La caída de los gigantes (106 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Lev sabía por los periódicos que las juntas locales de reclutamiento serían las encargadas de llevar a cabo el proceso. Vyalov estaba seguro de que tenía al menos un amigo en la junta que sería capaz de solucionar cualquier cuestión que le planteara. Así era como funcionaba esa ciudad. Sin embargo, Lev no sacó a Olga de su equívoco. Necesitaba una tapadera que no implicara a Marga, y Olga había inventado una.

—Claro —dijo—. Supongo que debe de haber sido por eso.

—Papá —balbuceó entonces Daisy.

—¡Qué niña tan lista! —exclamó Polina.

—Estoy segura de que harás un buen trabajo al mando de la fundición —lo animó Olga.

Lev le lanzó su mejor sonrisa tímida americana.

—Lo haré tan bien como sepa —dijo.

II

Gus Dewar tenía la sensación de que la misión europea que le había encomendado el presidente había sido un fracaso. «¿Un fracaso? —preguntó Woodrow Wilson—. ¡Claro que no! Lograste que los alemanes presentaran una oferta de paz. No es culpa tuya que los británicos y los franceses les dijeran que se fueran al diablo. Puedes acompañar a un caballo hasta el agua, pero no puedes obligarlo a beber.» Aun así, lo cierto era que Gus ni tan siquiera había logrado un acercamiento entre ambas partes para que iniciaran unas negociaciones preliminares.

De modo que estaba ansioso por tener éxito en la nueva tarea que Wilson le había encargado.

—La Metalurgia Buffalo ha cerrado por huelga —dijo el presidente—. Tenemos barcos, aviones y vehículos militares parados en las cadenas de producción esperando las hélices y los ventiladores que fabrican. Tú eres de Buffalo, ve allí y haz que regresen al trabajo.

En la primera noche en su ciudad, Gus fue a cenar a casa de Chuck Dixon, su rival en el pasado en la lucha por el corazón de Olga Vyalov. Chuck y su reciente esposa, Doris, tenían una mansión victoriana en Elmwood Avenue, calle que discurría paralela a Delaware Avenue; él tomaba el tren de Belt Line todas las mañanas para ir a trabajar al banco de su padre.

Doris era una chica guapa que se parecía un poco a Olga, y mientras Gus observaba a los recién casados se preguntó hasta qué punto le gustaría aquella vida hogareña. En el pasado había soñado con despertarse cada mañana junto a Olga, pero aquello había sido dos años atrás, y como los efectos de la fascinación se habían desvanecido, creía que prefería su apartamento de soltero de la calle Dieciséis de Washington.

Cuando se sentaron para comer el filete con puré de patatas, Doris preguntó:

—¿Qué ha sucedido con la promesa del presidente Wilson de mantenernos al margen de la guerra?

—Hay que confiar en él —dijo Gus con suavidad—. Durante tres años ha hecho campaña a favor de la paz. Lo que ocurre es que no lo han escuchado.

—Eso no significa que debamos entrar en combate.

—¡Cariño, los alemanes están hundiendo barcos estadounidenses! —espetó Chuck con impaciencia.

—¡Pues entonces que les digan a los barcos estadounidenses que se alejen de la zona de guerra!

Doris parecía enfadada, y Gus supuso que no era la primera vez que mantenían esa discusión. Sin duda, su ira se alimentaba del temor a que llamaran a filas a Chuck.

Gus opinaba que aquellos temas tenían demasiados matices como para caer en declaraciones apasionadas sobre lo que estaba bien y mal.

—Bueno, es una alternativa —dijo sin perder la compostura—, y el presidente la tuvo en cuenta. Pero eso implicaría aceptar que Alemania tiene el poder para decirnos a dónde pueden ir los barcos estadounidenses y a dónde no.

—¡No podemos permitir que Alemania ni ningún otro país nos intimide de ese modo! —exclamó Chuck, indignado.

Doris se mostraba inflexible.

—Si con ello se pueden salvar vidas, ¿por qué no?

—La mayoría de los norteamericanos comparte la opinión de Chuck.

—Eso no significa que esté bien.

—Wilson cree que un presidente debe hacer frente a la opinión pública como un velero al viento: debe aprovecharse de ella, pero nunca ir directamente en contra de ella.

—Entonces, ¿por qué tiene que haber reclutamiento obligatorio? Eso convierte a los hombres de nuestro país en esclavos.

Chuck volvió a meter baza.

—¿No crees que todos deberíamos ser responsables por igual de la defensa de nuestro país?

—Tenemos un ejército profesional. Al menos esos hombres se enrolaron de forma voluntaria.

—Tenemos un ejército de ciento treinta mil hombres, una cifra insignificante en esta guerra. Necesitaremos al menos un millón.

—Para que mueran muchos hombres más —dijo Doris.

—Puedo asegurarte que en el banco estamos encantados. Hemos prestado mucho dinero a compañías estadounidenses que están pertrechando a los aliados. Si ganan los alemanes, y los británicos y los gabachos no pueden pagar sus deudas, nos veremos en problemas.

—No lo sabía —admitió Doris, pensativa.

Chuck le dio unas palmaditas en la mano.

—No te preocupes, cariño. No va a suceder. Los aliados ganarán, sobre todo si los Estados Unidos de América los ayudan.

—Hay otra razón para que entremos en combate —dijo Gus—. Cuando se acabe el conflicto bélico, Estados Unidos podrá tomar parte como igual en los acuerdos de posguerra. Tal vez no parezca algo muy importante, pero Wilson sueña con crear una Sociedad de las Naciones para solucionar futuros conflictos sin matarnos unos a otros. —Miró a Doris—. Imagino que estarás a favor de eso.

—Sin duda.

Chuck cambió de tema.

—¿Qué te trae a casa, Gus? Aparte del deseo de explicarnos las decisiones del presidente a la gente de la calle.

Les habló de la huelga. Comentó el tema sin darle mucha importancia, ya que se trataba de una conversación en mitad de la cena, pero, en realidad, estaba preocupado. La Metalurgia Buffalo desempeñaba un papel vital en el esfuerzo bélico, y no sabía cómo lograr que los hombres regresaran a su puesto de trabajo. Wilson había puesto fin a una huelga nacional del ferrocarril poco antes de su reelección y parecía pensar que la intervención en los conflictos industriales era un elemento natural de la vida política. A Gus le parecía una gran responsabilidad.

—Sabes quién es el amo, ¿verdad? —preguntó Chuck.

—Vyalov. —Gus se había informado.

—¿Y quién la dirige por él?

—No.

—Su nuevo yerno, Lev Peshkov.

—Oh —dijo Gus—. No lo sabía.

III

Lev estaba furioso a causa de la huelga. El sindicato intentaba aprovecharse de su inexperiencia. Creía que Brian Hall y los demás trabajadores lo consideraban un hombre débil, pero estaba decidido a demostrarles que se equivocaban.

Había intentado ser razonable.

—El señor V necesita recuperar parte del dinero que perdió en la época de vacas flacas —le había dicho a Hall.

—¡Y los hombres tienen que recuperar parte del dinero que perdieron cuando les bajaron el sueldo! —replicó Hall.

—No es lo mismo.

—No, no lo es —admitió Hall—. Usted es rico y ellos, pobres. Es más duro para ellos. —El hombre era tan agudo que lo sacaba de quicio.

Lev estaba desesperado por volver a recuperar la confianza de su suegro. Era peligroso dejar que un hombre como Josef Vyalov estuviera disgustado con uno durante mucho tiempo. El problema era que el encanto era la única baza de Lev, y este no surtía efecto alguno en Vyalov.

Sin embargo, su suegro le había dado su apoyo en el asunto de la fundición.

—A veces hay que dejar que vayan a la huelga —le había dicho—. No conviene ceder. Hay que aguantar. Entran en razón cuando empiezan a tener hambre. —Pero Lev sabía que Vyalov podía cambiar de opinión rápidamente.

No obstante, Lev tenía su propio plan para precipitar el fin de la huelga: iba a utilizar el poder de los medios de comunicación.

Lev era socio del Club Náutico de Buffalo, gracias a su suegro, que había logrado que lo aceptaran. La mayoría de los hombres de negocios más prominentes de la ciudad también eran socios, incluido Peter Hoyle, director del
Buffalo Advertiser
. Una tarde, Lev abordó a Hoyle en la sede del club, situado en Porter Avenue.

El
Advertiser
era un periódico conservador que siempre exigía estabilidad y culpaba a los extranjeros, a los negros y a los socialistas alborotadores de todos los males. Hoyle, un tipo imponente que lucía un bigote negro, era amigo de Vyalov.

—Hola, joven Peshkov —dijo, con voz fuerte y áspera, como si estuviera acostumbrado a gritar para hacerse oír por encima del ruido de una rotativa—. He oído que el presidente ha enviado a la ciudad al hijo de Cam Dewar para que solucione vuestra huelga.

—Eso creo, pero aún no he tenido noticias suyas.

—Lo conozco. Es un chico ingenuo. No tienes de qué preocuparte.

Lev se mostró de acuerdo. Le había robado un dólar a Gus Dewar en Petrogrado en 1914, y el año anterior le había robado a su prometida con la misma facilidad.

—Quería hablar con usted sobre la huelga —repuso, sentándose en el sillón de cuero que había frente a Hoyle.

—El
Advertiser
ya ha condenado a los huelguistas como socialistas y revolucionarios antiamericanos —dijo Hoyle—. ¿Qué más podemos hacer?

—Llámenlos agentes infiltrados —respondió Lev—. Han interrumpido la producción de los vehículos que nuestros chicos van a necesitar cuando lleguen a Europa, ¡pero los trabajadores de la fábrica están exentos del reclutamiento!

—Es una forma de verlo. —Hoyle frunció el entrecejo—. Pero aún no sabemos cómo se va a organizar el reclutamiento.

—Seguro que excluirá a las industrias bélicas.

—Eso es cierto.

—Y, a pesar de todo, siguen pidiendo más dinero. Mucha gente aceptaría un sueldo menor por un trabajo que le permitiera librarse de ser llamada a filas.

Hoyle sacó una libreta del bolsillo de la chaqueta y empezó a escribir.

—Aceptar un sueldo más bajo por un trabajo que los eximiera del reclutamiento —murmuró.

—Quizá quiera preguntar: ¿y ellos en qué bando están?

—Suena a titular.

Lev se sorprendió y se dio por satisfecho. Había sido fácil.

Hoyle levantó la mirada de la libreta.

—Supongo que el señor V sabe que estamos manteniendo esta conversación.

Lev no había esperado que le hicieran esa pregunta. Sonrió para disimular su confusión. Se dio cuenta de que si decía que no, Hoyle dejaría aquel asunto de inmediato.

—Sí, por supuesto —mintió—. De hecho, ha sido idea suya.

IV

Vyalov le pidió a Gus que se reuniera con él en el Club Náutico, mientras que Brian Hall propuso una reunión en la sede de Buffalo del sindicato. Cada uno quería celebrar el encuentro en su propio territorio, en un lugar donde se sintiera seguro y al frente de la situación, de modo que Gus reservó una sala de reuniones en el hotel Statler.

Lev Peshkov había atacado a los huelguistas acusándolos de prófugos, y el
Advertiser
se había hecho eco de sus diatribas publicándolas en portada, con el titular de «¿En qué bando están?». Cuando Gus vio el periódico se quedó consternado: unos comentarios tan agresivos solo conseguirían echar más leña al fuego. Sin embargo, a Lev le había salido el tiro por la culata, porque los periódicos de esa mañana informaban de una oleada de protestas por parte de los trabajadores en otras fábricas relacionadas con la industria bélica, indignados ante la propuesta de recibir salarios más bajos a cambio de su condición privilegiada por no ser llamados a filas, y furiosos porque los hubiesen llamado «prófugos», como si quisieran eludir sus responsabilidades. La torpeza de Lev alentó a Gus, pero sabía que su verdadero enemigo era Vyalov, y eso lo ponía muy nervioso.

Gus se llevó todos los periódicos consigo al Statler y los depositó en una mesa auxiliar en la sala de reuniones. En una posición destacada colocó un periodicucho popular con un titular que decía: «¿Y tú, Lev? ¿Te vas a alistar?».

Gus le había pedido a Brian Hall que llegase allí un cuarto de hora antes que Vyalov, y el jefe sindical apareció puntual como un reloj. Gus reparó en que llevaba un traje elegante y sombrero de fieltro gris. Una buena táctica, porque era un error parecer inferior, aunque fuese el representante de los trabajadores. Hall era tan extraordinario, a su manera, como Vyalov.

Hall vio los periódicos y sonrió.

—El joven Lev ha cometido un error —dijo con satisfacción—. Se ha metido él solito en un buen lío.

—Manipular a la prensa es un juego peligroso —convino Gus. A continuación, fue directo al grano—: Sus hombres piden un aumento de un dólar al día.

—Solo son diez céntimos más de lo que cobraban mis hombres antes de que Vyalov comprara la fábrica, y…

—Eso da igual —lo interrumpió Gus, mostrando más audacia de la que sentía realmente—. Si le consigo cincuenta centavos, ¿lo aceptará?

Hall parecía tener sus reservas.

—Tendría que discutirlo con los hombres…

—No —dijo Gus—. Tiene que decidirlo ahora. —Esperaba que no se le notase el nerviosismo.

Hall empezó a dar rodeos.

—¿Lo ha aceptado Vyalov?

—Yo me encargo de Vyalov. Cincuenta centavos, lo toma o lo deja. —Gus venció el impulso de secarse el sudor de la frente.

Hall miró a Gus durante largo rato, pensativamente. Gus sospechaba que tras aquel aspecto belicoso se ocultaba una inteligencia muy astuta. Hall habló al fin.

—Lo aceptamos… de momento.

—Gracias. —Gus logró reprimir a tiempo un largo suspiro de alivio—. ¿Le apetece un café?

—De acuerdo.

Gus se volvió, agradeciendo poder ocultar el rostro, y llamó a un camarero.

Josef Vyalov y Lev Peshkov entraron en la sala. Gus no les estrechó la mano.

—Siéntense —dijo con brusquedad.

La mirada de Vyalov se desplazó a los periódicos que había encima de la mesa y una expresión de irritación le ensombreció el rostro. Gus supuso que esos titulares ya le habían causado más de un problema a Lev.

Evitó mirarlo directamente: aquel era el chófer que había seducido a la prometida de Gus… pero no podía permitir que eso le nublase el juicio. Le habría gustado darle un puñetazo a Lev en la cara, pero si aquella reunión salía según lo planeado, eso sería más humillante para Lev que un puñetazo… y mucho más gratificante para Gus.

Apareció un camarero y Dewar dijo:

—Traiga café para estos señores, por favor, y un plato de bocadillos de jamón. —No les preguntó qué querían tomar a propósito. Había visto a Woodrow Wilson obrar del mismo modo con la gente cuando pretendía intimidarla.

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