La caída de los gigantes (50 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Esa ama de llaves es de lo más inteligente —dijo Walter.

—Me entiende —repuso Maud. Se acercó a la puerta y cerró con llave—. Bueno… —dijo—. Al dormitorio.

—¿Prefieres desvestirte en privado? —preguntó Walter, que parecía preocupado.

—La verdad es que no —contestó Maud—. ¿Quieres mirar?

Él tragó saliva y, cuando habló, la voz le salió algo ronca.

—Sí, por favor —dijo—. Me gustaría. —Le abrió la puerta del dormitorio y ella pasó dentro.

A pesar de su exhibición de osadía, estaba nerviosa y se sentó en el borde de la cama para descalzarse. Nadie la había visto desnuda desde que tenía ocho años. No sabía si su cuerpo era hermoso, porque nunca había visto el de nadie más. Comparada con los desnudos de los museos, tenía unos pechos pequeños y las caderas anchas. Y entre las piernas le crecía un vello que nunca salía en las pinturas. ¿Pensaría Walter que su cuerpo era feo?

Él se quitó la chaqueta y el chaleco y los colgó con naturalidad. Maud supuso que algún día se acostumbrarían a eso. Todo el mundo lo hacía continuamente. Pero de momento era extraño, en cierto modo, y más intimidante que excitante.

Se bajó las medias y se quitó el sombrero. No le quedaba nada más que fuera superfluo. El siguiente paso era el grande. Se puso de pie.

Walter dejó de desatarse la corbata.

Deprisa, Maud se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. Después se deshizo de la enagua y se quitó la blusa con encaje por la cabeza. Se quedó de pie delante de él en ropa interior y observó su rostro.

—Eres preciosa —dijo Walter casi en un susurro.

Maud sonrió. Siempre acertaba con sus palabras.

La estrechó entre sus brazos y la besó. Maud empezó a sentirse menos nerviosa, casi relajada. Disfrutó del roce de su boca sobre la de ella, sus suaves labios y el cosquilleo de su bigote. Le acarició las mejillas, le apretó el lóbulo de la oreja con los dedos y pasó la mano por la columna de su cuello, sintiéndolo todo con una intensidad suprema, pensando: «Ahora todo esto es mío».

—Tumbémonos —dijo Walter.

—No. Todavía no. —Se apartó de él—. Espera. —Se quitó la camisola y mostró que llevaba uno de esos sostenes modernos. Se llevó las manos a la espalda, desabrochó el cierre y lo dejó caer al suelo. Lo miró en actitud desafiante, retándolo a que no le gustaran sus pechos.

—Son preciosos… ¿Puedo besarlos? —dijo él

—Puedes hacer todo lo que quieras —contestó ella, que se sentía deliciosamente descocada.

Él inclinó la cabeza hacia sus pechos y besó primero uno, luego el otro, dejando que sus labios rozaran delicadamente los pezones, que de repente se irguieron, como si el aire se hubiera vuelto frío. Maud sintió el súbito impulso de hacerle lo mismo a él, y se preguntó si le parecería extraño.

Walter le habría besado los pechos toda la eternidad. Ella lo apartó con delicadeza.

—Quítate el resto de la ropa —le dijo—. Deprisa.

Él se quitó los zapatos, los calcetines, la corbata, la camisa, la camiseta y los pantalones; entonces vaciló un instante.

—Me da vergüenza —repuso, riendo—. No sé por qué.

—Yo primero —dijo Maud.

Desanudó el cordón de sus calzones y se los quitó. Cuando levantó la mirada, también él estaba desnudo, y vio con asombro que su pene sobresalía erecto de entre la mata de pelo de la entrepierna. Se acordó de cuando lo había asido por entre su ropa en la ópera, y entonces deseó tocarlo otra vez.

—¿Podemos tumbarnos ya? —dijo Walter.

Fue una petición tan educada que Maud se echó a reír. Una expresión de dolor asomó al rostro del hombre, y ella enseguida quiso disculparse.

—Te quiero —le dijo, y la expresión de él se relajó—. Por favor, tumbémonos. —Estaba tan excitada que se sentía a punto de explotar.

Al principio se quedaron echados uno junto al otro, besándose y tocándose.

—Te quiero —volvió a decir Maud—. ¿Cuánto tardarás en aburrirte de que te lo diga?

—Nunca —contestó él con gallardía.

Maud lo creyó.

Al cabo de un rato, Walter preguntó:

—¿Ahora?

Y ella asintió con la cabeza.

Separó las piernas. Él se tumbó encima de ella, descansando su peso sobre los codos. Maud estaba tensa a causa de la expectación. Cargando todo su peso sobre el brazo izquierdo, Walter metió una mano entre los muslos de ella, que sintió cómo sus dedos le abrían los húmedos labios, y luego notó algo más grande. Él empujó, y de repente ella sintió un dolor y gritó.

—¡Lo siento! —dijo él—. Te he hecho daño. Lo siento muchísimo.

—Espera un momento. —El dolor no era tan terrible. Estaba más sorprendida que otra cosa—. Inténtalo otra vez —dijo—. Pero con más cuidado.

Sintió que la cabeza de su pene volvía a rozarle los labios y supo que no entraría: era demasiado grande, o el agujero era demasiado pequeño, o las dos cosas. Pero le dejó empujar, esperando lo mejor. Le dolía, pero esta vez apretó los dientes y reprimió los gritos. Su estoicismo no servía de nada. Al cabo de unos momentos, Walter se detuvo.

—No entro —dijo.

—¿Qué sucede? —preguntó ella con tristeza—. Pensaba que esto era algo que ocurría con naturalidad.

—Tampoco yo lo entiendo —dijo Walter—. No tengo experiencia.

—Ni yo, desde luego. —Alargó una mano y le agarró el pene.

Le encantaba sentirlo en su mano, duro pero sedoso. Intentó hacerlo entrar en su cuerpo levantando las caderas para que resultara más fácil, pero al cabo de un momento él se echó atrás.

—¡Ay! ¡Lo siento! A mí también me duele.

—¿Crees que la tienes más grande de lo normal? —preguntó, insegura.

—No. Cuando estaba en el ejército vi a muchos hombres desnudos. Algunos la tienen grandísima, y se sienten muy orgullosos, pero yo soy de la media, y de todas formas nunca oí que ni uno solo de ellos se quejara de estas dificultades.

Maud asintió. El único pene que había visto ella era el de Fitz, y, por lo que podía recordar, era más o menos del mismo tamaño que el de Walter.

—A lo mejor soy yo la que lo tiene muy pequeño.

Walter negó con la cabeza.

—Cuando tenía dieciséis años, pasé una temporada en el castillo que posee la familia de Robert en Hungría. Allí había una doncella, Greta, que era muy… vivaracha. No tuvimos relaciones sexuales, pero sí que experimentamos. Yo la tocaba igual que te toqué a ti en la biblioteca de Sussex House. Espero que no te enfades porque te cuente esto.

Ella le besó la barbilla.

—Ni mucho menos.

—Greta no era muy diferente a ti en esa zona.

—Entonces, ¿qué estamos haciendo mal?

Walter suspiró y se retiró de encima de ella. Puso el brazo bajo la cabeza de Maud y la acercó hacia sí para besarle la frente.

—He oído decir que las parejas recién casadas pueden tener dificultades. A veces el hombre está tan nervioso que no consigue una erección. También he oído hablar de hombres que se excitan demasiado y eyaculan aun antes de que tenga lugar la relación. Me parece que debemos ser pacientes, amarnos y esperar a ver qué pasa.

—¡Pero es que solo tenemos una noche! —Maud se echó a llorar.

Walter le dio unas palmaditas cariñosas.

—Tranquila, tranquila.

Pero no sirvió de nada. Maud se sentía fracasada. «Me creía tan lista —pensó—, escapando de mi hermano y casándome con Walter en secreto, y ahora ha resultado ser todo un desastre.» Estaba decepcionada por ella misma, pero más aún por Walter. ¡Qué horrible para él tener que esperar hasta la edad de veintiocho años para casarse con una mujer que no podía satisfacerlo!

Deseó poder hablar con alguien de eso, con otra mujer, pero… ¿con quién? La idea de comentárselo a tía Herm era ridícula. Había mujeres que compartían secretos con sus doncellas, pero Maud nunca había disfrutado de esa clase de relación con Sanderson. Tal vez podía hablar con Ethel. Ahora que lo pensaba, era ella quien le había dicho que era normal tener vello entre las piernas. Pero Ethel se había ido con Robert.

Walter se sentó en la cama.

—Pidamos la cena, y quizá también una botella de vino —dijo—. Nos sentaremos juntos como marido y mujer y hablaremos un rato de esto y de aquello. Después, más tarde, lo intentaremos otra vez.

Maud no tenía apetito y no lograba imaginarse charlando «de esto y de aquello», pero tampoco tenía una idea mejor, así que accedió. Abatida, volvió a ponerse la ropa. Walter se vistió deprisa, fue a la habitación contigua y tocó la campanilla para llamar a un camarero. Maud oyó cómo pedía fiambres, pescado ahumado, ensaladas y una botella de vino blanco del Rin.

Se sentó junto a una ventana abierta y miró a la calle de abajo. Un cartel de anuncio de un periódico decía: ULTIMÁTUM BRITÁNICO A ALEMANIA. Puede que Walter muriera en esa guerra. No quería que muriera virgen.

Walter la llamó cuando llegó la cena, y ella se reunió con él en la otra habitación. El camarero había extendido un mantel blanco y había servido salmón ahumado, lonchas de jamón, lechuga, tomates, pepino y pan blanco en rebanadas. Maud no tenía hambre, pero bebió a sorbitos el vino blanco que le ofreció Walter, y también mordisqueó un poco de salmón para dar muestras de buena voluntad.

Al final sí que hablaron de esto y de aquello. Walter estuvo recordando su infancia, a su madre y su época en Eton. Maud le habló de las fiestas que daban en Ty Gwyn cuando aún vivía su padre. Sus invitados eran los hombres más poderosos del país, y su madre tenía que reorganizar la asignación de habitaciones para que todos ellos pudieran estar cerca de sus amantes.

Al principio, Maud se esforzaba conscientemente por darle conversación, como si fueran dos personas que apenas se conocían; pero no tardaron en relajarse y recuperar su habitual intimidad, y entonces empezó a decir simplemente lo que se le pasaba por la cabeza. El camarero recogió la cena y ellos se trasladaron al sofá, donde siguieron charlando agarrados de la mano. Especularon sobre la vida sexual de otras personas: sus padres, Fitz, Robert, Ethel, incluso la duquesa. A Maud le fascinó saber acerca de hombres como Robert: dónde se encontraban, cómo se reconocían unos a otros y qué hacían. Se besaban igual que un hombre besa a una mujer, le explicó Walter, y hacían lo que ella le había hecho a él en la ópera, y otras cosas… Dijo que no estaba muy seguro de conocer los detalles, pero a ella le dio la impresión de que sí lo sabía, aunque le daba demasiada vergüenza decirlo.

Se sorprendió cuando el reloj de la chimenea tocó la medianoche.

—Vayamos a acostarnos —dijo—. Quiero dormir en tus brazos, aunque las cosas no sucedan tal y como se suponía que debían hacerlo.

—Está bien. —Walter se levantó—. ¿Te importa que antes me ocupe de algo? Hay un teléfono para uso de los clientes en el vestíbulo. Quisiera llamar a la embajada.

—Desde luego.

Walter salió. Maud fue al baño que había al final del pasillo y luego regresó a la suite. Se quitó la ropa y se metió en la cama desnuda. Casi sentía que ya no le importaba lo que ocurriera. Se amaban y estaban juntos, y si eso era todo lo que tenían, sería suficiente.

Walter volvió unos minutos después. Traía una expresión sombría, y Maud supo de inmediato que le habían dado malas noticias.

—Gran Bretaña le ha declarado la guerra a Alemania —dijo él.

—¡Oh, Walter, lo siento muchísimo!

—La embajada ha recibido el mensaje hace una hora. El joven Nicolson lo ha traído desde el Foreign Office y ha sacado de la cama al príncipe Lichnowsky.

Sabían que era prácticamente seguro que iba a suceder, pero, aun así, la realidad golpeó a Maud como un mazo. También Walter, vio ella entonces, estaba alterado.

Se quitó la ropa con movimientos automáticos, como si llevara años desvistiéndose delante de su mujer.

—Nos vamos mañana —dijo. Se quitó los calzones, y ella vio que su pene en estado normal era pequeño y arrugado—. Tengo que estar en la estación de Liverpool Street con la maleta hecha a las diez en punto. —Apagó la luz eléctrica y se metió en la cama con ella.

Se quedaron tumbados uno junto al otro, sin tocarse, y durante unos horribles instantes Maud pensó que se quedaría dormido así; entonces Walter se volvió hacia ella, la abrazó y le dio un beso en la boca. A pesar de todo, ella se sentía embriagada de deseo por él; de hecho, era casi como si sus problemas le hubieran hecho amarlo con más intensidad y más desesperación. Maud sintió cómo su pene crecía y se endurecía contra su suave barriga. Un momento después, se puso sobre ella. Igual que antes, se inclinó sobre el brazo izquierdo y la tocó con la mano derecha. Igual que antes, Maud sintió su pene erecto que intentaba abrirse paso entre sus labios. Igual que antes, le dolió… pero solo un momento. Esta vez se deslizó dentro de ella.

Se produjo un momento más de resistencia, y entonces perdió la virginidad; de repente, él había entrado hasta el fondo y quedaron unidos en el abrazo más antiguo del mundo.

—Oh, gracias al cielo —dijo Maud.

Después, el alivio dio paso al placer, y empezó a moverse con él a un ritmo feliz. Y así, por fin, hicieron el amor.

SEGUNDA PARTE

La guerra de los gigantes

12

Agosto de 1914

I

Katerina estaba angustiada. Cuando los carteles que anunciaban la movilización de las tropas empapelaron San Petersburgo, se quedó llorando sentada en la habitación de Grigori, peinándose su larga y rubia melena con los dedos, como si estuviera loca, y repitiendo: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».

Al verla, Grigori sintió ganas de estrecharla entre sus brazos, besar sus lágrimas hasta enjugarlas y prometerle que jamás la abandonaría. Sin embargo, no podía prometerle tal cosa y, además, ella estaba enamorada de su hermano, no de él.

Grigori había hecho el servicio militar y, por tanto, era reservista; en teoría, un soldado listo para entrar en combate. De hecho, gran parte de su instrucción había consistido en practicar la marcha y la construcción de carreteras. No obstante, creía que iba a estar entre los primeros llamados a filas.

Aquello lo hacía sentirse furioso. La guerra era algo tan estúpido y descabellado como todo lo que hacía el zar Nicolás. Se había cometido un asesinato en Bosnia, y un mes después, ¡Rusia estaba en guerra con Alemania! Miles de trabajadores y campesinos perderían la vida en ambos bandos, y no se lograría nada. Para Grigori y para todos sus conocidos, aquella era la prueba de que la nobleza rusa era demasiado idiota para gobernar.

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