya voz, ahogada bajo montones de futilidad mundana, emite una advertencia como la trompeta del juicio final!

Pero Legree cerró su puerta con llave y apoyó una silla contra ella, puso una lámpara encendida en la cabecera de la cama, y colocó las pistolas allí. Examinó los cierres y pasadores de las ventanas, luego juró que «no le importaba el diablo con todos sus ángeles» y se durmió.

Sí, se durmió, pues estaba cansado; durmió profundamente. Pero finalmente apareció una sombra en su sueño, un espanto, la aprensión de algo terrible que pendía sobre él. Era la mortaja de su madre, pensó; pero la sujetaba Cassy, la levantaba para mostrársela. Oyó un ruido confuso de gritos y gemidos; así y todo, sabía que dormía, e intentó despertarse. Estaba medio despierto. Estaba seguro de que algo entraba en su habitación. Sabía que se abría la puerta, pero no podía mover ni las manos ni los pies. Por fin se volvió, sobresaltado. ¡La puerta estaba abierta y vio cómo una mano apagaba la luz!

Era una noche brumosa y nublada, iluminada a ratos por la luna y ¡allí estaba! Algo blanco se deslizaba dentro de la habitación. Oyó el suave crujido de su vestimenta fantasmal. Se paró junto a su cama; una mano fría tocó la suya; una voz dijo tres veces con un susurro quedo y espantoso: «¡Ven, ven, ven!». Y mientras él sudaba, paralizado de terror, de repente, sin saber cuándo ni cómo, la cosa desapareció. Saltó de la cama y forcejeó con la puerta. Estaba cerrada con llave. El hombre cayó desmayado al suelo.

Después de esto, Legree empezó a beber aun más que antes. Ya no bebía con cautela y prudencia, sino incauta y temerariamente.

Poco tiempo después, se difundió por los alrededores la noticia de que estaba enfermo y se moría. Los excesos habían atraído aquella terrible enfermedad que parece reflejar en la vida actual las sombras espantosas del castigo futuro. Nadie soportaba los horrores de su cuarto de enfermo, donde deliraba y gritaba y hablaba de visiones que casi helaban la sangre de los que lo escuchaban; y junto a su lecho de muerte se erguía una rígida figura blanca e inexorable, que decía: «¡Ven, ven, ven!».

Por una rara coincidencia, a la mañana siguiente a la noche en que esa visión se le apareció a Legree, se encontró abierta la puerta principal de la casa, y algunos de los negros habían visto dos figuras blancas deslizarse por la avenida hacia la carretera.

Estaba a punto de amanecer cuando Cassy y Emmeline hicieron una breve pausa en una arboleda cercana al pueblo. Cassy iba vestida a la manera de las damas criollas españolas: completamente de negro. Llevaba un pequeño sombrero negro en la cabeza, con un velo de tupidos bordados que ocultaban su rostro. Habían acordado que, para la fuga, ella representaría el personaje de una dama criolla y Emmeline el de su criada.

Educada desde pequeña en la más exquisita sociedad, el lenguaje, los movimientos y el porte de Cassy favorecían esta impresión, y le quedaban bastantes prendas y algunas joyas de su otrora espléndido vestuario para poder desempeñar su papel con ventaja.

Se detuvo en las afueras del pueblo en un sitio que había visto que vendían baúles, compró uno bien hermoso y pidió al vendedor que se lo mandara transportar. De esta forma, escoltada por un muchacho que llevaba el baúl sobre un carro y por Emmeline, que iba detrás llevando su bolsa de mano y varios paquetes, se presentó en la pequeña taberna del lugar como una señora importante.

La primera persona que le llamó la atención después de su llegada fue George Shelby, que se alojaba allí en espera del próximo barco.

Cassy había visto al joven desde su agujero en la buhardilla, y le había visto llevarse el cadáver de Tom y había observado, con secreto júbilo, su enfrentamiento con Legree. Posteriormente había colegido, de las conversaciones que había escuchado entre los negros mientras se deslizaba por su casa disfrazada de fantasma después del anochecer, quién era y qué relación tenía con Tom. Por lo tanto experimentó un acceso inmediato de confianza cuando se enteró de que él, al igual que ella, esperaba el siguiente barco.

El aire y los modales de Cassy, su porte y su patente familiaridad con el dinero evitaron que despertase sospechas en el hotel. Las personas nunca cuestionan demasiado a los que cumplen con el cometido principal de pagar bien, algo que Cassy había tenido en cuenta a la hora de proveerse de dinero.

Al filo de la tarde se oyó acercarse un barco, y George Shelby ayudó a Cassy a subir a bordo con la cortesía innata de todos los habitantes de Kentucky, y se esforzó en procurarle un buen camarote.

Cassy se quedó en su camarote en la cama, pretextando una enfermedad, durante todo el tiempo que pasaron en el río Rojo. Su criada la atendía con una dedicación servicial.

Cuando llegaron al río Misisipí, George, que se había enterado de que la dama desconocida se dirigía al norte como él, le propuso pedirle un camarote en el mismo barco, compadeciéndose amablemente de su mala salud y deseoso de hacer lo que pudiera por ayudarla.

Miremos, por lo tanto, a todos los miembros del grupo trasladados sanos y salvos al barco de vapor
Cincinnati
, dirigiéndose río arriba a toda velocidad.

La salud de Cassy estaba mucho mejor. Se sentaba en cubierta, acudía al comedor y se comentaba en el barco que había debido de ser muy guapa de joven.

Desde el primer momento en que le vislumbró la cara, a George le rondaba uno de esos parecidos fugaces e indefinidos que todos hemos experimentado y que a veces nos atormentan. No podía quitarle los ojos de encima; la miraba sin cesar. Ella, en la mesa o sentada en la puerta de su camarote, encontraba los ojos del joven siempre fijos en ella; pero él los apartaba con educación al percatarse de que a ella le molestaba su observación.

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