La caída de los gigantes (129 page)

BOOK: La caída de los gigantes
13.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ethel suspiró.

—Estoy embarazada.

—¡Caramba!

—Sí. Justo en el momento en que una mujer puede llegar a parlamentaria, me quedo encinta.

Bernie sonrió.

—Bueno, entonces, ¡todo ha salido a pedir de boca!

—Sabía que pensarías eso —dijo Ethel.

En ese momento estaba molesta con Bernie, molesta con el bebé que aún no había nacido y molesta con toda su vida. Entonces se dio cuenta de que sonaba la campana de una iglesia. Miró al reloj que había en la chimenea. Eran las once y cinco. ¿Por qué estaban repicando a esa hora un lunes por la mañana? Después oyó otra. Arrugó la frente y se asomó a la ventana. No veía nada fuera de lo común en la calle, pero más campanas empezaron a tocar. Hacia el oeste, sobre el centro de Londres, vio en el cielo una bengala roja de las que todos llamaban «petardos».

Se volvió de nuevo hacia Bernie.

—Es como si estuvieran repicando las campanas de todas las iglesias de Londres.

—Algo ha pasado —repuso él—. Apuesto a que es el fin de la guerra. ¡Deben de estar tocando por la paz!

—Bueno —dijo Ethel con amargura—, por mi maldito embarazo no es.

V

Todas las esperanzas de Fitz de lograr el derrocamiento de Lenin y sus secuaces estaban puestas en el gobierno provisional panruso, con sede en Omsk. Fitz no era el único, también los hombres poderosos de casi todos los gobiernos importantes del mundo miraban hacia esa ciudad con el deseo de que estallara la contrarrevolución.

El directorio de cinco hombres estaba alojado en una estación ferroviaria de las afueras de la ciudad. Una serie de vagones blindados y protegidos por tropas de élite contenían, tal como sabía Fitz, lo que quedaba del tesoro imperial: oro por valor de muchos millones de rublos. El zar había muerto, los bolcheviques lo habían asesinado, pero su dinero seguía allí para conceder poder y autoridad a la oposición monárquica.

Fitz sentía que su implicación personal en el directorio había sido profunda. El grupo de hombres influyentes que él mismo había reunido en Ty Gwyn, allá por abril, había formado una discreta red dentro de la política de Gran Bretaña y había conseguido alimentar el clandestino pero decisivo apoyo británico a la resistencia rusa. Eso, a su vez, había traído consigo el respaldo de otros países, o al menos los había disuadido de dar su aprobación al régimen de Lenin, de eso estaba seguro. Sin embargo, los extranjeros no podían hacerlo todo: eran los propios rusos quienes tenían que alzarse.

¿Hasta dónde podía llegar el directorio? A pesar de ser antibolchevique, su presidente era un revolucionario socialista, Nikolái D. Avksentiev. Fitz le hacía el vacío con toda intención. Los revolucionarios socialistas eran casi tan espantosos como la cuadrilla de Lenin. Las esperanzas del conde estaban puestas en el ala derechista y en el ejército. Eran los únicos en quienes se podía confiar para restaurar la monarquía y la propiedad privada. Fue a ver al general Bóldirev, comandante en jefe del ejército siberiano del directorio.

Los vagones de tren que ocupaba el gobierno estaban amueblados con decadente esplendor zarista: asientos de terciopelo desgastado, marquetería desportillada, lámparas con pantallas manchadas y ancianos sirvientes que vestían los sucios vestigios de las libreas bordadas con cuentas y elaborados galones de la antigua corte de San Petersburgo. En uno de los vagones había una joven con los labios pintados que lucía un vestido de seda y estaba fumando un cigarrillo.

Fitz se sintió desalentado. Quería recuperar los viejos tiempos, pero aquel escenario se le antojaba demasiado atrasado, aun para su gusto. Pensó con rabia en la desdeñosa burla del sargento Williams. «Señor, lo que estamos haciendo, ¿es legal?» Fitz sabía que la respuesta era dudosa. Presa de la ira, decidió que había llegado el momento de hacer callar a Williams para siempre; ese hombre también era prácticamente un bolchevique.

El general Bóldirev era un personaje grandullón y de aspecto torpe.

—Hemos movilizado a doscientos mil hombres —le dijo a Fitz con orgullo—. ¿Puede equiparlos?

—Es impresionante —contestó él, pero contuvo un suspiro. Esa era la clase de mentalidad que había provocado que un ejército ruso de seis millones de soldados acabara derrotado por una cantidad mucho menor de fuerzas alemanas y austríacas. Bóldirev llevaba incluso las absurdas charreteras del viejo régimen, grandes placas redondeadas con unos flecos que más bien lo hacían parecer un personaje de una ópera bufa de Gilbert y Sullivan. Con su ruso de andar por casa, Fitz añadió—: Pero, yo que usted, enviaría a casa a la mitad de los reclutas.

Bóldirev se quedó perplejo.

—¿Por qué?

—Como mucho podremos equipar a cien mil. Y habrá que entrenarlos. Es mejor contar con un ejército pequeño y disciplinado que tener una turba ingente que retroceda o se rinda a las primeras de cambio.

—Eso sería lo ideal, sí.

—Los suministros que les hagamos llegar deben entregarse primero a los hombres de la línea del frente, no a los de la retaguardia.

—Desde luego. Muy sensato.

Fitz tenía la funesta sensación de que Bóldirev accedía a todo sin prestarle atención. Sin embargo, tenía que seguir avanzando.

—Gran parte del material que enviamos acaba extraviándose; demasiado, a juzgar por la cantidad de civiles que he visto en la calle llevando artículos de uniformes del ejército británico.

—Sí, bastante.

—Recomiendo encarecidamente que todos los oficiales que no sean aptos para el servicio queden despojados de sus uniformes y se les pida que vuelvan a casa.

El ejército ruso estaba plagado de aficionados y de diletantes entrados en años que interferían en las decisiones pero se mantenían apartados de la lucha.

—Hmmm.

—Y sugiero que se le dé más poder al almirante Kolchak como ministro de Guerra. —El Foreign Office creía que Kolchak era el más prometedor de los miembros del directorio.

—Muy bien, muy bien.

—¿Está dispuesto a realizar todo lo que le pido? —preguntó Fitz, desesperado por conseguir que el ruso se comprometiera de algún modo.

—Sin lugar a dudas.

—¿Cuándo?

—Cada cosa a su tiempo, coronel Fitzherbert, cada cosa a su tiempo.

Fitz se sentía hundido. Menos mal que hombres como Churchill y Curzon no podían ver lo poco impresionantes que eran las fuerzas que se alineaban contra el bolchevismo, pensó con desaliento. Sin embargo, puede que se pusieran más en forma con un poco de ayuda británica. De cualquier forma, él tenía que hacer todo lo posible con el material del que disponía.

Llamaron a la puerta y su edecán, el capitán Murray, entró con un telegrama en la mano.

—Siento interrumpir, señor —dijo sin aliento—, pero estoy convencido de que querrá leer esta noticia lo antes posible.

VI

Mildred bajó a mitad del día.

—Vayamos al oeste —le dijo a Ethel. Se refería al West End de Londres—. Todo el mundo va —insistió—. Yo he enviado a mis chicas a casa. —Había contratado a dos jóvenes costureras para su negocio de confección de sombreros—. Todo el East End está cerrando puertas. ¡Es el fin de la guerra!

Ethel estaba deseando ir. El ambiente en casa no había mejorado mucho con su decisión de ceder ante Bernie. Él estaba contento, pero la amargura de ella se había enconado. Le sentaría bien salir de allí.

—Tendré que llevarme a Lloyd —dijo.

—No pasa nada, yo llevaré a Enid y a Lil. Lo recordarán toda su vida: el día que ganamos la guerra.

Ethel le preparó a Bernie un sándwich de queso para la comida, después vistió a Lloyd bien abrigado y salieron. Consiguieron subir a un autobús que no tardó en llenarse hasta los topes, con hombres y niños colgando incluso en la parte de fuera. Parecía que en todas las casas ondeaba una bandera, no solo la del Reino Unido, sino también el dragón rojo de la galesa, las tricolores francesas y las barras y estrellas de la estadounidense. La gente se abrazaba a desconocidos, bailaba por las calles, se besaba. Estaba lloviendo, pero a nadie le importaba.

Ethel pensó en todos los jóvenes que por fin estaban a salvo de quedar malheridos y empezó a olvidarse de sus problemas y a compartir el espíritu de alegría del momento.

Cuando pasaron por delante de los teatros y entraron en el distrito gubernamental, el tráfico redujo la marcha hasta quedar casi parado. Trafalgar Square se había convertido en una masa palpitante de humanidad jubilosa. El autobús ya no pudo avanzar más y ellas bajaron y se abrieron camino por Whitehall hacia Downing Street. No consiguieron acercarse al Número Diez a causa de la aglomeración de gente que esperaba ver, aunque fuera desde lejos, al primer ministro Lloyd George, el hombre que había ganado la guerra. Entraron en el parque de St. James, que estaba lleno de parejas abrazándose entre los arbustos. Al otro lado del parque, miles de personas aguardaban frente al palacio de Buckingham. Estaban cantando «Keep the Home Fires Burning». Cuando la canción terminó, empezaron con «Now Thank We All Our God». Ethel vio que una joven delgada, vestida con un traje de tweed, estaba dirigiendo los cánticos de pie sobre un camión, y pensó que una chica jamás se habría atrevido a hacer algo así antes de la guerra.

Cruzaron la calle hacia Green Park, esperando poder acercarse al palacio. Un joven le sonrió a Mildred y, al ver que ella le correspondía la sonrisa, la rodeó con sus brazos y le dio un beso. Mildred le devolvió el beso con entusiasmo.

—Parece que te ha gustado —comentó Ethel, algo envidiosa, cuando el chico se alejó.

—Pues sí. Y se la habría chupado si me lo hubiese pedido.

—Eso no se lo diré a Billy —repuso Ethel, riendo.

—Billy no es tonto, ya sabe cómo soy.

Rodearon la multitud y llegaron a una calle que se llamaba Constitution Hill. Allí la aglomeración no era tanta, pero estaban en un lateral del palacio de Buckingham, así que no podrían ver al rey si decidía salir al balcón. Ethel se estaba preguntando a dónde más podían ir cuando una compañía de la policía montada llegó por la calzada, obligando a la gente a apartarse de en medio.

Tras ellos iba un carruaje abierto tirado por caballos y, dentro, sonriendo y saludando, el rey y la reina. Ethel los reconoció enseguida porque los recordaba vívidamente de su visita a Aberowen, hacía ya casi cinco años. Apenas podía creer la suerte que habían tenido mientras el carruaje se acercaba lentamente hacia ellos. El rey tenía la barba gris, vio entonces; aún la había lucido oscura aquellos días de Ty Gwyn. Parecía exhausto pero feliz. Junto a él, la reina sostenía un paraguas para que la lluvia no le mojara el sombrero. Su famoso busto parecía aún más generoso que antes.

—¡Mira, Lloyd! —exclamó Ethel—. ¡Es el rey!

El carruaje pasó a pocos centímetros de Ethel y Mildred.

—¡Hola, rey! —gritó Lloyd con fuerza.

El rey lo oyó y sonrió.

—Hola, jovencito —dijo, y el carruaje siguió adelante.

VII

Grigori estaba sentado en el vagón restaurante del tren blindado y miró al otro lado de la mesa. El hombre que tenía sentado enfrente era el presidente del Consejo de la Guerra Revolucionaria y comisario del pueblo para Asuntos Militares y Navales. Eso quería decir que estaba al mando del Ejército Rojo. Se llamaba Lev Davídovich Bronstein, pero, al igual que la mayoría de los líderes revolucionarios, había adoptado un alias y era conocido como León Trotski. Hacía unos cuantos días que había cumplido los treinta y nueve, y tenía el destino de Rusia en sus manos.

La revolución ya tenía un año de edad, y Grigori nunca había estado tan preocupado por su futuro. El asalto al Palacio de Invierno había parecido un punto y final, pero en realidad había sido el comienzo de la batalla. Los gobiernos más poderosos del mundo eran hostiles a los bolcheviques. El armisticio que acababa de producirse implicaba que podrían centrar toda su atención en destruir la revolución. Y solo el Ejército Rojo podía impedírselo.

A muchos soldados no les gustaba Trotski porque creían que era judío y, además, aristócrata. En Rusia era imposible ser ambas cosas, pero los soldados no pensaban con lógica. Trotski no era aristócrata, aunque su padre sí había sido un próspero granjero y él había recibido una buena educación. De todos modos, sus prepotentes maneras no le hacían ningún favor, y era lo bastante necio para viajar con su propio chef y ataviar a su servicio con botas nuevas y botones de oro. Parecía mayor para la edad que tenía. Su gran mata de pelo rizado seguía siendo negro, pero su rostro ya estaba lleno de arrugas de preocupación.

Trotski había obrado milagros en el ejército.

La Guardia Roja que había derrocado al gobierno provisional había resultado ser menos eficaz en el campo de batalla. Estaba compuesta por borrachos carentes de disciplina. Decidir las tácticas a mano alzada en las reuniones de los soldados había resultado una forma pésima de luchar, peor aún que aceptar órdenes de aristócratas diletantes. Los rojos habían perdido batallas fundamentales a manos de los contrarrevolucionarios, que estaban empezando a llamarse a sí mismos «los blancos».

Trotski había vuelto a introducir el servicio militar obligatorio, a pesar de los alaridos de protesta. Había reclutado a muchos antiguos oficiales zaristas, les había dado el título de «especialistas» y los había devuelto a sus antiguos puestos. También había vuelto a imponer la pena de muerte para los desertores. A Grigori no le gustaban esas medidas, pero comprendía que eran necesarias. Cualquier cosa era mejor que la contrarrevolución.

Lo que mantenía unido al ejército era un núcleo de miembros del partido bolchevique. Estaban cuidadosamente repartidos por todas las unidades para maximizar su impacto. Algunos eran soldados rasos; los había también en puestos de mando; otros, como Grigori, eran comisarios políticos que trabajaban junto a los comandantes militares e informaban al Comité Central Bolchevique de Moscú. Mantenían la moral alta recordando a los soldados que luchaban por la mayor causa de la historia de la humanidad. Cuando el ejército se veía obligado a ser despiadado y cruel, y requisaba el cereal y los caballos de familias de campesinos desesperadamente pobres, los bolcheviques explicaban a los soldados por qué era aquello necesario para el bien supremo. También informaban enseguida a sus superiores de cualquier rumor de descontento, para que pudiera ser aplastado antes de que se extendiera.

Pero ¿bastaría con eso?

Other books

Belgrave Square by Anne Perry
The Far Horizon by Gretta Curran Browne
Singing in Seattle by Tracey West
Strange and Ever After by Susan Dennard
Tempting Her Best Friend by Maxwell, Gina L.
The Jewels of Cyttorak by Unknown Author