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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (9 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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Con este presupuesto, se paró al mediodía en una bonita granja para descansar y comprar algo de comida para el niño y ella, porque, al disminuir el peligro, se aminoró la tremenda tensión de su sistema nervioso y se dio cuenta de que estaba cansada y hambrienta.

La buena mujer de la casa, amable y charlatana, estaba más bien contenta de tener a alguien con quien hablar, y aceptó sin cuestionar la declaración de Eliza de que «iba un poco más allá, para pasar una semana con unos amigos», cosa que, en el fondo de su corazón, esperaba que resultara ser la pura verdad.

Una hora antes de la puesta del sol, entró en la aldea de T., junto al río Ohio, cansada y con dolor de pies pero aún animada. Primero miró el río, que, como el río Jordán, se interponía entre ella y el Canaán de libertad del otro lado.

Era el principio de la primavera y el río estaba crecido y turbulento; grandes moles de hielo flotaban de un lado a otro en las aguas turbias. A causa de la forma peculiar de la orilla de la parte de Kentucky, donde la tierra forma un gran recodo, había grandes cantidades de hielo acumuladas, y el estrecho canal que rodeaba este recodo se hallaba lleno de placas de hielo amontonadas unas encima de otras, haciendo de barrera temporal para el hielo que flotaba río abajo, que se apilaba creando una gran masa flotante que llenaba todo el río y llegaba casi a la orilla de Kentucky.

Eliza se quedó quieta un momento mirando este aspecto poco favorable de las cosas. Se dio cuenta enseguida de que esa situación debía de impedir que cruzara el transbordador habitual, y se dirigió a una pequeña posada que había en la orilla para hacer averiguaciones.

La posadera, ocupada en diferentes operaciones de freír y estofar encima del fuego, en preparación de la cena, se quedó tenedor en mano cuando la dulce voz lastimera de Eliza la detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿No hay un transbordador o una barca que lleve a la gente a B.? —preguntó.

—Pues, no —dijo la mujer—; las barcas han dejado de funcionar.

La cara de decepción y consternación de Eliza le llamó la atención y preguntó, solícita:

—¿Es que quiere usted pasar? ¿Hay alguien enfermo? Parece usted preocupada.

—Tengo un hijo gravemente enfermo —dijo Eliza—. No me enteré hasta anoche y he andado mucho hoy, con la esperanza de coger el transbordador.

—¡Vaya, qué mala suerte! —dijo la mujer, cuya compasión maternal se había despertado—; la compadezco de veras. ¡Solomon! —gritó desde la ventana en dirección a un pequeño cobertizo en la parte de atrás. En la puerta apareció un hombre con delantal de cuero y las manos muy sucias.

—Oye, Sol —dijo— ¿aquel hombre va a cruzar los barriles esta noche?

—Dijo que lo intentaría, si la prudencia lo permitía —dijo el hombre.

—Hay un hombre que vive cerca de aquí que va a cruzar esta noche con un carretón, si se atreve; vendrá a cenar esta noche, así que siéntese a esperar. Qué niño más mono —añadió la mujer, ofreciéndole un pastel a éste.

Pero el niño, agotado del todo, lloraba de cansancio.

—¡Pobre criatura! No está acostumbrado a caminar, y le he metido mucha prisa —dijo Eliza.

—Llévelo a este cuarto —dijo la mujer, abriendo un pequeño dormitorio donde se veía una cómoda cama. Eliza tendió al muchacho cansado en ella y le cogió la mano hasta que se quedó dormido del todo. Ella no había de descansar. Como fuego en los huesos, la idea de su perseguidor le infundía prisas por seguir adelante, y miró con ojos anhelantes las aguas turbulentas que se extendían entre ella y la libertad.

En este punto debemos despedimos de ella de momento para seguir los pasos de sus perseguidores.

Aunque la señora Shelby había prometido que la comida iría enseguida a la mesa, pronto se vio, como muchas veces se ha visto, que el hombre propone y Dios dispone. Así que, aunque la orden fue dada en presencia de Haley y transmitida a la tía Chloe por lo menos por media docena de mensajeros juveniles, esta dignataria sólo respondió con algunos resoplidos muy serios y una sacudida de cabeza y se puso a realizar cada operación de una forma inusitadamente pausada y minuciosa.

Por algún motivo extraño, los sirvientes parecían compartir la impresión general de que al ama no le molestaría mucho alguna tardanza; y fue asombroso el número de accidentes que ocurría uno tras otro para retrasar la marcha de las cosas. Una criatura desgraciada logró derramar la salsa, por lo que hubo de prepararla
de novo
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, con todo esmero y cuidado, con la tía Chloe vigilándola y removiéndola con tenaz precisión, respondiendo, cada vez que le metían prisa, que «ella no iba a servir una salsa a medio ligar en la mesa a instancias de nadie». Alguien se cayó al llevar el agua, y tuvo que volver a la fuente a por más; otro, en medio del caos, dejó caer la mantequilla; y de vez en cuando llegaban a la cocina, entre risitas, noticias de que «el señor Haley estaba muy inquieto; que no sabía estarse sentado en la silla, sino que paseaba a zancadas hasta las ventanas y por el porche».

—¡Se lo tiene merecido! —dijo, indignada, la tía Chloe—. Estará peor que inquieto un día de éstos, si no se enmienda. Lo mandará llamar su Amo, y veremos cómo queda.

—¡Irá al infierno, seguro! —dijo el pequeño Jake.

—¡Se lo merece! —dijo la tía Chloe, ceñuda—; ha destrozado muchísimos corazones, os lo aseguro —dijo, deteniéndose con un cuchillo en la mano—; es como lo que leyó el señorito George en el Libro de las Revelaciones: las almas llamando y llamando desde debajo del altar, pidiendo venganza al Señor para semejante gente, y tarde o temprano el Señor va a oírlas, ¡ya lo creo!

A la tía Chloe la admiraban mucho en la cocina y la escucharon con la boca abierta; ahora que la cena estaba servida, todos estaban libres para charlar con ella y oír sus comentarios.

—Esa gente arderá para siempre, seguro, ¿verdad? —dijo Andy.

—Y yo me alegraré de verlo, ya lo creo —dijo el pequeño Jake.

—¡Niños! —dijo una voz que les sobresaltó. Era el tío Tom, que había entrado y se había quedado en la puerta escuchando la conversación—. ¡Niños! —dijo—, me temo que no sabéis lo que decís. Para siempre son palabras terribles, niños; es tremendo pensar en ello. No deberíais desearlo a ningún ser humano.

—No se lo desearíamos a nadie más que a los tratantes de almas —dijo Andy—; nadie puede menos que deseárselo a ellos, son tan malvados.

—¿No los denuncia la misma naturaleza? —dijo la tía Chloe—. ¿No arrancan a los bebés del pecho de sus madres para venderlos? Y a los pequeños que lloran y se agarran a la ropa de sus madres, ¿no los apartan de ellas para venderlos? ¿No separan a maridos y mujeres —dijo la tía Chloe, echándose a llorar— cuando significa quitarles la vida? Y mientras tanto, ellos beben y fuman y no se exaltan por nada. Señor, si no se los lleva el diablo, ¿para qué sirve éste? —y la tía Chloe se tapó la cara con el delantal de cuadros y se puso a sollozar en serio.

—Reza por aquellos que te tratan mal, dice el buen libro —dijo Tom.

—¡Rezar por ellos! —dijo la tía Chloe—; ¡Señor, es demasiado difícil! Yo no puedo rezar por ellos.

—Es la naturaleza, Chloe, y la naturaleza es fuerte —dijo Tom—, pero la gracia del Señor es más fuerte; además, deberías pensar en el estado del alma de una pobre criatura capaz de hacer esas cosas, deberías dar gracias al Señor porque tú no eres como él, Chloe. Yo sé que preferiría que me vendieran diez mil veces a tener que rendir cuentas por lo mismo que esa pobre criatura.

—Yo también lo preferiría —dijo Jake—. Señor, ¿no lo preferimos, Andy?

Andy se encogió de hombros y silbó en conformidad.

—Me alegro de que no se haya marchado el amo esta mañana, como tenía pensado —dijo Tom—; eso me dolió más que el venderme, ya lo creo. Puede que fuera lo natural para él, pero a mí me hubiera resultado durísimo, que lo conozco desde que era un niño; pero he visto al amo y empiezo a reconciliarme con la voluntad de Dios. El amo no pudo remediarlo; hizo bien, pero tengo miedo de que las cosas se echen a perder cuando yo no esté. No se puede esperar que el amo ande husmeando por todas partes, como yo hago, para tenerlo todo bajo control. Los muchachos tienen muy buenas intenciones, pero son muy descuidados. Eso me preocupa.

En esto sonó la campana llamando a Tom al salón.

—Tom —dijo amablemente el amo—, quiero que sepas que a este señor le doy un pagaré por mil libras por si no estás cuando te reclame; hoy va a ocuparse de otros asuntos, así que puedes cogerte el día libre. Ve a donde quieras, muchacho.

—Gracias, amo —dijo Tom.

—Y cuidado —dijo el comerciante— que no engañes a tu amo con ninguno de tus trucos de negro, pues yo le cobraré cada centavo, si no estás allí. Si él me hiciera caso, no se fiaría de ninguno de vosotros; sois escurridizos como anguilas.

—Amo —dijo Tom, muy erguido—, yo tenía apenas ocho años cuando la vieja ama lo puso a usted en mis brazos, y usted no tenía ni uno. «Toma, Tom» me dijo, «éste va a ser tu joven amo; cuídalo bien», dijo. Y ahora yo le pregunto, amo, ¿he faltado a mi palabra o le he llevado la contraria alguna vez, sobre todo desde que soy cristiano?

El señor Shelby se emocionó y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Mi buen muchacho —dijo—, bien sabe el Señor que dices la pura verdad; y si yo pudiera remediarlo, nadie en el mundo te compraría.

—Y tan seguro como que soy cristiana —dijo la señora Shelby—, te recuperaremos en cuanto consiga reunir el dinero. Señor —dijo a Haley—, fíjese bien a quién lo vende, y comuníquemelo.

—Sí, señor; a lo mejor —dijo el tratante—, de aquí a un año puede que lo traiga de vuelta, no muy estropeado, y se lo vuelva a vender.

—Yo se lo compraré, entonces, y se lo pagaré bien —dijo la señora Shelby.

—Por supuesto —dijo el comerciante—, a mí me da igual, no me importa a quién los venda, siempre que haga un buen negocio. Lo único que quiero es ganarme la vida, ¿sabe, señora? Supongo que eso es lo que queremos todos.

Tanto el señor como la señora Shelby se sintieron molestos por la familiaridad impertinente del comerciante, y, sin embargo, ambos veían la necesidad de frenar sus sentimientos. Cuanto más mezquino e insensible parecía, más miedo tenía la señora Shelby de que consiguiera atrapar a Eliza y su hijo y, por supuesto, más motivos encontraba para detenerle con todas las tretas femeninas. Por lo tanto, sonrió, asintió, charló amistosamente e hizo todo lo que pudo por hacer correr imperceptiblemente el tiempo.

A las dos, Andy y Sam acercaron los caballos al apeadero, aparentemente muy reanimados y fortalecidos por los correteos de la mañana.

A Sam le había reavivado la comida, y estaba lleno de fervorosa oficiosidad. Al acercarse Haley, presumía ante Andy, con un estilo floreciente, del éxito evidente y notable de la operación, ahora que él «se empeñaba de verdad».

—¿Supongo que vuestro amo no tendrá perros? —preguntó pensativo Haley al ir a montar.

—Montones —dijo Sam, triunfante—; está Bruno: ¡es estupendo! Y, además, casi todos los negros tenemos un cachorro de alguna clase.

—¡Bah! —dijo Haley, y dijo algo más también, refiriéndose a los perros, que hizo murmurar a Sam:

—No veo el sentido de maldecirlos, de cualquier forma.

—¿Pero vuestro amo no tiene perros (ya me supongo que no) para cazar a los negros?

Sam sabía perfectamente a lo que se refería, pero mantuvo desesperadamente una apariencia de simpleza grave.

—Nuestros perros tienen todos muy buen olfato. Creo que son buenos, aunque no hayan tenido práctica. Sin embargo, son buenos perros para casi todo, una vez que los pones. Ven, Bruno —llamó en un susurro al pesado perro de Terranova, que se abalanzó tumultuosamente en dirección a ellos.

—¡Que te ahorquen! —dijo Haley, levantándose—. Vamos, ponte en marcha.

Sam se puso en marcha en el acto, ingeniándoselas para hacerle cosquillas a Andy al mismo tiempo, lo que provocó que Andy rompiese a reír, con gran indignación de Haley, que le golpeó con la fusta.

—Me asombras, Andy —dijo Sam, con formidable gravedad—. Éste es un asunto serio, Andy. No debes tomarlo a broma. Así no ayudarás al amo.

—Tomaré el camino del río —dijo Haley con decisión, cuando llegaron a los confines de la hacienda—. Conozco las costumbres de éstos: siguen las pistas de la ruta clandestina
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.

—Desde luego —dijo Sam—, así es. El señor Haley ha dado en el clavo. Bien, hay dos caminos para ir al río, la carretera de tierra y la cañada, ¿cuál va a tomar el señor?

Andy miró inocente a Sam, sorprendido por este nuevo dato geográfico, pero confirmó inmediatamente lo que dijo, repitiéndolo con vehemencia.

—Porque —dijo Sam—, yo me inclino a creer que Lizy iría por el camino de tierra, ya que va menos gente por él.

Haley, aunque era un pájaro viejo y desconfiaba por naturaleza de la broza, estaba bastante impresionado con esta visión del asunto.

—Si no fuerais tan embusteros los dos… —dijo, al deliberar contemplativo durante un momento.

El tono pensativo y reflexivo con el que pronunció estas palabras le hizo tanta gracia a Andy que se rezagó un poquito y temblaba de tal manera que parecía correr un gran riesgo de caerse del caballo, mientras que el rostro de Sam había adoptado una expresión de lastimosa gravedad de lo más inconmovible.

—Por supuesto —dijo Sam—, el amo puede hacer lo que prefiera; puede tomar el camino recto, si le parece mejor; a nosotros nos da lo mismo. La verdad es que, si lo pienso, creo que el camino recto es el mejor, sin duda.

—Es lógico que cogiera un camino poco transitado —dijo Haley, pensando en voz alta y haciendo caso omiso del comentarlo de Sam.

—No hay forma de saberlo —dijo Sam—; las chicas son raras; nunca hacen lo que se espera que hagan, sino generalmente todo lo contrario. Las chicas son contradictorias por naturaleza, de modo que si uno piensa que han ido por un camino, hay que ir por el otro y seguro que las encuentras. Ahora, personalmente creo que Lizy habrá ido por la carretera, así que deberemos ir por el camino recto.

Esta profunda visión genérica del sexo femenino no pareció predisponer a Haley a optar por el camino recto; y declaró tajantemente que tomaría el otro, preguntándole a Sam cuándo llegarían allí.

—Está un poco más adelante —dijo Sam, guiñando el ojo que estaba en el lado de su cabeza donde se hallaba Andy; y añadió muy serio—, pero he estudiado el asunto y estoy seguro de que no deberíamos ir por ahí. Nunca lo he recorrido. Es muy solitario y podríamos perdemos; Dios sabe dónde acabaríamos.

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