La caída de los gigantes (103 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Walter se puso la americana y se serenó antes de subir la escalera de mármol. La sala de estar estaba decorada en ese mismo estilo sobrio, con madera rubia y unas cortinas de un turquesa pálido. Decidió que los padres de Monika tenían mejor gusto que los suyos.

Su madre lo miró y al instante supo que algo iba mal.

—¿Dónde está Monika? —preguntó con brusquedad.

Él la miró enarcando una ceja. No era propio de ella hacer una pregunta cuya respuesta podía ser «Ha ido al baño». Era evidente que estaba tensa.

—Vendrá dentro de unos minutos —respondió en voz baja.

—Mira esto —dijo su padre, agitando una hoja de papel—. Me lo acaban de enviar del despacho de Zimmermann para que les mande mi opinión. Esos revolucionarios rusos quieren enfurecer a Alemania. ¡Qué descaro! —Se había tomado un par de copitas de licor y estaba de un humor eufórico.

—¿A qué revolucionarios se refiere, padre? —repuso Walter con educación. En realidad no le importaba, pero agradecía tener un tema de conversación.

—¡A los de Zurich! Mártov, Lenin y esa gente. Se supone que en Rusia hay libertad de expresión ahora que el zar ha sido derrocado, así que quieren volver a su país. ¡Pero no pueden llegar hasta allí!

—Imagino que no es posible. No hay forma de viajar de Suiza a Rusia sin pasar por Alemania… Cualquier otra ruta por tierra supondría atravesar la línea de batalla. Pero todavía hay vapores que van de Inglaterra a Suecia cruzando el mar del Norte, ¿verdad? —replicó con ánimo meditabundo el padre de Monika, Konrad von der Helbard.

—Sí, pero esa gente no se arriesgará a viajar vía Gran Bretaña. Los británicos han detenido a Trotski y a Bujarin. Y Francia o Italia sería peor —dijo Walter.

—¡Conque están atrapados! —exclamó Otto, triunfal.

—¿Qué le aconsejará hacer al ministro de Exteriores Zimmermann, padre? —preguntó Walter.

—Que se niegue, desde luego. No queremos que esa chusma contamine a nuestro pueblo. ¿Quién sabe qué clase de alborotos tramarían esos demonios en Alemania?

—Lenin y Mártov —repitió Walter, con aire distraído—. Mártov es menchevique, pero Lenin es bolchevique. —Los servicios secretos alemanes estaban muy interesados en los revolucionarios rusos.

—Bolcheviques, mencheviques, socialistas, revolucionarios, son todos iguales —comentó Otto.

—No, no lo son —replicó Walter—. Los bolcheviques son los de línea más dura.

—¡Razón de más para no dejarlos pasar por nuestro país! —exclamó la madre de Monika, exaltada.

Walter no hizo caso de su comentario.

—Y, lo que es más importante, los bolcheviques del extranjero suelen ser más radicales que los que están en su país. Los bolcheviques de Petrogrado respaldan al gobierno provisional del príncipe Lvov, pero sus camaradas de Zurich no.

—¿Cómo sabes tú esas cosas? —preguntó Greta, su hermana.

Walter lo sabía porque había leído informes secretos de espías alemanes en Suiza que interceptaban el correo de los revolucionarios. Sin embargo, respondió:

—Lenin pronunció un discurso en Zurich hace unos días en el que repudiaba al gobierno provisional.

Otto profirió un gruñido desdeñoso, pero Konrad von der Helbard se inclinó hacia delante en su sillón.

—¿En qué estás pensando, joven?

—Al negarles a los revolucionarios el permiso para atravesar Alemania, estamos protegiendo a Rusia de sus ideas más subversivas —aclaró Walter.

Su madre puso cara de perplejidad.

—Explícate, por favor.

—Estoy sugiriendo que deberíamos ayudar a esos hombres peligrosos a llegar a su país. En cuanto estén allí, o bien intentarán minar al gobierno ruso y menoscabarán su capacidad para librar una guerra, o bien se harán con el poder y querrán firmar la paz. De uno u otro modo, Alemania saldría ganando.

Se produjo un momento de silencio mientras todos ellos lo reflexionaban. Después, Otto soltó una fuerte carcajada y dio una palmada.

—¡Mi propio hijo! —dijo—. ¡Al final resulta que sí ha heredado un poco de su padre!

II

Queridísima mía:

Zurich es una ciudad fría que se encuentra junto a un lago [escribió Walter], pero el sol brilla sobre el agua, en las boscosas laderas que lo rodean y en los Alpes, a lo lejos. Las calles están proyectadas en forma de cuadrícula, sin ninguna curva: ¡los suizos son todavía más ordenados que los alemanes! Ojalá estuvieras aquí, mi estimada amiga. ¡¡¡Ojalá estuvieras conmigo allá adonde voy!!!

Los signos de exclamación estaban pensados para que el censor postal se llevara la impresión de que la remitente era una muchacha exaltada. Aunque Walter se encontraba en la Suiza neutral, de todos modos llevaba mucho cuidado para que el texto de la carta no identificara ni al remitente ni al destinatario.

Me pregunto si sufres el bochorno de recibir la atención no deseada de pretendientes a quienes todos consideran buenos partidos. Eres tan hermosa y encantadora que seguro que sí. Yo tengo el mismo problema. No cuento con tu belleza ni tu encanto, pero, a pesar de eso, sí que recibo atenciones. Mi madre ha escogido a alguien para casarme, una antigua amistad de mi hermana, una persona a la que conozco de siempre y que siempre me ha gustado. Durante un tiempo me resultó muy difícil, pero me temo que al final esa persona ha descubierto que tengo una amistad que impide mi matrimonio. Sin embargo, me parece que nuestro secreto está a salvo.

Si algún censor se molestaba en leer hasta ahí, a esas alturas estaría convencido de que aquellas letras se las escribía una lesbiana a su amante. A esa misma conclusión llegaría cualquiera que leyera la carta en Inglaterra. Poco importaba: era evidente que Maud, siendo feminista y estando aparentemente soltera como estaba a la edad de veintiséis años, ya despertaba sospechas de mostrar inclinaciones sáficas.

Dentro de unos días estaré en Estocolmo, otra fría ciudad junto al agua, y podrías mandarme una carta al Grand Hotel de allí. [Suecia, al igual que Suiza, era un país neutral que disponía de servicio postal con Inglaterra.] ¡¡¡Me encantaría recibir noticias tuyas!!!

Hasta entonces, querida mía, recuerda a tu amor,

WALTRAUD

III

Estados Unidos declaró la guerra a Alemania el viernes 6 de abril de 1917.

Walter ya lo había esperado, pero de todas formas acusó el golpe. Estados Unidos era rico, enérgico y democrático: no lograba imaginar un enemigo peor. La única esperanza que les quedaba era que Rusia se viniera abajo y le diera a Alemania ocasión de vencer en el frente occidental antes de que los norteamericanos tuvieran tiempo de organizar sus fuerzas.

Tres días después, treinta y dos revolucionarios rusos exiliados se reunieron en el hotel Zähringerhof de Zurich: hombres, mujeres y un niño, un crío de cuatro años llamado Robert. Desde allí fueron a pie hasta el arco barroco de la estación del ferrocarril para subir a un tren que los llevaría a su hogar.

Walter había temido que no acudieran. Mártov, el líder menchevique, se había negado a partir sin el permiso del gobierno provisional de Petrogrado; una actitud extrañamente deferente para un revolucionario. El permiso no había llegado, pero Lenin y los bolcheviques habían decidido regresar de todos modos. Walter tenía mucho interés en que no se produjera ningún altercado durante el viaje, así que acompañó al grupo hasta la estación, que estaba junto al río, y subió al tren con ellos.

«Esta es el arma secreta de Alemania —pensó—: treinta y dos descontentos e inadaptados que sueñan con derrocar al gobierno de Rusia. Que Dios nos asista.»

Vladímir Iliich Uliánov, conocido como Lenin, tenía cuarenta y seis años. Era un hombre bajo y fornido, bien vestido pero sin elegancia, pues estaba demasiado ocupado para malgastar tiempo preocupándose por su estilo. En su día había sido pelirrojo, pero había perdido mucho pelo siendo aún joven y lucía una reluciente calva rodeada por los vestigios de su cabello y una perilla cuidadosamente recortada, pelirroja y veteada de canas. Al conocerlo, a Walter le había parecido mediocre, sin encanto ni apostura.

Von Ulrich se hizo pasar por un modesto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores al que le habían encargado la tarea de ocuparse de todas las gestiones prácticas necesarias para el viaje de los bolcheviques por Alemania. Lenin le había dirigido una mirada dura e inquisitiva, adivinando a todas luces que en realidad era algún tipo de agente de espionaje.

Viajaron hasta Schaffhausen, en la frontera, donde hicieron transbordo y subieron a un tren alemán. Todos hablaban algo de alemán, ya que habían vivido en la zona germanohablante de Suiza. El propio Lenin lo dominaba bastante. Era un lingüista destacado, según había descubierto Walter. Hablaba francés con fluidez, un inglés aceptable y leía a Aristóteles en griego antiguo. La idea que tenía Lenin de la relajación era sentarse un par de horas con un diccionario de un idioma extranjero.

En Gottmadingen volvieron a cambiar de tren y subieron a uno que tenía un vagón especialmente precintado para ellos, como si fueran portadores de una enfermedad infecciosa. Tres de sus cuatro puertas estaban atrancadas. La cuarta quedaba junto al compartimiento en que dormía Walter. Lo habían dispuesto así para tranquilizar a las preocupadísimas autoridades alemanas, pero no era necesario: los rusos no tenían deseo alguno de escapar, querían regresar a casa.

Lenin y su mujer, Nadia, disfrutaban de una estancia para ellos solos, pero los demás habían tenido que conformarse con un compartimiento para cada cuatro. «Bien por el igualitarismo», pensó Walter con cinismo.

A medida que el tren cruzaba Alemania de sur a norte, Walter empezó a sentir la fortaleza de carácter que se ocultaba bajo el anodino exterior de Lenin. Al bolchevique no le interesaban la comida, la bebida, la comodidad ni los bienes materiales. La política ocupaba todo su día. Siempre estaba discutiendo sobre política, escribiendo sobre política o pensando sobre política y haciendo anotaciones. Walter se fijó en que, en las discusiones, Lenin siempre parecía saber más que sus camaradas y haber reflexionado más y durante más tiempo que nadie… a menos que el tema de la discusión no tuviera nada que ver ni con Rusia ni con la política, en cuyo caso estaba bastante mal informado.

Era un auténtico aguafiestas. La primera noche, un joven con gafas, Karl Rádek, estaba contando chistes en el compartimiento contiguo.

—Detienen a un hombre por gritar: «¡Nicolás es un imbécil!», y él va y le dice al policía: «Me refería a otro Nicolás, agente, no a nuestro amadísimo zar». Y el policía le contesta: «¡Embustero! ¡Está claro que, si le has llamado imbécil, solo podías referirte al zar!».

Los compañeros de Rádek estaban desternillándose de risa, pero entonces Lenin salió de su compartimiento con cara de muy pocos amigos y les ordenó que bajaran la voz.

Al bolchevique no le gustaba el tabaco. Él lo había dejado, por insistencia de su madre, hacía treinta años. En deferencia a él, la gente fumaba en el aseo que había al final del vagón. Puesto que solo había un lavabo para treinta y dos personas, aquello ocasionaba colas y peleas. Lenin aplicó su notable intelecto a la resolución de ese problema. Cortó unos trocitos de papel y repartió a todo el mundo dos tipos de vales, unos cuantos para uso normal del lavabo y algunos menos para fumar. Así se redujo la cola y se terminaron las discusiones. Walter se quedó asombrado. El sistema funcionaba y todo el mundo parecía contento, pero no se había producido ningún debate, ningún intento de realizar una toma de decisiones colectiva. En ese grupo, Lenin era un dictador benévolo. Si alguna vez conseguía el verdadero poder, ¿dirigiría el Imperio ruso de la misma manera?

Pero ¿lograría hacerse con el poder? En caso contrario, Walter estaba perdiendo el tiempo.

Solo se le ocurría una forma de mejorar las posibilidades de Lenin, y se decidió a hacer lo posible por lograrlo.

En Berlín, bajó del tren diciéndoles a los rusos que volvería a reunirse con ellos para acompañarlos en la última etapa.

—No tarde —le dijo uno—. Partiremos otra vez dentro de una hora.

—Me daré prisa —repuso él.

El tren partiría cuando Walter lo dijera, pero eso los rusos no lo sabían.

El vagón se encontraba en un apartadero de la estación de Potsdamer Platz, y le llevó solo unos minutos llegar a pie desde allí al Ministerio de Asuntos Exteriores, en el número 76 de Wilhelmstrasse, en el corazón del viejo Berlín. El espacioso despacho de su padre tenía un pesado escritorio de caoba, un retrato del káiser y una vitrina con puertas de cristal que contenía su colección de cerámica, donde se encontraba el frutero de loza blanca del siglo XVIII que había comprado en su último viaje a Londres. Tal como había esperado Walter, Otto estaba sentado a su escritorio.

—No hay duda sobre las convicciones de Lenin —le explicó a su padre mientras tomaban un café—. Dice que han acabado con el símbolo de la opresión, el zar, sin transformar la sociedad rusa. Los obreros no han logrado hacerse con el poder: la clase media sigue dirigiéndolo todo. Además de eso, Lenin odia personalmente a Kérenski por alguna razón.

—Pero ¿conseguirá derrocar al gobierno provisional?

Walter extendió las manos en un gesto de impotencia.

—Es sumamente inteligente y resuelto; un líder nato. Nunca hace nada que no sea trabajar, pero los bolcheviques son solo un pequeño partido político de entre la docena o más que pugnan por el poder, y no hay forma de saber quién llegará a lo alto.

—De modo que todo este esfuerzo puede haber sido en balde.

—A menos que hagamos algo por ayudar a los bolcheviques a imponerse.

—¿Como qué?

Walter inspiró hondo.

—Darles dinero.

—¿Qué? —Otto estaba indignado—. ¿Que el gobierno de Alemania les dé dinero a unos revolucionarios socialistas?

—Recomiendo cien mil rublos, para empezar —prosiguió Walter con frialdad—. Preferiblemente en monedas de oro de diez rublos, si puede usted conseguirlas.

—El káiser nunca accedería a eso.

—¿Acaso tiene que saberlo? Zimmermann podría aprobar la medida valiéndose de su autoridad personal.

—Jamás haría algo así.

—¿Está seguro?

Otto miró a Walter en silencio durante largo rato, pensando.

—Se lo preguntaré —dijo al cabo.

IV

Después de tres días en el tren, los rusos salieron de Alemania. En Sassnitz, en la costa, compraron billetes para cruzar el Báltico hasta el extremo meridional de Suecia en el ferry
Queen Victoria
. Walter los acompañó. La travesía fue dura y todo el mundo acabó mareado, excepto Lenin, Rádek y Zinóviev, que estaban en cubierta, enfrascados en una violenta discusión política, y no parecían darse cuenta de lo gruesa que estaba la mar.

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