La caída de los gigantes (99 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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El hombre era pequeño y pesaba poco. Grigori lo alzó del suelo un momento. Después, con todas sus fuerzas, lo arrojó por la ventana.

Kozlov pareció caer por el aire muy despacio. La luz del sol hacía resaltar las vueltas verdes de su uniforme mientras sobrepasaba el pretil del tejado de la iglesia. Un largo grito de puro terror resonó en el silencio. Después se estrelló contra el suelo con un golpe sordo que se oyó incluso desde el campanario, y el grito quedó bruscamente interrumpido.

Tras un momento de silencio, estallaron los vítores.

Grigori se dio cuenta de que la gente lo aclamaba a él. Habían visto el uniforme de la policía en el suelo y el uniforme del ejército en la torrecilla, y habían comprendido lo que acababa de suceder. Mientras miraba hacia abajo, la gente salía de los portales y de las esquinas y se quedaba de pie en la calle, dirigiendo la vista hacia arriba, hacia él, gritando y aplaudiendo. Era un héroe.

No se sentía cómodo con ello. Había matado a muchos hombres en la guerra y ya no sufría aprensión, pero de todas formas le resultaba difícil celebrar una muerte más, por mucho que Kozlov hubiese merecido morir. Se quedó allí unos instantes, dejando que lo aplaudieran, aunque se sentía a disgusto. Después volvió a esconderse dentro y bajó la escalera de caracol.

Recogió su revólver y su fusil al bajar. Cuando salió a la iglesia, el padre Mijaíl lo estaba esperando con cara de miedo. Grigori lo apuntó con el revólver.

—Debería dispararle —dijo—. Ese francotirador al que ha permitido subir a su tejado ha matado a dos amigos míos y por lo menos a tres personas más, y usted es un demonio asesino por dejar que lo hiciera.

El sacerdote se sobresaltó tanto al oír que lo llamaban demonio que se quedó sin palabras, pero Grigori no encontró valor para disparar a un civil desarmado, así que masculló algo con repugnancia y salió a la calle.

Los hombres de su pelotón lo estaban esperando y rugieron con entusiasmo cuando apareció a la luz del sol. No pudo evitar que lo subieran a hombros y se lo llevaran en procesión.

Desde ese elevado punto de vista, vio que el ambiente de la calle había cambiado. La gente estaba más borracha, y en cada manzana había una o dos personas inconscientes tiradas en algún portal. Se asombró al ver a hombres y mujeres que iban mucho más allá de un simple beso en los callejones. Todo el mundo iba armado: estaba claro que la turba había saqueado otros arsenales, y puede que también fábricas de armamento. En todos los cruces había coches estrellados, algunos con ambulancias y médicos atendiendo a los heridos. Tanto niños como adultos recorrían las calles, y los más pequeños se lo estaban pasando especialmente bien, robando comida, fumando cigarrillos y jugando en los automóviles abandonados.

Grigori vio una tienda de pieles saqueada con una eficiencia que parecía profesional, y reconoció a Trofim, un antiguo socio de Lev, sacando abrigos de la tienda a brazadas y cargándolos en una carretilla mientras otro compinche de Lev, el policía corrupto Fiódor, vestido ese día con un sobretodo de campesino para ocultar su uniforme, supervisaba su trabajo. Los criminales de la ciudad veían la revolución como una oportunidad de negocio.

Al cabo de un rato, los hombres de Grigori lo dejaron en el suelo. La luz de la tarde se iba desvaneciendo, en la calle se habían encendido muchas hogueras. La gente se reunía a su alrededor a beber y cantar canciones.

Grigori se sintió abatido al ver a un niño de unos diez años quitándole la pistola a un soldado que había quedado inconsciente. Era una Luger P08 de cañón largo semiautomática, un arma con las que pertrechaban a las unidades de artillería del ejército alemán: aquel soldado debía de habérsela robado a un prisionero en el frente. El niño la sostuvo con ambas manos, sonriendo, y apuntó con ella al hombre que estaba en el suelo. Cuando Grigori se movió para quitarle la pistola, el niño apretó el gatillo y una bala se hundió en el pecho del soldado borracho. El pequeño gritó, pero, espantado como estaba, mantuvo el gatillo apretado, de manera que la pistola semiautomática siguió disparando. El retroceso del arma hizo que el chico levantara los brazos y que las balas se dispersaran. Le dio a una anciana y a otro soldado, hasta que el cargador de ocho disparos quedó vacío. Entonces bajó el arma.

Antes de que Grigori pudiera reaccionar a ese horror, oyó otro grito y giró en redondo. En el portal de una sombrerería cerrada, una pareja estaba realizando el acto sexual. La mujer tenía la espalda contra la pared y la falda levantada hasta la cintura, las piernas muy separadas y los pies, calzados en botas, plantados con firmeza en el suelo. El hombre, que vestía un uniforme de cabo, estaba entre las piernas de ella, las rodillas dobladas, los pantalones desabrochados, embistiéndola. El pelotón de Grigori se había reunido a su alrededor para animarlos.

El hombre pareció llegar al clímax. Se retiró enseguida, se volvió y se abrochó la bragueta mientras la mujer se bajaba la falda.

—Espera un momento… ¡Ahora me toca a mí! —dijo un soldado llamado Ígor. Le levantó la falda a la mujer y dejó ver sus piernas blancas.

Los demás lo jalearon.

—¡No! —gritó la mujer, e intentó quitárselo de encima. Estaba borracha, pero no indefensa.

Ígor era un hombre bajo y enjuto, pero con una fuerza sorprendente. La empujó contra la pared y la agarró de las muñecas.

—Venga —le dijo—. Todos los soldados son igual de buenos.

La mujer se resistió, pero otros dos la asieron con fuerza y la inmovilizaron.

—¡Eh, dejadla en paz! —dijo su primer compañero.

—Tú ya has tenido lo tuyo, ahora me toca a mí —dijo Ígor, desabrochándose los pantalones.

Grigori sintió repugnancia al ver esa escena.

—¡Parad! —gritó.

Ígor le dirigió una mirada desafiante.

—¿Me estás dando una orden como oficial, Grigori Serguéievich?

—No como oficial… ¡como ser humano! —dijo Grigori—. Vamos, Ígor, ya ves que la chica no quiere estar contigo. Hay muchas otras mujeres.

—Yo quiero a esta. —Ígor miró alrededor—. Todos queremos a esta, ¿verdad, chicos?

Grigori dio un paso al frente y puso los brazos en jarras.

—¿Sois hombres, o perros? —vociferó—. ¡Esta mujer ha dicho que no! —Le pasó un brazo por los hombros a Ígor, que estaba furioso—. Dime una cosa, camarada, ¿hay algún sitio por aquí donde un hombre pueda echarse un trago?

Ígor sonrió con malicia, los soldados vitorearon y la mujer se escabulló.

—Veo un hotelito al otro lado de la calle. ¿Por qué no le preguntamos al propietario si, por casualidad, le queda algo de vodka? —propuso Grigori.

Los hombres volvieron a aclamarlo, y entraron todos en el hotel.

En el vestíbulo, el espantado propietario estaba sirviendo cerveza gratis. Grigori pensó que era listo. Los hombres tardaban más en beber cerveza que vodka, y era menos probable que se pusieran violentos.

Aceptó un vaso y bebió un buen trago. Su euforia se había esfumado. Se sentía como si hubiera estado ebrio y de pronto hubiese recuperado la sobriedad. El incidente con la mujer del portal lo había consternado, y lo del chiquillo disparando la pistola semiautomática había sido espantoso. La revolución no era cuestión simplemente de liberarse de las cadenas. Armar a la gente conllevaba peligros. Dejar que los soldados requisaran los coches de la burguesía era casi igual de mortífero. Incluso la libertad aparentemente inofensiva de besar a quien uno quisiera había desembocado, en cuestión de horas, en la intentona del pelotón de Grigori de cometer una violación en grupo.

Aquello no podía continuar así.

Tenía que imponerse el orden. Grigori no quería regresar a los viejos tiempos, desde luego. El zar les había dado colas para conseguir pan, una policía cruenta y soldados sin botas. Pero tenía que existir una libertad sin caos.

El sargento masculló como excusa que tenía que ir a mear y se alejó de sus hombres. Regresó caminando por donde había venido, a lo largo de la avenida Nevski. Ese día, el pueblo había ganado la batalla. Los oficiales de la policía y el ejército del zar habían sido derrotados. Sin embargo, si eso solo conducía a una orgía de violencia, no pasaría mucho tiempo antes de que la gente clamara por la restauración del antiguo régimen.

¿Quién estaba al mando? La Duma había desafiado al zar y se había negado a disolverse, según le había explicado Kérenski a Grigori el día anterior. Era un Parlamento prácticamente impotente, pero al menos simbolizaba la democracia. Grigori decidió dirigirse al Palacio de Táurida a ver si allí sucedía algo.

Caminó hacia el norte en dirección al río y luego al este, hacia los Jardines de Táurida. La noche había caído ya cuando llegó. La fachada clásica del palacio contenía decenas de ventanas, y en todas ellas había luz. Varios miles de personas habían tenido la misma idea que Grigori, y el amplio patio de la entrada estaba abarrotado de soldados y trabajadores.

Un hombre con un megáfono estaba haciendo un anuncio, y lo repetía sin cesar. Grigori se abrió paso hasta el frente para poder oírlo.

—El Grupo de Obreros de la Comisión de Industrias de Guerra ha sido liberado de la cárcel de Krestí —voceaba el hombre.

Grigori no estaba muy seguro de quiénes eran esos, pero el nombre le sonaba bien.

—Junto con otros camaradas, han formado el Comité Ejecutivo Provisional del Sóviet de Diputados Obreros.

A Grigori le gustó la idea. Un sóviet era un consejo de representantes. Ya había existido uno en San Petersburgo en 1905, cuando él no tenía más que dieciséis años, pero sabía que aquel sóviet había sido votado por obreros de las fábricas y que había organizado huelgas. Había contado con un líder carismático, León Trotski, exiliado desde entonces.

—Todo ello será anunciado oficialmente en una edición especial del periódico
Izvestiia
. El Comité Ejecutivo ha formado una Comisión de Suministro de Alimentos para garantizar que los obreros y los soldados tengan qué comer. También ha creado una Comisión Militar para defender la revolución.

No mencionó a la Duma para nada. La muchedumbre lo vitoreaba, pero Grigori se preguntó si los soldados aceptarían órdenes de una Comisión Militar autoerigida. ¿Qué democracia era esa?

Su pregunta fue respondida por la frase final del anuncio:

—¡El comité exhorta a obreros y soldados a escoger representantes para el Sóviet lo antes posible, y que los envíen aquí, al palacio, para que participen en el nuevo gobierno revolucionario!

Eso era lo que quería oír. El nuevo gobierno revolucionario: un sóviet de obreros y soldados. Así sí que habría cambio sin caos. Embargado de entusiasmo, salió del patio y regresó a los barracones. Tarde o temprano, los hombres volverían a la cama. Estaba impaciente por explicarles las novedades.

Y entonces, por primera vez, celebrarían unas elecciones.

IV

A la mañana siguiente, el 1.
er
Regimiento de Artillería se reunió en la plaza de armas para elegir a su representante al Sóviet de Petrogrado. Isaak propuso al sargento Grigori Peshkov.

Fue elegido por unanimidad.

Grigori se sintió satisfecho. Sabía cómo era la vida de los soldados y los obreros, y llevaría el olor de la grasa de las máquinas de la vida real hasta los pasillos del poder. Jamás olvidaría sus raíces ni se pondría un sombrero de copa. Se aseguraría de que la agitación condujera a mejoras, y no a una violencia aleatoria. Esta vez sí que tenía una posibilidad real de conseguir una vida mejor para Katerina y Vladímir.

Cruzó el puente Liteini a paso rápido, solo en esta ocasión, y se dirigió al Palacio de Táurida. Su prioridad más acuciante debía ser el pan. Katerina, Vladímir y los otros dos millones y medio de habitantes de Petrogrado tenían que comer. En ese momento, al asumir su responsabilidad —al menos en su imaginación—, empezó a sentirse arredrado. Los campesinos y los molineros del campo debían enviar más harina a los panaderos de Petrogrado inmediatamente; pero no lo harían a menos que se les pagara. ¿Cómo iba a garantizar el Sóviet que hubiese suficiente dinero? Empezó a preguntarse si derrocar al gobierno no habría sido más que la parte fácil.

El palacio contaba con una fachada central alargada y dos alas. Grigori descubrió que tanto la Duma como el Sóviet tenían sesión. Muy apropiadamente, la Duma (el antiguo Parlamento de la clase media) se encontraba en el ala derecha, mientras que el Sóviet ocupaba la izquierda. Pero ¿quién estaba al mando? Nadie lo sabía. Eso era lo primero que tendría que resolverse, pensó Grigori con impaciencia, antes de que pudieran empezar a ocuparse de los problemas reales.

En los escalones del palacio, Grigori reconoció la silueta enjuta y la espesa mata de pelo negro de Konstantín. Se sobresaltó al darse cuenta de que ni siquiera había intentado explicarle a su amigo la muerte de Varia, su madre, pero enseguida vio que él ya lo sabía. Además de su brazalete rojo, Konstantín llevaba un pañuelo negro atado alrededor del sombrero.

Grigori le dio un abrazo.

—Vi cómo pasó —dijo.

—¿Fuiste tú el que mató al francotirador de la policía?

—Sí.

—Gracias. Pero su verdadera venganza será la revolución.

Konstantín había sido elegido como uno de los dos diputados de la fábrica Putílov. A lo largo de la tarde, cada vez fueron llegando más representantes hasta que, más o menos al caer el sol, eran tres mil los que se apretaban en la enorme Sala de Catalina. Casi todos ellos eran soldados. Las tropas ya estaban organizadas en regimientos y pelotones, y Grigori supuso que a ellos les había resultado más sencillo celebrar elecciones que a los obreros de las fábricas, a muchos de los cuales ni siquiera se les permitía acceder a su lugar de trabajo. Algunos diputados habían sido elegidos por varias decenas de personas, otros por miles. La democracia no era tan sencilla como parecía.

Unos cuantos propusieron que debían cambiar su nombre por el de Sóviet de Diputados Obreros y Soldados de Petrogrado, y la idea fue aprobada por un atronador aplauso. No había orden del día, no se presentaban ni se secundaban mociones, no había mecanismo de voto. La gente simplemente se ponía en pie y hablaba, a menudo más de uno a la vez. En el estrado, muchos hombres con un sospechoso aspecto de clase media tomaban notas; Grigori supuso que serían los miembros del comité ejecutivo formado el día anterior. Al menos alguien estaba dejando constancia de todo.

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