La caída de los gigantes (31 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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La mayoría de esa gente no alcanzaba a comprender lo que había sucedido en Sarajevo hacía siete días, pensó con acritud. Algunos de ellos ni siquiera sabían dónde estaba Bosnia. Habían quedado conmocionados por el asesinato del archiduque, pero no lograban entender las implicaciones que tendría para el resto del mundo. Se sentían vagamente desconcertados.

Walter no estaba desconcertado ni mucho menos. Sabía exactamente qué presagiaba ese asesinato. Suponía una grave amenaza para la seguridad de Alemania, y era cometido de personas como él proteger y defender su país en momentos de peligro como ese.

Aquel día, su primera labor consistía en descubrir lo que pensaba el zar de Rusia. Eso era lo que quería saber todo el mundo: el embajador alemán, el padre de Walter, el ministro de Exteriores de Berlín y hasta el mismísimo káiser. Y Walter, como buen agente secreto que era, contaba con una fuente de información.

Paseó la mirada por la congregación intentando identificar a su hombre entre todas aquellas nucas, temiendo que no hubiera acudido. Antón era empleado de la embajada de Rusia. Siempre se encontraban en iglesias anglicanas porque así podía estar seguro de que no se tropezaría con nadie de la embajada: la mayoría de los rusos pertenecían a la Iglesia ortodoxa, y los que no, nunca los empleaban en el servicio diplomático.

Antón era el encargado de la oficina de telégrafos de la embajada rusa, de manera que veía todos los telegramas que entraban y salían de allí. La información de que disponía no tenía precio, pero era un hombre de trato difícil y eso le provocaba a Walter muchos quebraderos de cabeza. A Antón le daba miedo andar metido en espionaje, y cuando se asustaba no se presentaba a sus citas… a menudo en momentos de tensión internacional como ese, cuando él más lo necesitaba.

Walter se distrajo al ver allí a Maud. Reconoció el cuello largo y grácil que asomaba desde una moderna confección con solapas de corte masculino, y el corazón le dio un vuelco. Besaba ese cuello siempre que tenía ocasión.

Cuando meditaba acerca del peligro de la guerra, su primer pensamiento era para Maud, y solo después para su país. Le avergonzaba ese egoísmo suyo, pero no podía hacer nada por remediarlo. Su mayor miedo era que se la arrebataran; la amenaza a la patria ocupaba un segundo lugar. Estaba dispuesto a morir por Alemania, pero no a vivir sin la mujer a quien amaba.

Una cabeza de la tercera fila contando desde el fondo se volvió y Walter cruzó una mirada con Antón. El hombre tenía el cabello ralo y castaño, y una barba irregular. Walter, aliviado al verlo, caminó hacia el pasillo sur como si buscara un sitio y, después de un breve momento de duda, tomó asiento.

Un sentimiento de amargura se había apoderado del alma de Antón. Cinco años antes, un sobrino al que le tenía mucho aprecio había sido acusado de actividades revolucionarias por la policía secreta del zar, y lo habían encarcelado en la Fortaleza de Pedro y Pablo, al otro lado del río del Palacio de Invierno, en el corazón de San Petersburgo. El muchacho era estudiante de teología, y del todo inocente del delito de subversión; sin embargo, antes de que pudieran ponerlo en libertad contrajo una pulmonía y murió. Antón había estado urdiendo desde entonces su callada y mortífera venganza contra el gobierno del zar.

Era una lástima que la iglesia estuviera tan bien iluminada. El arquitecto, Christopher Wren, la había dotado de largas hileras de enormes ventanas de medio punto. Para esa clase de misión habría sido más adecuada una lúgubre penumbra gótica, pero Antón, de todas formas, había escogido bien su posición: al final de una fila, con un niño a su lado y un enorme pilar de madera detrás.

—Buen sitio para sentarse —murmuró Walter.

—Todavía se nos puede ver desde la galería —dijo Antón con preocupación.

Walter negó con la cabeza.

—Todos estarán mirando hacia la cabecera.

Antón era un solterón de mediana edad. Era más bien bajo, y pulcro hasta la escrupulosidad: la corbata apretada en un nudo ceñido, todos los botones de la chaqueta abrochados, zapatos relucientes. Su gastado traje brillaba un poco de tanto cepillarlo y plancharlo durante años. Walter creía que se trataba de su forma de reaccionar ante la suciedad del espionaje. A fin de cuentas, aquel hombre estaba allí para traicionar a su país. «Y yo estoy aquí para alentarlo», pensó con gravedad.

No dijo nada más durante el silencio que precedió al oficio, pero en cuanto arrancó el primer himno, preguntó en voz baja:

—¿Qué clima se respira en San Petersburgo?

—Rusia no quiere la guerra —dijo Antón.

—Bien.

—El zar teme que la contienda desemboque en una revolución. —Cuando Antón mencionaba al zar parecía que estuviera a punto de escupir—. La mitad de San Petersburgo ya está en huelga. Desde luego, no se le ha ocurrido que es su propia brutalidad estúpida lo que hace que la gente desee la revolución.

—Desde luego. —Walter siempre tenía que calcular contando con el hecho de que las opiniones de Antón estaban distorsionadas por el odio, pero en este caso el espía no se equivocaba del todo. Walter no odiaba al zar, pero sí lo temía. Tenía a su disposición el mayor ejército del mundo, y toda discusión sobre la seguridad de Alemania debía tomar en consideración esa fuerza militar. Alemania era como un hombre cuyo vecino de al lado tiene un oso gigante atado con una cadena en el jardín de delante de casa—. ¿Qué hará el zar?

—Depende de Austria.

Walter reprimió una réplica impaciente. Todo el mundo estaba esperando a ver qué hacía el emperador austríaco. Alguna cosa tenía que hacer, porque el archiduque asesinado era el heredero a su trono. Walter confiaba en enterarse de qué intenciones tenía Austria ese mismo día, más tarde, a través de su primo Robert. Esa rama de la familia era católica, igual que toda la élite austríaca, y en ese mismo instante Robert asistía a misa en la catedral de Westminster, pero Walter había quedado con él para comer. Mientras tanto, necesitaba averiguar más sobre los rusos.

Tenía que esperar hasta que empezara otro himno. Intentó ser paciente. Miró arriba y contempló el extravagante dorado de las bóvedas de cañón de Wren.

La congregación atacó el
Roca de la eternidad
.

—Supongamos que en los Balcanes estalla la lucha —le murmuró a Antón—. ¿Se mantendrán los rusos al margen?

—No. El zar no puede hacerse a un lado si Serbia se ve atacada.

Walter sintió un escalofrío. Era exactamente la clase de intensificación del conflicto que temía.

—¡Sería una locura declarar una guerra por eso!

—Cierto, pero los rusos no pueden dejar que Austria controle la región de los Balcanes… tienen que proteger la ruta del mar Negro.

Eso no tenía discusión. La mayor parte de las exportaciones rusas (grano de los campos de cereales del sur y petróleo de los pozos de la zona de Bakú) se cargaban en barcos que zarpaban hacia el resto del mundo desde los puertos del mar Negro.

—Por otro lado —prosiguió Antón—, el zar también le está insistiendo a todo el mundo en que sean cuidadosos cuando den cualquier paso.

—En resumen, que aún está dándole vueltas a la cabeza.

—Si a eso lo llama usted cabeza…

Walter asintió. El zar no era un hombre inteligente. Su sueño era devolver Rusia a la época dorada del siglo XVII, y era lo bastante idiota para creer que algo así era posible. Era como si el rey Jorge V intentara recrear la alegre Inglaterra de Robin Hood. Puesto que el zar era un hombre muy poco racional, resultaba endiabladamente difícil predecir cuál sería su reacción.

Durante el último himno, la mirada de Walter se deslizó hasta Maud, que estaba sentada dos filas por delante, al otro lado del pasillo. Contempló cariñosamente su perfil mientras la veía cantar con entusiasmo.

El ambivalente informe de Antón resultaba desconcertante. Walter se sentía más preocupado de lo que lo había estado una hora antes.

—A partir de ahora tendremos que vernos a diario —dijo entonces.

Antón puso cara de terror.

—¡Imposible! —exclamó—. Es demasiado arriesgado.

—Pero el panorama cambia de una hora a otra.

—El domingo que viene por la mañana, en Smith Square.

Ese era el problema de los espías idealistas, pensó Walter con frustración, no había forma de presionarlos. Por otra parte, los hombres que espiaban por dinero nunca eran dignos de confianza. Eran capaces de decirte lo que querías oír con la esperanza de conseguir una prima. Con Antón, si él decía que el zar estaba titubeando, Walter podía estar seguro de que el zar no había tomado aún ninguna decisión.

—Pero ¿por qué no nos vemos al menos una vez a media semana? —rogó mientras el himno llegaba a su fin.

Antón no contestó. En lugar de sentarse, se escabulló y salió de la iglesia.

—Maldita sea —dijo Walter en voz baja, y el niño que estaba sentado a su lado le lanzó una mirada de reprobación.

Cuando el oficio terminó, se quedó aguardando junto al cementerio enlosado, saludando a conocidos, hasta que vio salir a Maud, acompañada por Fitz y Bea. Irradiaba una elegancia sobrenatural con aquel estiloso vestido de terciopelo gris estampado y su sobretodo de crepé en un gris más oscuro. Puede que no fuera un color muy femenino, pero realzaba su belleza escultórica y parecía conseguir que su piel brillara. Walter les estrechó la mano a todos, mientras anhelaba pasar unos cuantos minutos a solas con ella. Intercambió cortesías con Bea, un pastelito color rosa confite con encajes de crema, y convino con un solemne Fitz en que aquel asesinato era un «mal asunto». Los Fitzherbert se alejaron entonces y Walter temió perder su oportunidad, pero en el último momento Maud musitó:

—Iré a tomar el té a casa de la duquesa.

Walter le sonrió a su elegante espalda. Había visto a Maud el día anterior y la vería al siguiente, pero le aterró pensar que quizá no tuviera ocasión de verla otra vez ese mismo día. ¿De veras era incapaz de pasar veinticuatro horas sin ella? No se tenía por un hombre débil, pero esa mujer lo había atrapado en su hechizo. Walter, no obstante, no tenía ningún deseo de escapar.

Era el espíritu independiente de Maud lo que le resultaba tan atractivo. La mayoría de las mujeres de su generación parecían contentarse con interpretar el papel pasivo que les otorgaba la sociedad: vestirse con bonitas ropas, organizar fiestas y obedecer a sus maridos. Walter estaba aburrido de la mujer felpudo. Maud se parecía más a algunas de las damas que había conocido en Estados Unidos durante la temporada que había pasado en la embajada alemana de Washington. Eran elegantes y encantadoras, pero no serviles. Ser amado por una mujer así era sumamente estimulante.

Avanzó por Piccadilly con andar garboso y se detuvo frente a un quiosco de prensa. Leer los periódicos británicos nunca resultaba agradable: la mayoría eran crudamente antialemanes, sobre todo el virulento
Daily Mail
. Hacían creer a los británicos que estaban rodeados de espías germanos. ¡Cómo hubiera deseado Walter que fuera verdad! Contaba más o menos con una docena de agentes en las ciudades de la costa, hombres que tomaban nota de las idas y venidas que tenían lugar en los muelles, igual que hacían los británicos en los puertos alemanes; pero ni mucho menos los miles de los que informaban esos histéricos directores de periódico.

Compró un ejemplar de
The People
. En él, los problemas de los Balcanes no figuraban como gran noticia: los británicos estaban más preocupados por Irlanda. Allí, la minoría protestante llevaba cientos de años señoreando con muy escasa estima por la mayoría católica. Si Irlanda conseguía la independencia, se volverían las tornas. Los dos bandos estaban fuertemente armados y existía la amenaza de una guerra civil.

Un único párrafo, al final de la portada, hacía referencia a la «crisis austro-serbia». Como de costumbre, los periódicos no tenían ni idea de lo que sucedía en realidad.

Justo cuando Walter torcía para entrar en el hotel Ritz, Robert bajó con ímpetu de un taxi a motor. Llevaba un chaleco negro y una corbata negra también, en señal de luto por el archiduque. Robert había formado parte de la camarilla de Francisco Fernando: pensadores progresistas para los estándares de la corte vienesa, aunque conservadores si se los contemplaba desde cualquier otro ángulo. Walter sabía que apreciaba y respetaba al fallecido y a su familia.

Dejaron sus sombreros de copa en el guardarropa y entraron juntos en el comedor. A Walter, su primo Robert le despertaba un instinto protector. Desde que eran niños había sabido que era diferente. La gente llamaba a esos hombres «afeminados», pero ese adjetivo resultaba demasiado burdo: Robert no era una mujer atrapada en un cuerpo de varón. Sin embargo, sí que tenía muchísimos rasgos femeninos, y eso hacía que Walter lo tratara con una especie de caballerosidad comedida.

Se parecía a él, tenía las mismas facciones regulares y los ojos color avellana, pero llevaba el cabello más largo y se enceraba y rizaba el bigote.

—¿Cómo van las cosas con lady M? —le preguntó mientras se sentaban. Walter se había sincerado con él: Robert lo sabía todo acerca de su amor prohibido.

—Es maravillosa, pero mi padre no es capaz de olvidar el hecho de que trabaja en una clínica de los suburbios con un médico judío.

—Ay, vaya… eso sí que es duro —dijo Robert—. Podrían entenderse sus reparos si ella fuese judía.

—Yo esperaba que poco a poco fuese tomándole cariño, que se vieran de vez en cuando en algún acto social, y que se diera cuenta de que Maud tiene amistad con la mayoría de los hombres poderosos del país; pero no está funcionando.

—Por desgracia, la crisis de los Balcanes solo hará que aumentar la tensión en… —Robert sonrió—, ya me perdonarás, las relaciones internacionales.

Walter se obligó a reír.

—Lo superaremos, pase lo que pase.

Robert no dijo nada, pero pareció no estar demasiado convencido.

Mientras degustaban un cordero de Gales con patatas y salsa de perejil, Walter le transmitió a su primo la información tan poco concluyente que le había sacado a Antón.

Robert tenía sus propias noticias.

—Hemos conseguido averiguar que los asesinos obtuvieron las armas y las bombas a través de Serbia.

—Maldita sea —dijo Walter.

Robert dejó ver entonces su ira.

—Las armas les fueron suministradas por el jefe de los servicios secretos del ejército serbio. Los asesinos realizaron prácticas de tiro en un parque de Belgrado.

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