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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (11 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Bien, señor Haley —dijo Marks—, páseme el agua caliente. Sí, señor, lo que usted dice es lo que siento yo y todos nosotros. Una vez compré a una muchacha cuando era tratante, una muchacha guapa y era bastante lista además, y tenía un hijo muy enfermizo, con la columna torcida o algo así; y se lo di a un hombre que decidió arriesgarse a criarlo, ya que no le costaba dinero; nunca se me ocurrió que la muchacha fuera a protestar, pero, ¡Dios mío! Hay que ver cómo se puso. A decir verdad, parecía valorar más al niño por ser enfermizo y quejoso y engorroso; y no fingía, no: lloró y se lamentó como si hubiera perdido a todos sus amigos. Era muy gracioso verlo. ¡Señor, no hay quién entienda las ocurrencias de las mujeres!

—A mí me ocurre lo mismo —dijo Haley—. El verano pasado, allá en el río Rojo, me vendieron a una muchacha con un hijo de bastante buen aspecto, con unos ojos tan brillantes como los de usted; pero, cuando lo miré de cerca, vi que era ciego. Es la verdad, ciego como un topo. Entonces, verán ustedes, pensé que no había nada de malo en darlo sin decir nada, y lo cambié provechosamente por un barril de whisky; pero, llegado el momento de separarlo de la muchacha, ésta se puso como una tigresa. Era antes de ponernos en camino, y no los tenía encadenados todavía; pues ella se sube encima de una bala de algodón, como un gato, y coge un cuchillo de la mano de uno de los braceros y durante un momento sembró el pánico a su alrededor, hasta que vio que no había nada que hacer; entonces se vuelve y, se tira de cabeza al río, con el hijo en brazos; cayó ¡plas! y nunca salió.

—¡Bah! —dijo Tom Loker, que escuchó estas historias con una aversión apenas reprimida—, ¡son unos inútiles los dos! Mis muchachas no organizan semejantes espectáculos, se lo aseguro.

—¿De veras? ¿Cómo lo consigues? —preguntó vivamente Marks.

—¿Conseguirlo? Pues compro a una muchacha y, si tiene un hijo para vender, me acerco a ella y le planto el puño en la cara y le digo: «Oye, tú, si me dices una sola palabra, te romperé la cara. No quiero oír ni una palabra, ni una sílaba». Les digo: «Este niño es mío y no tuyo; no tiene nada que ver contigo. Voy a venderlo a la primera oportunidad; y ¡no me vengas con ningún escándalo al respecto o te haré desear que no hubieras nacido!». Les aseguro que se dan cuenta de que no hay nada que hacer conmigo. Las tengo tan calladas como los peces; y si a una de ellas se le ocurre soltar un grito, pues… —y el señor Loker dio un golpe con el puño que explicaba perfectamente la interrupción.

—Eso se puede llamar
énfasis
—dijo Marks, dándole a Haley en el costado y soltando otra risita—. Tom es único, ¿eh? ¡ji, ji! Creo, Tom, que tú consigues que
entiendan
que todas las cabezas negras son lanudas. Nunca dudan de tus intenciones, Tom. Si no eres el diablo, Tom, eres su hermano gemelo, ¡ya lo creo!

Tom tomó el cumplido con la debida modestia y adoptó un aspecto tan afable como era consistente, en palabras de John Bunyan
[9]
, «con su naturaleza perruna».

Haley, que consumía liberalmente la materia prima de la noche, empezó a sentir un aumento y una elevación de sus facultades morales, fenómeno no poco frecuente en caballeros de condición seria y reflexiva en circunstancias similares.

—Bueno, bueno, Tom —dijo—, es usted terrible, como siempre le he dicho; ¿se acuerda, Tom? Usted y yo solíamos hablar de estas cuestiones en Natchez, y yo solía demostrarle que ganábamos lo mismo, y nos hacíamos igual de ricos, tratándoles bien, además de tener más posibilidades, cuando llegue lo inevitable y no quede nada más, de ir al reino de los cielos.

—¡Bah! —dijo Tom—. ¡Si lo sabré yo! No me ponga enfermo con sus tonterías, que ya tengo el estómago revuelto y Tom se tragó medio vaso de coñac puro.

—Bueno —dijo Haley, echándose atrás en el sillón y gesticulando de forma impresionante—, yo digo que siempre he querido llevar el negocio para ganar dinero, en primer lugar, como cualquiera; pero el negocio no lo es todo, pues todos tenemos alma. No me importa quién me oiga decirlo; pienso mucho en ello, así que lo voy a decir sin más. Creo en la religión y, un día de éstos, cuando tenga todos los asuntos bien atados, pienso atender a mi alma y esas cuestiones; así que, ¿para qué hacer más maldades de las necesarias? A mí no me parece nada prudente.

—¿Atender a su alma? —repitió, desdeñoso, Tom—, habría que tener buenos ojos para encontrarle alma a usted, ahórrese las molestias de buscarla. Si el diablo le pasara por una criba fina, no encontraría un alma.

—Vaya, Tom, se ha enfadado —dijo Haley—; ¿por qué no lo toma usted de buen grado, si hablo por su bien?

—Detenga esa mandíbula suya, pues —dijo Tom, arisco—. Puedo aguantar toda su charla menos la religiosa, ésa me da asco. Después de todo, ¿qué diferencia hay entre usted y yo? No es que usted se preocupe ni un átomo más, ni que tenga más sentimientos; es mezquindad pura y simple; quiere engañar al diablo para salvarse el pellejo; yo le veo el plumero. Y esta religión, como usted la llama, es demasiado para cualquier criatura creérselo. ¡Toda la vida acumulando una deuda con el diablo, para escabullirse a la hora de pagar! ¡Bah!

—Calma, caballeros, por favor; esto no son negocios —dijo Marks—. Saben ustedes que hay diferentes maneras de ver todas las cosas. El señor Haley es un hombre muy agradable, sin duda, y tiene su propia conciencia; y tú, Tom, también tienes tu propia manera de hacer, y muy buena, Tom; pero reñir, saben, no conduce a ninguna parte. Hablemos de negocios. Bien, señor Haley, ¿qué es lo que pretende? ¿Quiere que nos comprometamos a coger a esta muchacha?

—La muchacha no es asunto mío, ella es de Shelby; sólo el niño. ¡Qué tonto fui al comprar al diablillo!

—Suele ser tonto —dijo Tom, hosco.

—Vamos, vamos, Loker —dijo Marks, mojándose los labios—. Mira, el señor Haley está a punto de ofrecemos un buen negocio, creo; espera un momento —estos preparativos son mi especialidad—. Esta muchacha, señor Haley, ¿cómo es?

—Está muy bien: blanca y guapa y bien educada. Yo le hubiese dado a Shelby ochocientos o mil, y me hubiera sacado un buen pico.

—¡Blanca, guapa y bien educada! —dijo Marks con los agudos ojos, la nariz y la boca llenos de resolución—. Ya lo ves, Loker, empezamos bien. Haremos negocio por nuestra cuenta: nosotros los atraparemos; el niño, por supuesto, será para el señor Haley, y llevaremos a la muchacha a Nueva Orleáns para venderla. ¿No es maravilloso?

Tom, que había estado con la boca abierta durante esta comunicación, la cerró de golpe, como un perro cierra la boca con un pedazo de carne dentro, y pareció digerir la idea despacio.

—Verá usted —dijo Marks a Haley, removiendo el ponche al mismo tiempo—, verá usted, tenemos jueces en muchos puntos de la ribera, que hacen trabajitos de los que nos convienen a nosotros sin demasiados problemas. Tom se encarga de regatear y todo eso; después yo llego todo arreglado, las botas relucientes y todo de primera, a la hora del juramento. Tendría que ver —dijo Marks, enardecido de orgullo profesional— cómo doy el pego. Un día, soy el señor Twickenham de Nueva Orleáns; otro día, acabo de llegar de una plantación en el río Pearl, donde tengo setecientos negros trabajando para mí; otra vez, soy pariente lejano de Henry Clay
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, o cualquier viejo importante de Kentucky. Las personas tenemos diferentes talentos. Por ejemplo, Tom es estupendo cuando hay que golpear o pelear; pero, en cambio, no sirve para mentir; no lo hace con naturalidad; pero, si hay un hombre en el país capaz de jurar cualquier cosa del mundo, añadiendo detalles y toques realistas con cara muy seria, que sea más convincente que yo, me gustaría verlo, ya lo creo. Estoy convencido de que conseguiría mi propósito aunque los jueces fueran más cuidadosos de lo que son. A veces hasta quisiera que fuesen más cuidadosos, pues sería más satisfactorio mi trabajo, más divertido, sabe usted.

Tom Loker, que, como hemos dado a entender, era un hombre lento de pensamientos y de movimientos, interrumpió a Marks en este punto dejando caer pesadamente el puño sobre la mesa, haciendo tintinear las copas. —¡Ya basta! —dijo.

—¡Dios te proteja, Tom! ¡No hace falta que rompas todos los vasos! —dijo Marks—. Guarda los puños para un momento de necesidad.

—Pero, caballeros, ¿no me va a corresponder una parte de las ganancias? —preguntó Haley.

—¿No le basta que le cojamos al niño? —dijo Loker—. ¿Qué más quiere?

—Pero —dijo Haley— si les proporciono el trabajo, debe valer algo, quizás un diez por ciento de los beneficios, una vez pagados los gastos.

—Vaya —dijo Loker, con un grandísimo juramento, golpeando la mesa con su pesado puño—, si no le conozco bien a usted, Dan Haley. ¡A mí no me va a engañar! ¿Se cree que Marks y yo nos dedicamos al negocio de atrapar negros sólo para hacer favores a señores como usted, sin sacar nada para nosotros? ¡Por nada del mundo! Nos quedaremos con la muchacha sin discusión, y usted se callará o nos quedaremos con los dos… ¿qué nos lo impide? ¿No nos ha mostrado usted el camino? Nosotros somos tan libres como usted para hacer lo que nos dé la gana. Si usted o Shelby nos quieren perseguir, busque donde estaban las perdices el año pasado; si las encuentra, ¡mejor para usted!

—Bueno, bueno, olvidémoslo —dijo Haley, alarmado—. Ustedes cojan al niño a cambio del trabajo; siempre me ha tratado con justicia, Tom, y ha cumplido su palabra.

—Ya lo sabe —dijo Tom—; no asumo ninguna de sus mojigaterías, pero llevo honradamente mis cuentas hasta con el mismísimo diablo. Lo que digo que haré, lo hago, y usted lo sabe, Dan Haley.

—Así es, así es, ya lo he dicho, Tom —dijo Haley—; y si promete tener al niño dentro de una semana en cualquier lugar que usted diga, eso es lo único que quiero.

—Pero no es todo lo que yo quiero, ni muchísimo menos —dijo Tom—. No por nada tuve tratos con usted en Natchez, Haley; he aprendido a aguantar a una anguila cuando la cojo. Tiene que soltar cincuenta dólares al contado, o puede olvidarse de ese niño. Yo lo conozco a usted.

—Pero, cuando tiene un trabajo que le puede proporcionar un beneficio limpio de mil o mil seiscientos dólares, Tom, eso es poco razonable —dijo Haley.

—Sí, pero tenemos trabajo contratado para las próximas seis semanas, más de lo que podemos hacer. Si lo dejamos todo para ir tras los muchachos suyos y no cogemos a la muchacha al final —y siempre es dificilísimo coger a las muchachas—, ¿entonces, qué? ¿Nos iba a pagar un centavo usted? Creo que lo imagino pagando, sí. No, no; al contado los cincuenta. Si conseguimos el trabajo y es rentable, se los devolveré; si no, esto es por las molestias. Eso es justo, ¿verdad, Marks?

—Desde luego, desde luego —dijo Marks con tono conciliatorio—; sólo es una provisión de fondos, ¿verdad? ¡ji, ji, ji! pues somos abogados, ¿eh? Bueno, tenemos que mantener el buen humor, estar tranquilos, ya sabe. Tom le tendrá al niño donde usted diga, ¿verdad, Tom?

—Si encontramos al pequeño, se lo llevaré a Cincinnati y lo dejaré en casa de la abuela Belcher, cerca del desembarcadero —dijo Loker.

Marks había extraído del bolsillo una libreta grasienta y, sacando un papel alargado, se sentó y, fijando la vista en él, empezó a murmurar sobre su contenido: —Barnes… Condado de Shelby… muchacho, Jim, trescientos dólares, vivo o muerto. Edwards, Dick y Lucy, marido y mujer… seiscientos dólares; Polly con dos hijos, seiscientos dólares por ella o su cabeza. Sólo repaso nuestros asuntos, para ver si podemos hacer este encargo sin problemas. Loker —dijo, tras una pausa—, debemos poner a Adams y Springer sobre la pista de éstos; hace tiempo que nos contrataron.

—Cobrarán demasiado —dijo Tom.

—Yo me encargaré de eso; son nuevos en el negocio, y deben esperar cobrar poco —dijo Marks, mientras continuó leyendo—. Estos tres son casos fáciles, pues lo único que hay que hacer es matarlos de un tiro o jurar que los has matado; claro que no pueden cobrar mucho por eso. Los otros casos —dijo, doblando el papel— pueden retrasarse un tiempo. Así que ahora vayamos con los detalles. Bien, señor Haley, ¿usted vio a esta muchacha cuando llegó a la orilla?

—Desde luego, tan claro como lo veo a usted.

—¿Y a un hombre que la ayudó a subir por el barranco? —preguntó Loker.

—Desde luego que sí.

—Lo más probable —dijo Marks— es que la hayan acogido en algún lugar; pero la cuestión es ¿dónde? ¿Qué opinas, Tom?

—Debemos cruzar el río esta noche, sin duda —dijo Tom.

—Pero no hay ninguna barca —dijo Marks—. El hielo se mueve mucho, Tom, ¿no es peligroso?

—No sé nada de eso, sólo que hay que hacerlo —dijo Tom con decisión.

—Vaya por Dios —dijo Marks, inquieto—, pues, yo creo —dijo, acercándose a la ventana— que está tan oscuro como boca de lobo y, Tom…

—Resumiendo, que tienes miedo, Marks, pero no puedo remediar eso; tienes que ir. Supongo que quieres esperar un día o dos antes de emprender el camino, hasta que a la muchacha la hayan llevado clandestinamente a Sandusky.

—Yo no tengo nada de miedo —dijo Marks—, es sólo…

—¿Sólo qué? —preguntó Tom.

—Pues la cuestión de la barca. Ya ves que no hay ninguna barca.

—He oído decir a la mujer que venía una esta noche y que iba a cruzar un hombre en ella. Por peligroso que sea, debemos ir con él.

—Supongo que tienen buenos perros —dijo Haley.

—De primera —dijo Marks—. ¿Pero de qué sirven? No tiene usted nada de ella para darles a oler.

—Sí, tengo —dijo Haley, ufano—. Aquí está el chal que dejó en la cama por las prisas; también dejó el sombrero.

—¡Qué suerte! —dijo Loker—; tráigalos aquí.

—Pero los perros podrían dañar a la muchacha, si la encuentran de sopetón —dijo Haley.

—Es una posibilidad —dijo Marks—. Nuestros perros medio destrozaron a un tipo una vez, allá en Mobile, antes de que pudiéramos apartarlos.

—Pues en el caso de éstos que se venden por su aspecto, no es solución, ¿no creen? —dijo Haley.

—Sí, creo —dijo Marks—. Además, si la han acogido, tampoco es solución. Los perros no sirven en los estados donde protegen a esas criaturas, porque no puedes encontrar la pista. Sólo sirven en las plantaciones, donde los negros, cuando corren, corren por sí solos, sin que nadie les ayude.

—Bien —dijo Loker, que había salido al bar para hacer indagaciones—, dicen que ha venido el hombre con la barca; así, pues, Marks…

Este gran personaje echó una mirada desconsolada al confortable aposento que tenía que abandonar, pero se levantó despacio para obedecer. Después de intercambiar unas palabras más sobre los planes, Haley, de muy mala gana, dio a Tom los cincuenta dólares y se despidieron los tres prohombres.

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