La caída de los gigantes (64 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Se acercó a un joven de aspecto cordial y le preguntó:

—¿Sabes cómo se llega al taller de Mannie Litov?

El hombre contestó en un idioma que parecía ruso.

Volvió a intentarlo, y en esta ocasión dio con un anglófono que nunca había oído hablar de Mannie Litov. Aldgate no era como Aberowen, donde todos los viandantes conocían el camino a todos los comercios y empresas de la ciudad. ¿Había ido hasta allí, y se había gastado todo aquel dinero en el billete del tren, para nada?

Sin embargo, aún no estaba dispuesto a rendirse. Buscó por la concurrida calle a personas de aspecto británico que parecieran estar haciendo alguna clase de trabajo, que llevaran herramientas o empujaran carretas. Preguntó a otras cinco, sin éxito, hasta que encontró a un limpiacristales que cargaba una escalera de mano.

—¿De Mannie Li’ov? —repitió el hombre. Consiguió articular «Litov» sin pronunciar la «t» y emitiendo en su lugar un sonido gutural similar a un carraspeo—. ¿El taller de ropa?

—¿Cómo dice? —preguntó cortésmente Billy—. ¿Le importaría repetirlo?

—El taller de ropa. El sitiese dond’hacen ropa: chaquetas y pantones y to’eso.

—Hum… probablemente, sí —concluyó Billy, desesperado.

El limpiacristales asintió.

—Todo retto, cuatrocinto metos, luego ala drecha, po’ Ark Rav Ra.

—¿Todo recto? —repitió Billy—. ¿Cuatrocientos metros?

—Sasto, ala drecha.

—¿Doblo a la derecha?

—Ark Rav Ra.

—¿Ark Rav Road?

—No tié pérdida.

La calle resultó ser Oak Grove Road. No había ninguna arboleda y menos aún robles, tal y como sugería su nombre. Se trataba de un callejón angosto y sinuoso flanqueado por ruinosos edificios de ladrillo y repleto de gente, caballos y carretillas. Dos consultas más llevaron a Billy hasta una casa embutida entre el pub Dog and Duck y una tienda tapiada con tablones y llamada Lippmann’s. La puerta principal de la casa estaba abierta. Billy subió la escalera que llevaba a la planta superior, donde se encontró en una sala con unas veinte mujeres cosiendo uniformes del ejército británico.

Todas siguieron trabajando, accionando los pedales sin atisbo de haber reparado en él, hasta que finalmente una dijo:

—Entra, cariño, no vamos a comerte… Aunque, pensándolo bien, podríamos darte un mordisquito para probarte. —Todas rompieron a reír.

—Estoy buscando a Ethel Williams —dijo él.

—No está —contestó la mujer.

—¿Por qué? —preguntó él, angustiado—. ¿Está enferma?

—¿Y a ti qué te incumbe? —La mujer se puso en pie—. Soy Mildred. ¿Quién eres tú?

Billy la miró atentamente. Era guapa, pese a tener los incisivos prominentes. Llevaba los labios pintados de un rojo brillante, y del sombrero asomaban rizos rubios. Iba arropada con un abrigo gris, grueso e informe, pero, pese a ello, Billy vio cómo le temblaban los labios mientras se dirigía hacia él. Estaba demasiado fascinado por aquella mujer para hablar.

—No serás el malnacido que le hizo el bombo y después se largó, ¿eh?

Billy recuperó la voz.

—Soy su hermano.

—¡Oh! —exclamó ella—. ¡Joder! ¿Eres Billy?

Billy se quedó boquiabierto. Nunca había oído a ninguna mujer emplear esa expresión.

Ella lo escrutó con una mirada audaz.

—Eres su hermano, sí, ya lo veo, aunque parece que tengas más de dieciséis años. —El tono de su voz se había suavizado y él sintió cómo su interior se templaba—. Tienes los mismos ojos oscuros y el mismo pelo rizado.

—¿Dónde puedo encontrarla? —preguntó.

Ella lo miró desafiante.

—Da la casualidad de que sé que no quiere que su familia sepa dónde vive.

—Le tiene miedo a nuestro padre —repuso Billy—, pero me ha escrito una carta. Estoy preocupado por ella y por eso he venido en tren.

—¿Desde ese poblacho de Gales de donde es ella?

—No es un poblacho —replicó Billy indignado. Luego se encogió de hombros y dijo—: Bueno, sí, supongo que sí lo es.

—Me encanta tu acento —dijo Mildred—. Para mí es como oír a alguien cantando.

—¿Sabes dónde vive?

—¿Cómo has encontrado esto?

—Me dijo que trabajaba en el taller de Mannie Litov, en Aldgate.

—Ya. Así que eres el puñetero Sherlock Holmes, ¿eh? —dijo ella, no sin una nota de admiración a su pesar.

—Si no me dices dónde está, algún otro lo hará —declaró él con más confianza de la que sentía—. No pienso volver a casa hasta que la vea.

—Me matará, pero vale —accedió Mildred—. Número 23 de Nutley Street.

Billy le preguntó cómo se llegaba allí. Le pidió que hablara despacio.

—No me des las gracias —añadió ella cuando él se disponía a marcharse—. Solo protégeme si Ethel intenta matarme.

—Muy bien —dijo Billy, imaginando lo emocionante que sería proteger a Mildred de algo.

Las otras mujeres se despidieron de él a voces y le lanzaron besos, situación que lo abochornó.

La calle Nutley era un remanso de paz. Las casas adosadas estaban construidas siguiendo una disposición que, tras solo un día en Londres, a Billy ya le resultaba conocida. Eran mucho más grandes que las chozas de los mineros, con pequeños jardines delanteros en lugar de una puerta directa a la calle. El efecto general de orden y regularidad se desprendía de las ventanas de guillotina idénticas, cada una de ellas con nueve paneles de vidrio y dispuestas en hileras a lo largo de toda la calle.

El joven llamó a la puerta del número 23, pero nadie contestó.

Estaba preocupado. ¿Por qué no habría ido a trabajar? ¿Estaría enferma? Si no lo estaba, ¿por qué no se encontraba en casa?

Atisbó por la ranura del buzón y vio un pasillo con el suelo de madera pulida y un perchero del que colgaba un abrigo marrón viejo, que reconoció de inmediato. Hacía frío aquel día; Ethel no habría salido sin el abrigo.

Se acercó a la ventana, pero no consiguió ver nada a través del visillo.

Regresó a la puerta y volvió a mirar por la ranura del buzón. En el interior todo permanecía igual, pero esta vez oyó un ruido. Fue un gemido largo, agónico. Acercó la boca a la ranura y gritó:

—¡Eth! ¿Eres tú? ¡Soy Billy!

Hubo un silencio largo, y luego el gemido se repitió.

—¡Maldita sea!

La puerta tenía una cerradura cilíndrica Yale. Eso significaba que el pasador probablemente estaba sujeto al marco con dos tornillos. Dio unos toques en la puerta con la base de la mano. No parecía especialmente recia; supuso que era de madera de pino de mala calidad. Retrocedió un paso, alzó el pie derecho y la golpeó con el talón de su pesada bota de minero. Oyó un astillazo. Le asestó varias patadas más, pero la puerta no cedía.

Deseó haber tenido un martillo.

Miró a un lado y al otro de la calle con la esperanza de ver a algún obrero con herramientas, pero la vía estaba desierta salvo por dos niños con la cara sucia que lo observaban con interés.

Retrocedió hasta la cancela por el corto sendero del jardín, dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta; la golpeó con el hombro derecho. La puerta se abrió con el golpe y él cayó dentro.

Se recompuso, frotándose el hombro dolorido, y cerró la desvencijada puerta. La casa parecía sumida en el silencio.

—¿Eth? ¿Dónde estás?

Volvió a oír otro gemido y siguió el sonido, que lo llevó a la estancia principal de la planta baja. Era un dormitorio femenino, con objetos decorativos de porcelana en la repisa de la chimenea y cortinas floreadas en la ventana. Ethel estaba en la cama, con un vestido gris que la cubría como una tienda. No estaba tendida, sino a cuatro pies, gimiendo.

—¿Qué te pasa, Eth? —preguntó Billy, cuya voz brotó como un chillido aterrado.

Ella recuperó el aliento.

—Ya viene el bebé.

—¡Oh, mierda! Será mejor que vaya a buscar a un médico.

—Demasiado tarde, Billy. Cielos, duele mucho…

—¡Da la impresión de que te estés muriendo!

—No, Billy, así es el parto. Acércate y dame la mano.

Billy se arrodilló junto a la cama y Ethel le tomó una mano. La apretó y empezó a gemir de nuevo. El gemido fue más largo y angustioso que antes, y ella le apretaba tanto que pensó que le rompería algún hueso. El gemido concluyó en un grito, y luego Ethel jadeó como si hubiera corrido un kilómetro.

Al cabo de un minuto, dijo:

—Lo siento, Billy, pero vas a tener que levantarme la falda.

—¡Oh! —exclamó él—. Ah, vale. —En realidad no entendía aquello, pero creyó que era mejor que hiciera lo que Ethel le pedía. Levantó el bajo del vestido de Ethel—. ¡Oh, Dios! —exclamó. La sábana bajera estaba empapada en sangre. Allí, en el centro, había algo diminuto y rosa cubierto de baba. Distinguió una cabeza grande con los ojos cerrados, dos pequeños brazos y dos piernas—. ¡Es un bebé! —dijo.

—Cógelo, Billy —dijo Ethel.

—¿Qué? ¿Yo? —balbuceó—. Ah, bueno, vale.

Se inclinó sobre la cama. Colocó una mano bajo la cabeza y la otra bajo el culito. Vio que era un niño. El bebé estaba viscoso y resbaladizo, pero Billy consiguió levantarlo. Un cordón lo unía a Ethel.

—¿Lo tienes? —preguntó ella.

—Sí —contestó él—. Lo tengo. Es un niño.

—¿Respira?

—No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo? —Billy trató de dominar el pánico—. No, no respira. Creo que no.

—Dale una palmada en el culo, no demasiado fuerte.

Billy dio la vuelta al bebé, lo sostuvo diestramente con una mano y le dio una palmada en las nalgas. Al instante, el niño abrió la boca, inhaló y protestó rompiendo a llorar. Billy estaba deleitado.

—¡Vaya! ¡Escucha eso! —exclamó.

—Quédatelo un momento mientras me doy la vuelta. —Ethel se sentó con esfuerzo y se estiró el vestido—. Dámelo.

Billy se lo tendió con cuidado. Ethel se colocó al bebé sobre un brazo y le limpió la cara con una manga.

—Es guapo —dijo.

Billy no estaba seguro.

El cordón unido al ombligo del bebé, antes azul y tenso, empezaba a marchitarse y palidecer.

—Abre ese cajón de ahí y tráeme las tijeras y una bobina de hilo —le dijo su hermana.

Ethel ató dos nudos en el cordón, y luego lo cortó con las tijeras por el medio.

—Bueno —dijo, y se desabotonó la pechera del vestido—. Supongo que no te dará vergüenza, después de lo que has visto. —Se sacó un seno y acercó la boca del bebé al pezón. El pequeño empezó a succionar.

Tenía razón: a Billy no le daba vergüenza. Una hora antes se habría sentido abochornado ante la visión del pecho desnudo de su hermana, pero ese sentimiento le parecía ya banal. Lo único que sentía era un alivio inmenso porque el bebé estaba bien. Lo contempló, vio cómo mamaba, se maravilló con sus deditos. Se sentía como si hubiese presenciado un milagro. Advirtió que tenía las mejillas húmedas por las lágrimas, y se preguntó cuándo había llorado en su vida: no recordaba haberlo hecho jamás.

El bebé no tardó en dormirse. Ethel se abotonó el vestido.

—Enseguida lo lavaremos —dijo. Y cerró los ojos—. Dios mío —añadió—, no sabía que iba a ser tan doloroso.

—¿Quién es el padre, Eth? —preguntó Billy.

—El conde Fitzherbert —contestó ella. Y abrió los ojos—. Oh, mierda, no quería decírtelo.

—Maldito canalla —dijo Billy—. Lo mataré.

15

Junio-septiembre de 1915

I

Mientras el barco arribaba al puerto de Nueva York, a Lev Peshkov se le ocurrió la posibilidad de que América no fuera tan maravillosa como decía su hermano Grigori. Se armó de valor para afrontar una decepción tremenda. América representaba todo aquello que anhelaba: era un país rico, bullicioso, fascinante y libre.

Tres meses después, una calurosa tarde de junio, trabajaba en un hotel de Buffalo, en las cuadras, cepillando el caballo de un huésped. El lugar era propiedad de Josef Vyalov, que había colocado una cúpula bulbosa en lo alto de la vieja Central Tavern y la había rebautizado como hotel San Petersburgo, tal vez por nostalgia de la ciudad de la que se había marchado siendo niño.

Lev trabajaba para Vyalov, al igual que muchos de los inmigrantes rusos de Buffalo, pero no lo había conocido en persona. Si algún día llegaba a conocerlo, no estaba seguro de qué le diría. En Rusia, la familia Vyalov lo había engañado y había acabado plantándolo en Cardiff, y eso le dolía. Por otra parte, los documentos que los Vyalov de San Petersburgo le habían proporcionado le permitieron pasar el control de inmigración sin el menor contratiempo. Y la mera mención del apellido Vyalov en un bar de Canal Street le había granjeado de inmediato un empleo.

Llevaba ya un año hablando inglés, desde que había desembarcado en Cardiff, y empezaba a hacerlo con fluidez. Los estadounidenses le decían que tenía acento británico, y no estaban familiarizados con expresiones que él había aprendido en Aberowen, como «en aquí», «en allí» o «¿verdad?» y «¿vale?» a final de frase. Pero prácticamente sabía decir todo cuanto necesitaba.

A pocos minutos de las seis, a punto de acabar la jornada laboral, su amigo Nick entró en el cercado de las cuadras con un cigarrillo entre los labios.

—Fatima —dijo. Exhaló el humo con exagerada satisfacción—. Tabaco turco. Fantástico.

El nombre completo de Nick era Nicolái Davídovich Fomek, pero todos le llamaban Nick Forman. Ocasionalmente asumía el papel que antes habían desempeñado Spiria y Rhys Price en las timbas de cartas de Lev, aunque esencialmente era ladrón.

—¿Cuánto? —preguntó Lev.

—En las tiendas, cincuenta centavos la lata de cien cigarrillos. Para ti, diez. Véndelos por veinticinco.

Lev sabía que Fatima era una marca conocida. Sería fácil venderlos a mitad de precio. Paseó la mirada por el cercado. El jefe no estaba a la vista.

—Hecho.

—¿Cuántos quieres? Tengo un cargamento.

Lev llevaba un dólar en el bolsillo.

—Veinte latas —dijo—. Te daré un dólar ahora y otro después.

—No fío.

Lev sonrió y posó una mano en el hombro de Nick.

—Vamos, tío, puedes confiar en mí. Somos colegas, ¿no?

—Vale, veinte. Vuelvo enseguida.

Lev encontró un viejo saco de forraje en un rincón. Nick volvió con veinte latas verdes y alargadas, en cuya tapa aparecía la imagen de una mujer con velo. Lev guardó las latas en el saco y le dio un dólar a Nick.

—Siempre es agradable echar una mano a un compatriota ruso —dijo Nick, y se alejó pausadamente.

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