Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
—¿Amo, debemos dispararles si no podemos cogerlas? —preguntó Sambo, cuyo señor le entregó un rifle.
—Puedes dispararle a Cass, si quieres; ya va siendo hora de que se vaya al infierno, que es donde debe estar; pero no a la muchacha —dijo Legree—. Y ahora, muchachos, ¡poned manos a la obra! Cinco dólares para quien las coja, y un vaso de whisky para todos, pase lo que pase.
Toda la banda, con las llamaradas de las antorchas y los gritos y alaridos y chillidos salvajes de hombres y bestias, se marchó al pantano, seguida, a lo lejos, por todos los sirvientes de la casa. Este establecimiento, en consecuencia, se hallaba totalmente desierto cuando Cassy y Emmeline se deslizaron por la puerta de atrás. Los alaridos y gritos de sus perseguidores aún llenaban el aire; y, mirando por las ventanas del salón, Cassy y Emmeline vieron a la tropa con sus antorchas, dispersándose a lo largo del borde del pantano.
—¡Mira allá! —dijo Emmeline, señalándoselos a Cassy—. ¡Ha empezado la caza! ¡Mira cómo bailan las luces! ¡Escucha a los perros! ¿No los oyes? Si estuviéramos allí, nuestras vidas no valdrían un centavo. ¡Oh, por el amor del cielo, escondámonos, Cassy!
—No hay que apresurarse —dijo Cassy con serenidad—; están todos fuera viendo la caza: es la diversión de la noche. Subiremos dentro de un rato. Mientras tanto —dijo deliberadamente, sacando una llave del bolsillo de la chaqueta que Legree había tirado con las prisas—, mientras tanto, cogeré algo para pagar nuestros pasajes.
Giró la lleve en el escritorio y sacó un fajo de billetes, que contó rápidamente.
—¡Ay, no hagamos eso! —dijo Emmeline.
—¿No? —dijo Cassy—. ¿Por qué no? ¿Prefieres que nos muramos de hambre en los pantanos o que podamos pagar nuestro viaje a los estados libres? El dinero todo lo puede, muchacha —y, mientras hablaba, se guardaba el dinero en el corpiño.
—Sería robar —dijo Emmeline, en un susurro angustiado.
—¡Robar! —dijo Cassy, con una carcajada desdeñosa—. Los que roban cuerpos y almas, que no nos digan nada. Cada uno de estos billetes es robado; robado de pobres criaturas hambrientas y sudorosas que deben irse a la ruina en beneficio de él. ¡Que hable el de robar! Pero, vamos; más vale que subamos a la buhardilla; tengo unas reservas de velas allí y algunos libros para pasar el tiempo. Puedes estar segura de que no subirán
allí
a buscarnos. Si lo hacen, yo haré de fantasma para ellos.
Cuando Emmeline llegó a la buhardilla, encontró una caja enorme, que había servido para transportar grandes muebles, volcada hacia un lado, de modo que la apertura daba a la pared, o más bien, al faldón. Cassy prendió una pequeña lámpara y, andando a gatas por debajo del faldón, se instalaron dentro de la caja. Tenía un par de colchones pequeños y algunas almohadas; una caja cercana estaba repleta de velas, provisiones y toda la ropa necesaria para su viaje, que Cassy había empaquetado en fardos de tamaño extraordinariamente reducido.
—Ya está —dijo Cassy, al fijar la lámpara a un pequeño gancho, que había colocado en un costado de la caja para ese fin—; éste va a ser nuestro hogar de momento. ¿Qué te parece?
—¿Estás segura de que no vendrán a registrar la buhardilla?
—Me gustaría ver a Simon Legree hacerlo —dijo Cassy—. Desde luego que no; se cuidará mucho de acercarse. En cuanto a los criados, preferirían que les pegaran un tiro antes de dejarse ver por aquí.
Algo tranquilizada, Emmeline se recostó en la almohada. —¿Qué pretendías, Cassy, diciendo que me ibas a matar? —preguntó con sencillez.
—Pretendía evitar que te desmayaras —dijo Cassy— y lo conseguí. Y te digo ahora, Emmeline, que debes hacerte a la idea de que no te desmayarás, pase lo que pase; no hace ninguna falta. Si yo no lo hubiera evitado, ese desgraciado podría tenerte en las manos ahora.
Emmeline se estremeció.
Las dos mujeres permanecieron algún tiempo en silencio. Cassy se entretenía con un libro en francés; Emmeline, vencida por el sueño, se quedó dormitando durante un rato. La despertaron fuertes gritos y chillidos, el chacoloteo de los caballos y los aullidos de los perros. Se levantó sobresaltada, con un ligero chillido.
—Sólo es la vuelta de los cazadores —dijo Cassy serenamente—; no temas. Mira por este agujero. ¿No los ves a todos allá abajo? Simon tiene que darse por vencido, por esta noche. Mira cuánto barro tiene su caballo, por las vueltas que ha dado en el pantano; los perros también vienen con las orejas gachas. Ah, buen señor, tendrá usted que repetir la correría una y otra vez. ¡La presa no está allí!
—¡Ay, no digas ni una palabra! —dijo Emmeline—, ¿y si te oyen?
—Si oyen algo, tendrán mucho cuidado de mantenerse alejados —dijo Cassy—. No hay peligro; podemos hacer todo el ruido que queramos, que sólo aumentará el efecto.
Por fin el silencio de la medianoche cayó sobre la casa. Legree, maldiciendo su mala suerte y jurando vengarse de forma terrible al día siguiente, se fue a la cama.
El mártir
¡No creáis que el Cielo se olvide del justo! Aunque la vida le niegue sus dones comunes, que, con el corazón roto y sangrante, y despreciado por el hombre, vaya a la muerte. Pero Dios ha anotado cada día de tristeza, y enumerado cada lágrima amarga y los largos años de gloria en el Cielo recompensarán a sus hijos por su sufrimiento.
William Cullen Bryant
[60]
El camino más largo tiene su fin; la noche más lúgubre acaba con la llegada de la mañana. El paso eterno e inexorable del tiempo siempre acerca el día de los malvados hacia la noche eterna y la noche de los justos hacia el día eterno. Hemos caminado hasta aquí con nuestro humilde amigo por el valle de la esclavitud; primero a través de campos floridos del bienestar y la indulgencia, después a través de las separaciones desgarradoras de todas las cosas que aprecia el hombre. Luego hemos esperado con él en una isla soleada, donde manos generosas ocultaban sus cadenas con flores; y finalmente le hemos seguido hasta que se perdió en la oscuridad el último rayo de esperanza terrenal, y hemos visto cómo, en la negrura de las tinieblas terrenales, el firmamento de lo desconocido se ha iluminado con estrellas de nuevo fulgor y significado.
La estrella matutina brilla ahora sobre las cimas de las montañas, y vientos y brisas, que no vienen de la tierra, señalan que se abren las puertas del amanecer.
La fuga de Cassy y Emmeline agudizó el ya hosco humor de Legree hasta un punto insoportable, y su furia, como era de esperar, cayó sobre la cabeza indefensa de Tom. Cuando Legree anunció apresuradamente la noticia entre los braceros, no se le escapó la repentina luz que se encendió en los ojos de Tom ni el involuntario movimiento de sus manos. Se dio cuenta de que no se unía a las filas de los perseguidores. Pensó obligarle a hacerlo, pero en vista de la pasada experiencia de su inflexibilidad al ordenarle participar en un acto inhumano, no quiso perder el tiempo en un enfrentamiento con él.
Por lo tanto, Tom se quedó en casa con unos pocos a quienes había enseñado a rezar, y ofrecieron plegarias por el éxito de la huida.
Cuando Legree regresó, perplejo y decepcionado, todo el odio acumulado durante mucho tiempo en su alma empezó a cobrar una forma desesperada y mortífera. ¿Este hombre no lo estaba desafiando, firme, constante e irresistiblemente, desde el día en que lo compró? ¿No tenía dentro de él un espíritu que, aunque en silencio, lo iba quemando como los fuegos de la perdición?
«¡Lo
odio
!», se dijo Legree aquella noche, incorporado en la cama. «¡Lo
odio
! ¿Y no es mío? ¿No puedo hacer con él lo que quiera? Me pregunto quién va a impedirlo». Y Legree apretó el puño y lo sacudió como si tuviera algo en las manos que podía romper en pedazos.
Pero, por otra parte, Tom era un sirviente fiel y valioso; y, aunque este hecho hacía que Legree lo odiase aun más, sin embargo, lo refrenaba un poco.
A la mañana siguiente, resolvió no decir nada de momento, sino formar un grupo con hombres de las plantaciones vecinas, con perros y armas de fuego, rodear el pantano y empezar la caza de manera sistemática. Si tenían éxito, tanto mejor; si no, llamaría a Tom a su presencia y —tenía apretados los dientes y le hervía la sangre— entonces rompería la resistencia del hombre o… hubo un horrendo susurro interior, al que consintió su alma.
Decís que el interés del amo es garantía suficiente de la seguridad del esclavo. Con la furia de la loca voluntad del hombre, éste es capaz, voluntariamente y con los ojos abiertos, de vender su alma al diablo para conseguir sus fines. ¿Va a salvaguardar mejor el cuerpo de su prójimo?
—Bien —dijo Cassy, al día siguiente en la buhardilla, haciendo un reconocimiento a través del agujero—, ¡va a empezar la caza de nuevo hoy!
Había tres o cuatro hombres cuyos caballos brincaban en el espacio abierto delante de la casa; y una traílla o dos de perros extraños forcejeaban con los negros que los sujetaban, aullando y ladrando unos a otros.
Dos de los hombres son capataces de plantaciones de los alrededores; otros, compañeros de Legree de una taberna de una ciudad cercana, que habían acudido por afición a la caza. Sería difícil imaginar a un grupo más implacable. Legree repartía generosamente brandy entre ellos, y también entre los negros, que habían sido destacados desde diferentes plantaciones para la operación, pues hacían lo posible por convertir todos los acontecimientos de este tipo en una fiesta para los negros.
Cassy acercó el oído al agujero y, como la brisa matutina soplaba en dirección a la casa, pudo oír gran parte de la conversación. Una mueca despectiva ensombreció aun más la gravedad de su rostro mientras escuchaba y se enteraba de cómo dividían el terreno, debatían los méritos rivales de los perros, daban órdenes de disparar y de cómo habían de tratar a cada una en caso de captura.
Cassy se retiró, y, juntando las manos, miró hacia lo alto y dijo:
—¡Ay, gran Dios Todopoderoso! Todos somos pecadores. ¿Qué hemos hecho nosotros peor que el resto del mundo para que nos traten de esta manera?
Había una terrible intensidad en su cara y su voz mientras hablaba.
—Si no fuera por ti, niña —dijo, mirando a Emmeline—, saldría y le daría las gracias al que me hiciera el favor de matarme de un tiro; porque, ¿para qué quiero yo la libertad? ¿Me puede devolver a mis hijos o hacerme lo que fui?
Con su sencillez de niña, Emmeline casi tenía miedo de los tenebrosos arrebatos de Cassy. Parecía estar perpleja, pero no respondió. Sólo le cogió de la mano con una suave caricia.
—¡No! —dijo Cassy, intentando apartar la mano—. Harás que te quiera, ¡y no pienso querer a nadie nunca más!
—¡Pobre Cassy! —dijo Emmeline—. No seas así. Si el Señor nos da la libertad, quizás te devuelva a tu hija; en cualquier caso, yo seré una hija para ti. Sé que no volveré a ver a mi pobre madre. ¡Yo te querré, Cassy, aunque tú no me quieras!
Ganó el espíritu tierno e inocente. Cassy se sentó junto a ella, le rodeó el cuello con su brazo y le acarició el suave cabello castaño; y Emmeline admiró la belleza de aquellos espléndidos ojos, dulcificados por las lágrimas.
—¡Ay, Em —dijo Cassy—, he tenido hambre y sed de mis hijos y me fallan los ojos de añorarlos! ¡Aquí, aquí! —dijo, golpeándose el pecho—. ¡Todo es desolación y vacío! Si Dios me devolviese a mis hijos, podría rezar.
—Debes tener fe en Él, Cassy —dijo Emmeline—. ¡Es nuestro Padre!
—Está enfadado con nosotros —dijo Cassy—; nos ha vuelto la espalda.
—¡No, Cassy! Será bueno con nosotros. ¡Tengamos fe en Él! —dijo Emmeline—. Yo siempre he tenido esperanza.
La caza fue larga, animada y concienzuda, pero sin éxito; Cassy miraba con exultación grave e irónica a Legree mientras desmontaba, cansado y desalentado.
—Bien, Quimbo —dijo Legree, acomodándose en el salón— ve a traerme a Tom ahora mismo. ¡Ese maldito está detrás de todo este asunto, y le daré en su negro pellejo hasta que lo confiese, lo juro!
Tanto Sambo como Quimbo, aunque se odiaban entre sí, estaban unidos en su odio también cordial hacia Tom. Al principio Legree les contó que lo había comprado para hacer de supervisor general en su ausencia, lo cual había dado pie a una inquina por parte de ellos, que había aumentado, debido a sus naturalezas degradadas y serviles, al ver cómo se granjeaba Tom el desagrado de su amo. Por lo tanto, Quimbo se marchó muy a gusto a cumplir la orden.
Tom escuchó el recado con una premonición en el corazón, pues conocía los planes de huida de las fugitivas y dónde se ocultaban actualmente; conocía el carácter mortífero y el poder despótico del hombre al que tenía que enfrentarse. Pero se sintió fuerte en el Señor para ir a la muerte antes que traicionar a los desvalidos.
Dejó su cesta junto al surco y, mirando hacia arriba, dijo: —En Tus manos encomiendo mi espíritu. ¡Tú me has redimido, oh Señor Dios de la verdad! —y se entregó tranquilamente a las rudas y brutales manos con las que lo agarró Quimbo.
—¡Ay, ay! —dijo el gigante, arrastrándolo—. ¡Te vas a enterar! ¡Seguro que el amo está furioso de verdad! ¡No te vas a escabullir ahora! ¡Te digo que te vas a enterar, ya lo verás! ¡A ver qué efecto hace ayudar a escapar a los negros del amo! ¡Ya verás la que te va a caer!
Ninguna de estas palabras salvajes llegó a sus oídos; una voz más elevada decía: «No temas a los que matan el cuerpo, pues después no hay nada más que puedan hacer». Los nervios y los huesos del cuerpo del pobre hombre vibraron ante esas palabras, como si los hubiera tocado la mano de Dios; y sintió la fuerza de mil almas en la suya. A su paso, los árboles y los arbustos, los barracones de su servidumbre, todo el escenario de su degradación parecía desenvolverse ante sus ojos como el paisaje desde un coche veloz. Su alma se estremeció… su hogar estaba a la vista… la hora de su liberación parecía aproximarse.
—Bien, Tom —dijo Legree, acercándose a él, cogiéndole furioso por el cuello de la chaqueta y hablando entre dientes en un paroxismo de cólera—, ¿sabes que estoy decidido a matarte?
—Es muy probable, amo —dijo Tom con serenidad.
—Estoy —dijo Legree, con un sosiego tétrico y horrible— decidido… a… eso… mismo, Tom, si no me cuentas lo que sabes de estas muchachas.
Tom permaneció en silencio.
—¿Me oyes? —dijo Legree, dando una patada al suelo y rugiendo como un león exasperado—. ¡Habla!
—No tengo nada que decirle al amo —dijo Tom, con un acento lento, firme y deliberado.