Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Oh, Dios… —murmuró Maud.
Walter, sentado a su lado, le preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Míralos —dijo ella—. Ahora son todos amigos. Han salvado todas sus diferencias.
—No puedes saber eso solo con mirarlos.
—Sí, sí que puedo.
El presidente de la Cámara de los Comunes entró tocado con una anticuada peluca y se sentó en el trono elevado. Llamó al jefe del Foreign Office y Grey se levantó, con la cara pálida, demacrada y con el semblante preocupado.
No era un buen orador, pues tenía tendencia a la verborrea y resultaba sobremanera cargante. A pesar de todo, los parlamentarios seguían el hilo de sus palabras pegados a sus asientos y los visitantes de la galería escuchaban con atención a la espera de que llegara la parte verdaderamente importante.
Estuvo hablando durante tres cuartos de hora antes de mencionar a Bélgica, y luego, por fin, desveló los detalles del ultimátum alemán del que Walter le había hablado a Maud una hora antes. Los parlamentarios se quedaron petrificados. Maud vio que, tal como ella se temía, aquello lo cambiaba todo: ambas facciones del Partido Liberal, tanto los imperialistas de extrema derecha como los defensores izquierdistas de los derechos de las pequeñas naciones, estaban absolutamente indignados.
Grey citó las palabras de Gladstone, al preguntar:
—Teniendo en cuenta las circunstancias, este país, dotado como está de influencia y poder, ¿se quedará discretamente al margen y se limitará a presenciar la comisión del crimen más terrible que haya manchado jamás las páginas de la historia, y se convertirá así en cómplice del pecado?
Todo aquello era una solemne tontería, pensó Maud. La invasión de Bélgica no sería el crimen más terrible de la historia; ¿qué era entonces la matanza de Kanpur? ¿Y el comercio de esclavos? Gran Bretaña no intervenía cada vez que un país era invadido. Era ridículo afirmar que su pasividad convertía al pueblo británico en cómplice del pecado.
Sin embargo, muy pocos de los presentes compartían el punto de vista de Maud; los miembros de ambos sectores aplaudían, y la joven observó consternada el banco delantero, ocupado por los componentes del gobierno. Todos los ministros que hasta el día anterior se habían opuesto fervientemente a la guerra asentían ahora con entusiasmo: el joven Herbert Samuel, Lewis «Lulu» Harcourt, el cuáquero Joseph Pease, que era presidente de la Asociación por la Paz, y, lo que era aún peor, el mismísimo Lloyd George. Maud dedujo, con desesperación, que el hecho de que Lloyd George apoyase a Grey significaba que la batalla política había terminado; la amenaza alemana a Bélgica había unido a las dos facciones enfrentadas.
Grey no sabía aprovecharse de las emociones de su público, como hacía Lloyd George, ni sabía hablar como un profeta del Antiguo Testamento, como hacía Churchill, pero ese día no le hacía falta ninguna de las dos cosas: los hechos se encargaban por méritos propios de hacer todo el trabajo. Maud se volvió hacia Walter y dijo con un susurro cargado de rabia:
—¿Por qué? ¿Por qué ha hecho esto Alemania?
El joven torció el gesto con una expresión de angustia, pero respondió con la serena lógica que lo caracterizaba.
—El sur de Bélgica, la frontera entre Alemania y Francia, está fuertemente fortificada. Si atacáramos por ahí, ganaríamos, pero tardaríamos demasiado, y Rusia tendría tiempo de movilizar sus tropas y atacarnos por la retaguardia. El único modo que tenemos de asegurarnos una victoria rápida es avanzando a través de territorio belga.
—¡Pero eso también implica que Gran Bretaña os declare la guerra!
Walter asintió con la cabeza.
—Pero el ejército británico es muy pequeño. Dependéis de vuestras fuerzas navales, y esta no es una guerra marítima. Nuestros generales creen que Gran Bretaña no influirá demasiado en el resultado.
—¿Y tú estás de acuerdo?
—Yo opino que convertir en enemigo a un vecino rico y poderoso nunca es una maniobra inteligente. Pero no logré convencerlos.
«Y eso es lo que ha pasado en repetidas ocasiones a lo largo de las últimas dos semanas», pensó Maud con consternación. En todos los países, quienes estaban a favor de la guerra habían acabado por imponer su opinión. Los austríacos habían atacado Serbia cuando podrían haberse contenido; los rusos se habían movilizado en lugar de negociar; los alemanes se habían negado a asistir a una conferencia internacional para encontrar una solución dialogada al conflicto; a los franceses les habían ofrecido la ocasión de permanecer neutrales y la habían rechazado, y ahora los británicos estaban a punto de tomar parte activa cuando podrían haberse quedado fácilmente al margen.
Grey había llegado al final de su discurso.
—He presentado ante esta cámara los hechos fundamentales y si, tal como parece probable, nos vemos obligados, rápidamente además, a adoptar una postura firme al respecto, entonces creo que, cuando el país se percate de lo que está en juego, de cuáles son los verdaderos problemas y cuál la magnitud de los inminentes peligros que se ciernen sobre el oeste de Europa y que he intentado transmitir hoy a esta cámara, obtendremos un apoyo unánime, no solo por parte de la Cámara de los Comunes, sino en virtud de la determinación, la resolución, el coraje y la capacidad de resistencia del país entero.
Cuando se sentó, se vio obsequiado con una intensa ovación procedente de todos los bancos. No había habido ninguna votación, y Grey ni siquiera había propuesto nada concreto, pero era evidente por la reacción generalizada que los parlamentarios estaban listos para ir a la guerra.
El jefe de la oposición, Andrew Bonar Law, tomó la palabra para decir que el gobierno podía contar con el apoyo de los conservadores. Aquello no supuso ninguna sorpresa para Maud, pues siempre eran más belicistas que los liberales, pero se quedó perpleja, al igual que el resto de los presentes, cuando vio al líder nacionalista irlandés anunciar lo mismo. Maud se sintió como si todo el mundo a su alrededor hubiese enloquecido. ¿Es que era la única persona del mundo que quería la paz?
Solo el dirigente del Partido Laborista mostró su disconformidad.
—Creo que se equivoca —dijo Ramsay MacDonald, hablando de Grey—. Creo que el gobierno al que representa y en nombre del que habla se equivoca. Creo que el veredicto de la historia será que se equivocan.
Sin embargo, nadie lo escuchaba. Algunos de los parlamentarios ya estaban abandonando la cámara, y la galería de los espectadores también empezaba a quedarse vacía. Fitz se levantó y el resto de su grupo hizo lo propio. Maud los siguió, desanimada y sin fuerzas. Abajo en la cámara, MacDonald decía:
—Si un caballero justo y honorable hubiese venido hoy aquí y nos hubiese dicho que nuestro país corre un grave peligro, no me importa a qué partido hubiese apelado, ni a qué clase se hubiese dirigido, nosotros estaríamos con él… ¿Qué sentido tiene hablar de acudir en auxilio de Bélgica cuando, en realidad, se trata de intervenir en una guerra que engloba a toda Europa?
Maud salió de la galería y ya no oyó nada más.
Aquel era el peor día de su vida. Su país iba a participar en una guerra innecesaria, su hermano y el hombre al que amaba iban a arriesgar sus vidas, y ella iba a separarse de su prometido, tal vez para siempre. Había perdido toda esperanza y se hallaba sumida en la desesperación más absoluta.
Cuando bajaron las escaleras, Fitz encabezaba el grupo.
—Muy interesante, Fitz querido —dijo tía Herm educadamente, como si la hubiesen llevado a una exposición de arte que le hubiese gustado más de lo que esperaba.
Walter agarró a Maud del brazo y la retuvo. La joven dejó que la adelantaran otras tres o cuatro personas para que Fitz no pudiese oírlos, pero no estaba preparada para lo que vino a continuación.
—Cásate conmigo —dijo él en voz baja.
A la joven se le aceleró el corazón.
—¿Qué? —susurró—. ¿Cómo?
—Cásate conmigo, por favor, mañana.
—No puede ser…
—Tengo un permiso especial. —Se dio unos golpecitos en el bolsillo delantero de su levita—. Esta mañana he ido al Registro Civil de Chelsea.
La cabeza le daba vueltas, y lo único que se le ocurrió decir fue:
—Habíamos acordado esperar. —En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, ya se estaba arrepintiendo.
Sin embargo, él se apresuró a responder.
—Y hemos esperado. La crisis ha terminado. Tu país y el mío van a entrar en guerra mañana o al día siguiente. Tendré que marcharme de Gran Bretaña y quiero casarme contigo antes de irme.
—¡Pero no sabemos lo que va a pasar! —exclamó ella.
—Desde luego que no, pero sea lo que sea lo que nos depare el futuro, quiero que te conviertas en mi esposa.
—Pero… —Maud se calló. ¿Por qué estaba poniendo objeciones? Él tenía razón. Nadie sabía lo que iba a suceder, pero ¿qué importancia tenía aquello entonces? Ella también quería ser su esposa, y nada de lo que pasase en el futuro podía cambiarlo.
Antes de que pudiera decir algo más, llegaron al pie de la escalera y salieron al vestíbulo central, inundado de gente que bullía de nerviosismo en agitada conversación. Maud quería desesperadamente hacerle más preguntas a Walter, pero Fitz insistió con galantería en acompañarlas afuera a ella y a tía Herm, a causa del gentío. En Parliament Square, Fitz ayudó a ambas mujeres a subir al coche. El chófer accionó la manivela automática, el motor emitió un rugido y el vehículo se alejó deslizándose suavemente por la calzada; Fitz y Walter se quedaron en la acera, con la multitud de espectadores esperando a escuchar su destino.
VII
Maud quería ser la esposa de Walter, era de lo único de lo que estaba segura. Se aferró a ese pensamiento mientras un sinnúmero de preguntas y especulaciones se agolpaban en su cerebro. ¿Debía seguir el plan de Walter o era mejor esperar? Si accedía a casarse con él al día siguiente, ¿a quién se lo diría? ¿Adónde irían después de la ceremonia? ¿Vivirían juntos? Y si así era, ¿dónde?
Esa noche, antes de la cena, su doncella le trajo un sobre en una bandeja de plata. Contenía una sola hoja de papel color crema con la letra precisa e impoluta de Walter en tinta azul.
Seis en punto de la tarde
Amada mía:
Mañana a las tres y media te estaré esperando en un coche al otro lado de la calle, frente a la casa de Fitz. Llevaré conmigo los dos testigos pertinentes. Tenemos cita en el registro a las cuatro en punto. He reservado una suite en el hotel Hyde. Yo ya he dejado allí mi equipaje, para que podamos subir a nuestra habitación directamente sin necesidad de demorarnos en la recepción. Seremos el señor y la señora Woolridge. Lleva un velo.
Te quiero, Maud.
Tu prometido,
W.
Con mano temblorosa, dejó la hoja de papel en la superficie de madera de caoba de su tocador. Sintió que se le había acelerado el pulso. Se quedó mirando el papel pintado de las paredes y trató de serenarse para pensar con claridad.
Walter había escogido bien la hora, porque a las tres y media de la tarde era un buen momento para que Maud pudiese salir de la casa sin que nadie reparara en ello. Su tía Herm echaba la siesta después de comer y Fitz estaría en la Cámara de los Lores.
Fitz no debía sospechar nada, porque intentaría detenerla. Podía encerrarla en su cuarto, sencillamente, y podía llegar incluso a hacer que la internasen en un manicomio. Cualquier hombre adinerado de clase alta podía lograr que encerrasen a una mujer de su familia sin demasiada dificultad, lo único que Fitz tendría que hacer sería encontrar dos médicos dispuestos a convenir con él que debía de estar loca para querer casarse con un alemán.
No se lo diría absolutamente a nadie.
El nombre falso y el velo indicaban que Walter quería que fuese una boda secreta. El Hyde era un hotel discreto de Knightsbridge, donde no era muy probable que se tropezasen con algún conocido. Sintió un escalofrío de emoción al pensar que iba a pasar la noche con Walter.
Pero ¿qué harían al día siguiente? Una boda no podía mantenerse en secreto toda la vida. Walter se marcharía de Gran Bretaña al cabo de dos o tres días. ¿Iría ella con él? Temía arruinar su carrera. ¿Cómo le creerían capaz de luchar por su país si estaba casado con una inglesa? Y si realmente iba al frente, se iría lejos de su casa, y entonces, ¿qué sentido tenía que ella lo acompañara a Alemania?
Pese a todas las incógnitas, sentía una ilusión y un entusiasmo desbordantes.
—La señora Woolridge —dijo, sola en el dormitorio, y se abrazó las rodillas, radiante de felicidad.
4 de agosto de 1914
I
Al amanecer, Maud se levantó y se sentó a su tocador para escribir una carta. Tenía una pila del papel azul de Fitz en el cajón, y cada día le llenaban el tintero de plata. «Cariño mío», empezó a escribir, pero entonces se detuvo a pensar.
Vio su reflejo en el óvalo del espejo. Llevaba el pelo alborotado y el camisón arrugado. Tenía la frente surcada de arrugas y un gesto triste. Se quitó un trocito de verdura verde de entre los dientes. «Si pudiera verme ahora —pensó—, a lo mejor no querría casarse conmigo.» Entonces se dio cuenta de que, si seguía adelante con su plan, así sería exactamente como la vería al día siguiente por la mañana. Era un pensamiento extraño, que le suscitaba miedo y emoción al mismo tiempo.
Escribió:
Sí, con todo mi corazón, deseo casarme contigo. Pero ¿qué plan tienes? ¿Dónde viviremos?
Había pasado la mitad de la noche pensando en ello. Los obstáculos parecían insalvables.
Si te quedas en Gran Bretaña, te encerrarán en un campo de prisioneros. Si nos vamos a Alemania, jamás te veré porque estarás lejos de casa, con el ejército.
Además, sus familias podían suponer más problemas que las autoridades.
¿Cuándo les hablaremos de la boda a nuestros familiares? No con antelación, por favor, porque Fitz encontrará la forma de detenernos. Incluso después tendremos dificultades con él y con tu padre. Dime qué piensas.
Te quiero muchísimo.
Selló el sobre y escribió la dirección del apartamento de Walter, que quedaba a unos cuatrocientos metros de allí. Tocó la campanilla y, unos minutos después, su doncella llamó a la puerta. Sanderson era una muchacha regordeta y con una sonrisa enorme.
—Si el señor Ulrich ha salido, ve a la embajada alemana, que está en Carlton House Terrace —dijo Maud—. De cualquier forma, espera su respuesta. ¿Está claro?