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Authors: Ken Follett
—¿Por qué crees que te ha invitado? —le preguntó Bernie aquella tarde; hacía, como siempre, la pregunta clave.
Ethel no tenía una respuesta convincente. La amabilidad pura y genuina nunca había sido un rasgo del carácter de Fitz; podía ser generoso cuando le convenía. Bernie se preguntaba astutamente si querría algo a cambio.
Bernie era más cerebral que intuitivo, pero aun así había percibido que existía algún vínculo entre Fitz y Ethel, y había reaccionado a ello volviéndose algo más cariñoso. No era nada teatral, pues no era el estilo de Bernie, pero tomaba la mano de Ethel un instante más largo de lo que debiera, se acercaba a ella un ápice más de lo que resultaba cómodo, le daba palmadas en el hombro cuando le hablaba y la tomaba por el codo cuando ella bajaba un escalón. De repente, Bernie se sentía inseguro y hacía gestos de forma instintiva que comunicaban que ella le pertenecía. Por desgracia, Ethel no se estremecía cuando lo hacía. Fitz le había recordado cruelmente lo que ella no sentía por Bernie.
El martes, Maud entró en el despacho a las diez y media, y ambas trabajaron codo con codo toda la mañana. Maud no podía escribir la primera plana de la siguiente edición hasta que Lloyd George hubiese hablado, pero el periódico contenía mucha más información en la que trabajar: ofertas laborales, anuncios solicitando niñeras, consejos de salud para mujeres y niños escritos por el doctor Greenward, recetas y cartas.
—Fitz está rabioso desde el mitin —dijo Maud.
—Ya te dije que se lo harían pasar mal.
—A él eso no le importa —repuso Maud—, pero Billy lo llamó embustero.
—¿Estás segura de que no está así solo porque Billy venció en el debate?
Maud sonrió, arrepentida.
—Quizá.
—Solo espero que no haga sufrir a Billy por esto.
—No lo hará —dijo Maud con firmeza—. Eso significaría romper su palabra.
—Bien.
Almorzaron en una cafetería de Mile End Road, «Una buena cafetería para los conductores», según rezaba el cartel del local, y de hecho estaba lleno de camioneros. El personal del mostrador saludó a Maud alegremente. Comieron empanada de ternera y ostras; las ostras, baratas, se habían generalizado para camuflar la escasez de ternera.
Después cruzaron Londres en autobús, en dirección al West End. Ethel miró la esfera gigantesca del Big Ben y vio que eran las tres y media. Estaba previsto que Lloyd George hablara a las cuatro. Tenía en sus manos poner fin a la guerra y salvar millones de vidas. ¿Lo haría?
Lloyd George siempre había luchado por la clase obrera. Antes de la guerra había batallado con la Cámara de los Lores y el rey para restablecer las antiguas pensiones. Ethel sabía cuánto significaban para los ancianos depauperados. El primer día en que se pagaron, Ethel vio a mineros jubilados —hombres antaño fuertes ya encorvados y temblorosos— salir de la oficina de correos de Aberowen llorando abiertamente de alegría por dejar de ser indigentes. Fue entonces cuando Lloyd George se erigió en el héroe de la clase obrera. Los lores querían gastarse el dinero en la Royal Navy.
«Yo podría haber escrito su discurso —pensó Ethel—. Diría: “Hay momentos en la vida de un hombre, de un país, en que es correcto afirmar: ‘He hecho cuanto he podido, y no puedo hacer más; por consiguiente, cesaré de esforzarme y buscaré otro camino’. En la última hora he ordenado el alto el fuego en toda la línea británica en Francia. Caballeros, las armas guardan ya silencio”.»
Era posible. Los franceses se enfurecerían, pero tendrían que sumarse al alto el fuego o se arriesgarían a que los británicos pudieran firmar un tratado de paz por su cuenta y abandonarlos a una derrota segura. El acuerdo de paz sería arduo en Francia y en Bélgica, pero no tanto como la pérdida de más millones de vidas.
Sería un acto de gran talla gubernamental. Sería asimismo el final de la trayectoria política de Lloyd George: los electores no podrían votar a un hombre que había perdido la guerra. Pero ¡menuda salida iba a tener!
Fitz esperaba en el vestíbulo central. Gus Dewar lo acompañaba. Sin duda, estaba más ansioso que nadie por saber lo que Lloyd George respondería a la iniciativa de paz.
Subieron la larga escalinata hasta la tribuna y ocuparon sus asientos, que daban a la sala de debate. Ethel quedó sentada entre Fitz, a su derecha, y Gus, a su izquierda. Bajo ellos, las hileras de bancos de cuero verde a ambos lados estaban ya llenas de parlamentarios, salvo los pocos asientos de la primera fila tradicionalmente reservados para el gabinete.
—Todos los parlamentarios son hombres —dijo Maud en voz alta.
Un ujier, ataviado con los bombachos de terciopelo y las medias blancas del uniforme de gala, la mandó callar de forma expeditiva:
—¡Silencio, por favor!
Un parlamentario estaba de pie, pero apenas nadie lo escuchaba. Todos esperaban al nuevo primer ministro. Fitz le susurró a Ethel:
—Tu hermano me insultó.
—Oh, pobrecito —repuso Ethel, con sarcasmo—. ¿Te sientes herido?
—Muchos hombres se retaban a duelo por menos.
—Pero ya hace unos años que estamos en el siglo XX…
Él no se inmutó ante aquella pulla.
—¿Sabe quién es el padre de Lloyd?
Ethel dudó; no quería decírselo pero tampoco quería mentir.
Su vacilación le confirmó lo que quería saber.
—Ya veo —dijo—. Eso explica sus injurias.
—No creo que tengas que buscar motivos ocultos —replicó ella—. Lo que ocurrió en el Somme fue suficiente para enfurecer a los soldados, ¿no crees?
—Debería ser juzgado en consejo de guerra por su insolencia.
—Pero prometiste que no…
—Sí —confirmó, enojado—. Por desgracia, lo hice.
Lloyd George entró en la cámara.
Era una figura menuda y delgada, vestida con chaqué, con el cabello excesivamente largo y algo desaliñado, y un poblado bigote ya completamente blanco. Tenía cincuenta y tres años, pero su paso era ágil y, cuando se sentó y le dijo algo a un diputado, Ethel atisbó su sonrisa, que ya conocía de las fotografías de los periódicos.
Empezó a hablar a las cuatro y diez. Su voz era algo ronca, y se excusó por la afección de garganta. Hizo una pausa y luego dijo:
—Comparezco hoy ante la Cámara de los Lores con la más terrible responsabilidad que puede recaer sobre los hombros de un hombre.
Era un buen comienzo, pensó Ethel. Al menos no iba a despreciar la carta de los alemanes como un truco banal o una táctica de despiste, como habían hecho los franceses y los rusos.
—Cualquier hombre o grupo de hombres que prolongue gratuitamente, o sin motivo suficiente, un conflicto terrible como este, verá su alma mancillada por un crimen que ni todos los océanos podrían lavar.
Era un toque bíblico, pensó Ethel, una referencia baptista al lavado de los pecados.
Pero entonces, como un predicador, hizo la afirmación contraria.
—Cualquier hombre o grupo de hombres que, sin estar exhaustos o desesperados, abandone la lucha sin que se haya alcanzado el elevado propósito por el cual la entablamos será culpable del acto de cobardía más caro jamás perpetrado por ningún hombre de Estado.
Ethel se removió, ansiosa. ¿En qué dirección saltaría? Pensó en el día de los telegramas en Aberowen, y volvió a ver los rostros de los familiares de las víctimas. ¿Iba a permitir Lloyd George —de entre todos los políticos— que ese terrible dolor prosiguiera si él podía evitarlo? Si lo hacía, ¿qué sentido tenía en realidad que se dedicara a la política?
Lloyd George citó a Abraham Lincoln:
—Aceptamos esta guerra por un objetivo, un objetivo digno, y la guerra no cesará hasta que se logre ese objetivo.
Aquello no presagiaba nada bueno. A Ethel le dieron ganas de preguntarle cuál era el objetivo. Woodrow Wilson había hecho esa misma pregunta y aún no había obtenido respuesta. Tampoco en ese momento se concedió ninguna. Lloyd George prosiguió:
—¿Podemos lograr ese objetivo aceptando la invitación del canciller alemán? Esa es la única cuestión que debemos plantearnos.
Ethel se sintió frustrada. ¿Cómo podía discutirse esa cuestión si nadie conocía cuál era el objetivo de la guerra?
Lloyd George alzó la voz, como un predicador a punto de hablar sobre el infierno:
—Participar en una conferencia a invitación de Alemania, que se proclama vencedora, y sin conocer las propuestas que prevé hacer… —hizo una pausa y barrió la cámara con la mirada, primero a los liberales, sentados a su derecha y detrás, y después a los conservadores, sentados en el lado opuesto— ¡equivaldría a ponernos una soga al cuello, cuyo extremo está en manos de Alemania!
Un intenso rumor de aprobación se alzó entre los parlamentarios.
Estaba rechazando la oferta de paz.
Gus Dewar hundió la cara entre las manos.
—¿Y qué hay de Alun Pritchard, muerto en el Somme? —gritó Ethel.
El ujier la reprendió:
—¡Silencio!
Ethel se puso en pie.
—El sargento Elijah el Profeta Jones, ¡muerto! —vociferó.
—¡Por el amor de Dios, cállate y siéntate! —le dijo Fitz.
Abajo, en la cámara, Lloyd George siguió hablando, aunque un par de parlamentarios miraban hacia la tribuna.
—¡Clive Pugh! —gritó Ethel con todas sus fuerzas.
Dos ujieres se acercaron a ella, uno por cada lado.
—¡Arthur Llewellyn el Manchas!
Los ujieres la agarraron por los brazos y se la llevaron por la fuerza.
—¡Joey Ponti! —chilló ella, y los dos ujieres la arrastraron al otro lado de la puerta.
Enero y febrero de 1917
I
Walter von Ulrich soñaba que iba de camino a encontrarse con Maud en un carro tirado por caballos. El carro iba cuesta abajo y empezó a coger una velocidad peligrosa y a traquetear sobre la superficie irregular de la carretera. Él gritaba: «¡Frene! ¡Frene!», pero el cochero no podía oírlo por encima de la trápala de los cascos de los animales, que, curiosamente, sonaba igual que el rugido del motor de un coche. A pesar de esa anomalía, a Walter lo aterrorizaba que el carro descontrolado pudiera estrellarse y él no llegara a ver a Maud. De nuevo intentó ordenarle al cochero que fuera más despacio, y el esfuerzo de gritar lo despertó.
En realidad iba en un automóvil, un Mercedes 37/95 Double Phaeton con chófer, que viajaba a una velocidad moderada por una carretera de Silesia llena de baches. Su padre estaba sentado a su lado, fumando un puro. Habían salido de Berlín a primera hora de la mañana, ambos envueltos en abrigos de piel —era un coche abierto—, y se dirigían al cuartel general oriental del alto mando.
El sueño era fácil de interpretar. Los aliados habían rechazado con desdén la oferta de paz que Walter tanto se había esforzado por sacar adelante. Ese rechazo había fortalecido la posición del ejército alemán, que deseaba reanudar la guerra submarina sin restricciones y hundir todas las embarcaciones que se encontraran en zona de guerra (militares o civiles, de pasajeros o de carga, combatientes o neutrales) para conseguir la capitulación de Gran Bretaña y Francia haciendo que murieran de hambre. Los políticos, y el canciller en particular, temían que ese camino los llevara a la derrota, puesto que era probable que hiciera entrar a Estados Unidos en el conflicto, pero los defensores de la guerra submarina iban ganando la discusión. El káiser ya había demostrado por qué bando se decantaba al ascender al agresivo Arthur Zimmermann a ministro de Asuntos Exteriores. Y Walter soñaba que se precipitaba cuesta abajo, directo al desastre.
Estaba convencido de que Estados Unidos era el mayor peligro para Alemania. El objetivo de la política alemana debía ser mantener a los norteamericanos fuera de la guerra. Cierto, Alemania estaba muriendo de inanición a causa del bloqueo naval de las fuerzas aliadas, pero los rusos no podrían aguantar mucho más y, en cuanto capitularan, Alemania invadiría las ricas regiones del oeste y el sur del Imperio ruso, con sus extensos campos de cereales y sus insondables pozos petrolíferos; el ejército alemán podría concentrar entonces todo su poder en el frente occidental. Esa era la única esperanza.
Sin embargo, ¿lo vería así también el káiser?
La decisión final se tomaría ese mismo día.
Una mortecina luz invernal despuntaba sobre el paisaje salpicado de nieve. Walter se sentía como un haragán, tan lejos de la batalla.
—Debería haber regresado al frente hace semanas —dijo.
—Es evidente que el ejército te quiere en Alemania —replicó Otto—. En los servicios secretos se te valora como analista.
—Alemania está llena de hombres mayores que yo que podrían hacer ese trabajo al menos igual de bien. ¿Ha movido usted los hilos?
Otto se encogió de hombros.
—Me parece que, si te casaras y tuvieras un hijo, podrías conseguir que te trasladaran a donde quisieras.
—¿Me está usted reteniendo en Berlín para conseguir que me case con Monika von der Helbard? —preguntó Walter con incredulidad.
—Conseguir eso no está en mi mano, pero puede que en el alto mando haya hombres que comprendan la necesidad de preservar las líneas de sangre de la nobleza.
Aquello era falso, y cuando Walter tenía la protesta en la punta de la lengua, el coche abandonó la carretera principal, cruzó una verja ricamente ornamentada y enfiló un largo camino de entrada que estaba flanqueado por árboles pelados y un césped cubierto de nieve. Al final de ese camino se alzaba una construcción enorme, la mayor que Walter había visto jamás en Alemania.
—¿El castillo de Pless? —inquirió.
—En efecto.
—Es gigantesco.
—Trescientas salas.
Bajaron del coche y entraron en un vestíbulo tan grande como una estación de ferrocarril. Las paredes estaban decoradas con cabezas de jabalíes enmarcadas en seda roja, y una enorme escalera de mármol subía hacia las magníficas salas del primer piso. Walter había pasado la mitad de la vida en edificios formidables, pero aquel era excepcional.
Se les acercó un general, y Walter reconoció a Von Henscher, un compañero de su padre.
—Tenéis tiempo de lavaros y adecentaros si os dais prisa —les dijo con afable apremio—. Os esperan en el comedor de mandatarios dentro de cuarenta minutos. —Miró a Walter—. Este debe de ser tu hijo.
—Está en el servicio secreto —dijo Otto.
Walter le dirigió un enérgico saludo.
—Ya lo sé. Yo puse su nombre en la lista. —El general se dirigió a Walter—: Tengo entendido que conoces Estados Unidos.