La caída de los gigantes (32 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Los agentes secretos a veces actúan de manera unilateral —comentó Walter.

—A menudo. Y la confidencialidad de su trabajo favorece que en muchas ocasiones salgan impunes de ello.

—De manera que eso no demuestra que el gobierno serbio sea el responsable del asesinato, y, si se detiene uno a pensarlo con lógica, para una pequeña nación como Serbia, que intenta preservar su independencia a toda costa, sería una locura provocar a un vecino tan poderoso.

—Incluso es posible que los servicios secretos serbios actuaran contraviniendo directamente los deseos del gobierno —coincidió Robert. Sin embargo, enseguida añadió con firmeza—: Pero eso no cambia nada en absoluto. Austria debe emprender acciones contra Serbia.

Era lo que temía Walter. El asunto ya no podía seguir viéndose como un mero crimen del que debían encargarse la policía y los tribunales. Había adquirido nuevas proporciones; de pronto, un imperio debía castigar a una pequeña nación. El emperador Francisco José de Austria había sido un gran hombre en su época, conservador y fervientemente religioso, pero un dirigente fuerte. Ya tenía ochenta y cuatro años, sin embargo, y con la edad no se había vuelto ni un tanto menos autoritario y estrecho de miras. Era la clase de hombre que creía saberlo todo solo porque era viejo. El padre de Walter era igual.

«Mi destino está en manos de dos monarcas —pensó Walter—, el zar y el emperador. Uno es idiota, el otro está senil; aun así, controlan el destino de Maud y el mío, igual que el de innumerables millones de europeos. ¡Qué gran argumento en contra de la monarquía!»

Mientras tomaban el postre meditó con detenimiento y, cuando llegó el café, dijo con optimismo:

—Supongo que tu objetivo será darle a Serbia una dura lección sin implicar a ningún otro país.

Robert acabó rápidamente con sus esperanzas.

—Al contrario. Mi emperador le ha escrito una carta personal a tu káiser.

Walter se quedó de piedra. No tenía noticia de eso.

—¿Cuándo?

—Fue entregada ayer.

Como cualquier diplomático, Walter detestaba que los monarcas hablaran directamente entre sí, en lugar de hacerlo a través de sus ministros. En tales casos podía suceder cualquier cosa.

—Y ¿qué le ha dicho?

—Que Serbia debe ser eliminada como potencia política.

—¡No! —Era peor aún de lo que Walter había temido. Conmocionado, preguntó—: ¿De verdad lo cree?

—Todo depende de la respuesta.

Walter arrugó la frente. El emperador Francisco José le estaba pidiendo su aprobación al káiser Guillermo: ese era el auténtico mensaje de la carta. Los dos países eran aliados, así que el káiser estaba obligado a mostrarle cierto apoyo, pero podía darle un énfasis entusiasta o renuente, alentador o cauteloso.

—Confío en que Alemania respalde a Austria sea cual sea la decisión de mi emperador respecto a las acciones que se llevarán a cabo —dijo Robert con severidad.

—¡No es posible que desees que Alemania ataque a Serbia! —protestó Walter.

Robert se sintió ofendido.

—Deseamos algo que nos garantice que Alemania cumplirá con sus obligaciones como aliada nuestra.

Walter controló su impaciencia.

—El problema de esa forma de pensar es que pone en juego muchas otras cosas. Igual que si Rusia transmite señales de apoyo a Serbia; así solo se promueve la agresión. Lo que deberíamos hacer es aplacar a todo el mundo.

—No estoy seguro de poder darte la razón —replicó Robert con frialdad—. Austria ha sufrido un golpe terrible. El emperador no puede dar la imagen de que se lo ha tomado a la ligera. El que desafía al gigante debe ser aplastado.

—Intentemos no exagerar las cosas.

Robert alzó la voz:

—¡Han asesinado al heredero al trono! —Un comensal de la mesa de al lado levantó la mirada y puso ceño al oír hablar alemán en tono de discusión. Robert suavizó su voz, pero no su expresión—. No me hables de exageraciones.

Walter intentó reprimir sus propios sentimientos. Sería necio y peligroso que Alemania se implicara en ese altercado, pero decírselo así a Robert no serviría de nada. El trabajo de Walter era sonsacar información, no enzarzarse en discusiones.

—No creas que no lo entiendo —dijo—. ¿En Viena todo el mundo comparte tu opinión?

—En Viena, sí —respondió Robert—. Tisza se opone. —István Tisza era el primer ministro de Hungría, aunque súbdito del emperador austríaco—. La alternativa que propone es el cerco diplomático a Serbia.

—Menos drástico, quizá, pero también menos arriesgado —observó Walter con cautela.

—Demasiado débil.

Walter pidió la cuenta. Estaba profundamente inquieto por lo que acababa de saber, pero no quería que hubiera malos sentimientos entre su primo y él. Confiaban el uno en el otro y se ayudaban, y no deseaba que eso cambiase. Fuera, en la acera, le estrechó la mano a Robert y le agarró el codo en un gesto de firme camaradería.

—Pase lo que pase, debemos permanecer unidos, primo —dijo—. Somos aliados y siempre lo seremos. —Dejó que fuera Robert quien decidiera si estaba hablando de ellos dos o de sus respectivos países. Se despidieron como amigos.

Walter cruzó Green Park apretando el paso. Los londinenses estaban disfrutando del sol, pero una nube sombría se cernía sobre su cabeza. Había esperado que Alemania y Rusia se mantuvieran al margen de la crisis de los Balcanes, pero las noticias que le habían llegado hasta el momento sugerían agoreramente todo lo contrario. Al llegar al palacio de Buckingham, torció a la izquierda y caminó a lo largo de The Mall para acercarse a la embajada alemana por la entrada trasera.

Su padre tenía allí un despacho: era donde pasaba una de cada tres semanas, más o menos. En la pared había un retrato del káiser Guillermo, y una fotografía enmarcada de Walter vestido con su uniforme de teniente en el escritorio. Otto sostenía una pieza de loza en la mano. Coleccionaba cerámica inglesa y le encantaba ir en busca de objetos fuera de lo común. Al mirar con más atención, Walter vio que se trataba de un frutero de loza blanca con los bordes delicadamente perforados y modelado de tal forma que imitaba un cesto. Conociendo el gusto de su padre, supuso que sería del siglo XVIII.

Encontró a Otto reunido con Gottfried von Kessel, un agregado cultural por quien Walter sentía bastante antipatía. Gottfried tenía un cabello oscuro y espeso que se peinaba con la raya a un lado, y llevaba gafas de gruesas lentes. Era de la misma edad que él y también tenía un padre en el servicio diplomático, pero, a pesar de todo lo que compartían, no eran amigos. Walter pensaba que era un cobista.

Le dirigió un breve gesto con la cabeza y se sentó.

—El emperador de Austria ha escrito a nuestro káiser.

—Ya lo sabemos —se apresuró a replicar Gottfried.

Walter no le hizo caso. Gottfried tenía la fastidiosa costumbre de convertirlo todo en una competición.

—No me cabe duda de que la respuesta del káiser será amistosa —le dijo a su padre—, pero hay muchas cosas que podrían depender del matiz.

—Su Majestad todavía no me ha comentado nada.

—Pero lo hará.

Otto asintió.

—Es la clase de asunto por el que suele consultarme.

—Y, si exhorta a la prudencia, podría convencer a los austríacos para que se muestren menos beligerantes.

—¿Por qué habría de hacer algo así? —preguntó Gottfried.

—¡Para evitar que Alemania se vea arrastrada a una guerra por un territorio tan irrisorio como Bosnia!

—¿De qué tienes miedo? —inquirió Gottfried con desdén—. ¿Del ejército serbio?

—Tengo miedo del ejército ruso, y también tú deberías tenerlo —respondió Walter—. Es el mayor de toda la historia…

—Eso ya lo sé —replicó Gottfried.

Walter pasó por alto la interrupción.

—En teoría, el zar puede sacar a seis millones de hombres al campo de batalla en apenas unas semanas…

—Lo sé…

—… y eso supera a la población total de Serbia.

—Lo sé.

Walter suspiró.

—Pareces saberlo todo, Von Kessel. ¿Sabes de dónde sacaron los asesinos las armas y las bombas?

—De los nacionalistas eslavos, presumo.

—¿Algunos nacionalistas eslavos en concreto, presumes?

—¿Quién sabe?

—Los austríacos lo saben, según tengo entendido. Creen que las armas procedían del jefe de los servicios secretos serbios.

Otto soltó un gruñido de asombro.

—Eso sí que despertaría sed de venganza en los austríacos.

—Austria sigue siendo gobernada por su emperador. Al final, la decisión de declarar la guerra solo puede tomarla él —dijo Gottfried.

Walter asintió con la cabeza.

—No es que el emperador Habsburgo haya necesitado nunca demasiadas excusas para mostrarse despiadado y brutal.

—¿Qué otra forma hay de gobernar un imperio?

Walter no mordió el anzuelo.

—Aparte del primer ministro húngaro, cuya voz no tiene mucho peso, no parece haber nadie que llame a la prudencia. Ese papel debe recaer en nosotros. —Walter se levantó. Había informado de sus investigaciones y no quería permanecer ni un minuto más en la misma habitación que ese molesto Gottfried—. Si me disculpa, padre, iré a tomar el té a casa de la duquesa de Sussex y ver qué más se comenta por la ciudad.

—Los ingleses no hacen visitas los domingos —observó Gottfried.

—Tengo invitación —repuso Walter, y se marchó antes de perder los papeles.

Avanzó abriéndose paso por Mayfair hacia Park Lane, donde el duque de Sussex tenía su palacio. El duque no ocupaba ningún cargo en el gobierno de Gran Bretaña, pero la duquesa organizaba tertulias políticas. Cuando Walter llegó a Londres en diciembre, Fitz lo había presentado a la duquesa, quien se ocupó de que lo invitaran a todas partes.

Entró en el salón, se inclinó, estrechó la regordeta mano de la dama y dijo:

—En Londres todo el mundo desea saber qué sucederá en Serbia, así que, aunque sea domingo, he decidido venir a preguntárselo a usted, excelencia.

—No habrá guerra —respondió ella, sin demostrar haberse dado cuenta de que Walter bromeaba—. Siéntese y tome una taza de té. Lo del pobre archiduque y su esposa es una tragedia, desde luego, y sin duda los culpables serán castigados, pero ¡qué tontería pensar que naciones tan grandes como Alemania y Gran Bretaña estarían dispuestas a ir a la guerra por Serbia!

A Walter le habría gustado poder sentirse tan convencido de ello. Tomó asiento cerca de Maud, que sonreía con alegría, y de lady Hermia, que lo saludó con una inclinación de cabeza. En el salón había una docena de personas, incluido el primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill. La decoración era grandiosamente anticuada: un mobiliario de recargadísimas tallas, suntuosas telas con una docena de estampados diferentes, y hasta el último rincón cubierto de adornos, fotografías enmarcadas y jarrones con ramitos de espigas secas. Un lacayo le acercó a Walter una taza de té y le ofreció leche y azúcar.

Walter se alegraba de estar cerca de Maud, pero quería más, como siempre, e inmediatamente empezó a preguntarse si habría alguna forma de ingeniárselas para estar los dos solos, aunque no fuera más que unos minutos.

—El problema, desde luego, es la debilidad del Turco —dijo la duquesa.

Esa cotorra pomposa tenía razón, pensó Walter. El Imperio otomano estaba en decadencia, y el conservador clero musulmán lo mantenía al margen de la modernización. El sultán había logrado conservar el orden en la península balcánica durante siglos, desde la costa mediterránea de Grecia hasta latitudes tan septentrionales como Hungría, pero ahora, década a década, se iba retirando y las grandes potencias más cercanas, Austria y Rusia, estaban intentando llenar ese vacío. Entre Austria y el mar Negro se encontraban los territorios de Bosnia, Serbia y Bulgaria, dispuestos en fila. Hacía cinco años, Austria se había hecho con el control de Bosnia. De pronto tenía un altercado con Serbia, el segundo de la fila. Los rusos miraban el mapa y veían que Bulgaria era la siguiente ficha del dominó, y que los austríacos podían terminar controlando la costa occidental del mar Negro y amenazando el comercio internacional de Rusia.

Mientras tanto, los pueblos súbditos del Imperio austríaco empezaban a pensar que más les valía gobernarse a sí mismos… razón por la cual el nacionalista bosnio Gavrilo Princip había disparado al archiduque Francisco Fernando en Sarajevo.

—Es una tragedia para Serbia —comentó Walter—. Yo diría que su primer ministro está a punto de arrojarse al Danubio.

A lo que Maud replicó:

—Querrá decir el Volga.

Walter la miró, contento de tener una excusa para embriagarse con su imagen. Se había cambiado de ropa y llevaba un vestido para el té de color azul marino con una blusa de encaje rosa pálido y un sombrero de fieltro rosa con una borla azul.

—En modo alguno quiero decir eso, lady Maud —repuso.

—El Volga cruza Belgrado, que es la capital de Serbia —insistió ella.

Walter estaba a punto de volver a protestar, pero entonces titubeó. Maud sabía perfectamente que el Volga no pasaba ni a mil quinientos kilómetros de Belgrado. ¿Qué estaba tramando?

—No soy amigo de contradecir a alguien tan bien informado como usted, lady Maud —dijo—. Y sin embargo…

—Lo consultaremos —dijo ella—. Mi tío, el duque, posee una de la mayores bibliotecas de Londres. —Se puso en pie—. Acompáñeme y le demostraré que se equivoca.

Se trataba de un comportamiento algo osado para una joven de buena cuna, y la duquesa frunció los labios.

Walter se encogió de hombros con fingida impotencia y siguió a Maud hasta la puerta.

Por un momento pareció que lady Hermia iba a acompañarlos también, pero estaba tan cómodamente hundida en la tapicería de terciopelo, con una taza y un platito en la mano, que moverse le resultaba un esfuerzo demasiado grande.

—No tardéis —dijo en voz baja, y le dio otro bocado a su pastel mientras ellos abandonaban el salón.

Maud cruzó el vestíbulo, donde un par de lacayos montaban guardia como si fueran centinelas, caminando por delante de Walter. Se detuvo ante una puerta y esperó a que él se la abriera. Entraron.

En la gran sala reinaba el silencio. Estaban solos. Maud se lanzó a sus brazos y Walter la estrechó con fuerza, apretando su cuerpo contra el de él. Ella miró hacia arriba.

—Te quiero —dijo, y lo besó con avidez.

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