La caída de los gigantes (54 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Según los servicios secretos alemanes, los franceses habían enviado una serie de telegramas a San Petersburgo, en los que rogaban al zar que atacara con la esperanza de distraer la atención de los alemanes. Y los rusos habían avanzado más deprisa de lo que nadie esperaba. Su I Ejército había asombrado al mundo al cruzar la frontera con Alemania en apenas doce días a contar desde el inicio de la movilización. Mientras tanto, el II Ejército invadió los frentes situados más al sur, desde la cabeza de estación de Ostrolenka. De este modo, los rusos describieron una trayectoria envolvente cuyos flancos se cerraron en tenaza en las proximidades de una ciudad llamada Tannenberg. Ambos ejércitos se encontraron sin oposición.

El atípico letargo de los alemanes que permitió que esto ocurriera estaba a punto de tocar a su fin. El comandante en jefe de la región, el general Prittwitz, conocido como
der Dicke
, el Gordo, fue convenientemente despedido por el alto mando y sustituido por el dúo formado por Paul von Hindenburg, reincorporado de su jubilación, y Erich Ludendorff, uno de los pocos militares de carrera sin un aristocrático «von» en el nombre. Con cuarenta y nueve años, Ludendorff se encontraba entre los generales más jóvenes. Walter lo admiraba por haber llegado tan alto gracias exclusivamente a sus méritos, y estaba encantado de ser su oficial de enlace del servicio secreto.

El domingo 23 de agosto, en su viaje desde Bélgica a Prusia, hicieron una breve parada en Berlín, donde Walter pasó un momento fugaz con su madre en el andén de la estación. La nariz afilada de la mujer estaba enrojecida por un resfriado de verano. Abrazó a su hijo con fuerza, temblando de emoción.

—Estás a salvo —afirmó la dama.

—Sí, madre, estoy a salvo.

—Me preocupa muchísimo Zumwald. ¡Los rusos están tan cerca! —Zumwald era la finca campestre que los Von Ulrich tenían en la zona oriental del país.

—Estoy seguro de que allí todo va bien.

Pero a su madre no se la engañaba tan fácilmente.

—He hablado con la mujer del káiser. —La conocía bien—. Otras muchas damas también lo han hecho.

—No debería molestar a la familia real —la reprendió Walter—. Ya tienen muchas preocupaciones tal como están las cosas.

Su madre hizo un amago de sollozo.

—¡No podemos abandonar nuestras fincas y dejarlas a merced del ejército ruso!

Walter lo entendía. Él también detestaba imaginar a los primitivos campesinos rusos y sus bárbaros señores, que lo hacían todo látigo en mano, invadiendo las tierras de pastura y las huertas tan bien mantenidas del legado de los Von Ulrich. Los laboriosos granjeros alemanes, con sus musculosas mujeres, sus pulcros hijos lavados con estropajo y sus gordas reses, merecían protección. ¿No consistía en eso la guerra? Y él planeaba llevar a Maud a Zumwald algún día y enseñar el lugar a su esposa.

—Ludendorff detendrá el avance ruso, madre —dijo Walter. Esperaba estar en lo cierto.

Antes de que su madre pudiera responder, sonó la bocina del tren; Walter la besó y subió al vagón.

Von Ulrich sintió la presión de la responsabilidad personal por los reveses que estaba sufriendo Alemania en el frente oriental. Él era uno de los expertos de los servicios secretos que había previsto que los rusos no podrían atacar con tanta celeridad desde la orden de movilización de las tropas. Ese pensamiento lo mortificaba. Aunque tenía la sospecha de que no se había equivocado del todo, y de que los rusos estaban enviando tropas sin mucha formación en avanzadilla sin el avituallamiento necesario.

Esa sospecha se confirmó cuando llegó a Prusia Oriental a última hora de ese domingo con el séquito de Ludendorff, gracias a los informes que relataban que el I Ejército ruso, situado en el norte, había detenido la marcha. Habían entrado en Alemania, estaban a unos pocos kilómetros de la frontera, y la lógica militar dictaba que debían seguir avanzando a cualquier precio. ¿A qué estaban esperando? Walter se preguntó si estarían quedándose sin víveres.

Sin embargo, el brazo de la tenaza que quedaba situado más al sur seguía avanzando, y la prioridad de Ludendorff era detenerlo.

A la mañana siguiente, el lunes 24 de agosto, Walter entregó a Ludendorff dos informes valiosísimos. Ambos eran telegramas rusos, interceptados y traducidos por los servicios secretos alemanes.

El primero, enviado a las cinco y media de esa misma mañana por el general Rennenkampf, daba órdenes de marchar al I Ejército ruso. Al final Rennenkampf volvía a moverse, pero, en lugar de virar hacia el sur para cerrar la tenaza al reunirse con el II Ejército, inexplicablemente se dirigía hacia el oeste siguiendo una línea que no constituía amenaza alguna para las tropas germanas.

El segundo mensaje había sido remitido una hora después por el general Samsonov, comandante del II Ejército ruso. Ordenó que los XIII y el XV Cuerpos rusos fueran tras el XX Cuerpo alemán, que él creía que estaba en retirada.

—¡Esto es asombroso! —exclamó Ludendorff—. ¿Cómo hemos conseguido esta información? —Parecía sospechar algo, como si Von Ulrich pudiera haberlo traicionado. Walter tenía la sensación de que su superior desconfiaba de él como miembro de la rancia aristocracia militar—. ¿Conocemos sus códigos? —exigió saber Ludendorff.

—No usan códigos —respondió Walter.

—¿Envían las órdenes decodificadas? ¡Por el amor de Dios!, ¿por qué?

—Los soldados rusos no tienen la formación suficiente como para saber utilizar los códigos —explicó Walter—. Los informes de nuestro servicio secreto de preguerra indicaban que apenas están lo bastante formados como para saber utilizar los transmisores de telégrafo.

—Y, entonces, ¿por qué no usan los teléfonos de campaña? Una llamada de teléfono no puede ser interceptada.

—Seguramente se habrán quedado sin cable telefónico.

Ludendorff tenía la barbilla prominente y las comisuras de la boca hacia abajo; siempre parecía como si tuviera el gesto torcido con agresividad.

—Esto no será una trampa, ¿verdad?

Walter negó con la cabeza.

—La simple idea resulta inconcebible, señor. Los rusos apenas son capaces de organizar las comunicaciones más corrientes. El uso de falsos telegramas para engañar al enemigo es una posibilidad tan remota como la de que el hombre vaya a la Luna.

Ludendorff agachó la cabeza, que empezaba a ralear, sobre el mapa de la mesa que tenía delante. Era un trabajador incansable, aunque a menudo se sentía afligido por terribles dudas, y Walter se preguntó si se sentiría forzado a actuar por miedo al fracaso. Ludendorff puso un dedo en el mapa.

—El XIII y el XV Cuerpos de Samsonov desde el centro de la línea rusa —señaló—. Si avanzan…

Walter entendió de inmediato lo que estaba pensando Ludendorff: los rusos caerían en una «trampa sobre»; acabarían rodeados por tres flancos.

—A nuestra derecha tenemos a Von François y su I Cuerpo —prosiguió Ludendorff—. En el centro, a Scholtz y el XX Cuerpo, que se han replegado pero no están en retirada, al contrario de lo que creen los rusos, por lo visto. Y, a nuestra izquierda, aunque a cincuenta kilómetros al norte, tenemos a Mackensen y el XVII Cuerpo. Mackensen vigila el brazo septentrional de la tenaza rusa, pero si esos rusos se dirigen al lugar que no es, tal vez podamos ignorarlos, por el momento, y hacer que Mackensen vire hacia el sur.

—Una maniobra clásica —comentó Walter.

Era sencilla, pero a él no se le había ocurrido hasta que Ludendorff lo había señalado. Esa era la razón, pensó con admiración, de que Ludendorff fuera adjunto del jefe del Estado Mayor.

—Pero solo funcionará si Rennenkampf y el I Ejército ruso siguen avanzando en la dirección inadecuada —sentenció el general.

—Ya ha visto los telegramas interceptados, señor. Las órdenes rusas ya se han enviado al frente.

—Esperemos que Rennenkampf no cambie de opinión.

V

El batallón de Grigori no tenía comida, pero les había llegado una carretada de palas para que pudieran cavar una trinchera. Los hombres cavaban por turnos, relevándose cada media hora, así que no tardaron mucho en terminar. El resultado no quedó muy pulido, pero serviría.

Más temprano, ese mismo día, Grigori, Isaak y sus camaradas se habían topado con una posición alemana abandonada, y Grigori se había fijado en que sus trincheras describían una especie de zigzag a intervalos regulares, motivo por el cual no se podía ver bien a lo largo. El teniente segundo Tomchak dijo que el zigzag se llamaba través, pero que no sabía para qué servía. No ordenó a sus hombres que copiaran el diseño germano. Pero Grigori estaba seguro de que debía de tener alguna finalidad.

Grigori todavía no había disparado su fusil. Había escuchado tiroteos, fusiles, ametralladoras y fuego de artillería, y su unidad había tomado una parte importante del territorio alemán, pero, hasta el momento, no había disparado a nadie y nadie le había disparado a él. Adondequiera que llegaba el XIII Cuerpo, descubría que los alemanes acababan de marcharse.

Aquello no tenía ninguna lógica. Grigori empezaba a darse cuenta de que todo en la guerra resultaba confuso. Nadie estaba muy seguro de dónde se encontraban o de dónde se hallaba el enemigo. Habían muerto dos hombres del pelotón de Grigori, pero no a manos de los alemanes: uno se había pegado un tiro por accidente en el muslo con su propio fusil y se había desangrado hasta morir increíblemente rápido, y el otro había sido arrollado por un caballo desbocado y no había recuperado el conocimiento.

Llevaban días sin ver un carromato de cocina. Habían terminado con las raciones de emergencia e incluso se había acabado el «pan duro». Ninguno de ellos había comido nada desde la mañana del día anterior. Después de cavar la trinchera, se durmieron con hambre. Por suerte era verano, así que al menos no pasaron frío.

El tiroteo empezó al amanecer del día siguiente.

Se inició a cierta distancia hacia la izquierda de Grigori, aunque él veía las nubes de metralla estallando en lo alto y la tierra que se levantaba como en una erupción cuando los proyectiles impactaban contra ella. Sabía que debía de haber estado asustado, pero no lo estaba. Sentía hambre, sed, cansancio, dolor y aburrimiento, pero no miedo. Se preguntó si los alemanes se sentirían igual.

Se oyeron fuertes cañonazos a su derecha, a unos cuantos kilómetros al norte, pero donde estaban ellos permanecía todo en silencio.

—Como el ojo del huracán —sentenció David, el vendedor de cubos judío.

No tardaron en llegar las órdenes de avanzar. Agotados, salieron de la trinchera y empezaron a caminar.

—Supongo que deberíamos estar agradecidos —dijo Grigori.

—¿Por qué? —preguntó Isaak.

—Marchar es mejor que luchar. Nos han salido ampollas, pero seguimos vivos.

Por la tarde se acercaban a la ciudad que el teniente segundo Tomchak les había dicho que se llamaba Allenstein. Se dispusieron en formación de marcha a la entrada de la población y así llegaron al centro.

Para su asombro, Allenstein estaba llena de ciudadanos alemanes bien vestidos, encargándose de sus quehaceres normales de un jueves por la tarde: enviando cartas y comprando alimentos, paseando a sus bebés en los cochecitos. La unidad de Grigori se detuvo en un pequeño parque donde los hombres se sentaron a la sombra de unos árboles altos. Tomchak entró a una barbería que había por allí cerca y salió afeitado y con el pelo cortado. Isaak fue a comprar vodka, pero regresó contando que el ejército había puesto unos carteles en el exterior de todas las bodegas donde daban la orden de prohibir la entrada a los soldados.

Al final, llegó un carromato tirado por un caballo con un barril de agua fresca. Los hombres hicieron cola para llenar sus cantimploras. A medida que la tarde refrescaba y se acercaba la noche, fueron llegando más carros cargados con barras de pan, compradas o requisadas en las panaderías de la ciudad. Cayó la noche y durmieron bajo los árboles.

Al amanecer no hubo desayuno. Dejando un batallón atrás para mantener la posición en la ciudad, Grigori y los demás hombres del XIII Cuerpo recibieron la orden de abandonar Allenstein, en dirección sudoeste por el camino hacia Tannenberg.

Aunque no había visto acción, Grigori apreció un cambio de humor entre los oficiales. Recorrían la línea de arriba abajo al galope y se consultaban entre ellos apiñándose en grupitos y preocupados. Levantaban la voz al discutir: un comandante señalaba hacia un punto y un capitán hacía gestos en la dirección opuesta. Grigori seguía oyendo el estallido de la artillería pesada al norte y al sur, aunque parecía que se dirigía hacia el este mientras que el XIII Cuerpo avanzaba hacia el oeste.

—¿De quién es el fuego que se oye? —preguntó el sargento Gávrik—. ¿Nuestro o de ellos? ¿Y por qué se dirige hacia el este si nosotros vamos hacia el oeste? —El hecho de que no usara ninguna blasfemia hizo pensar a Grigori que estaba seriamente inquieto.

A unos pocos kilómetros de la salida de Allenstein, dejaron un batallón para vigilar la retaguardia, lo que sorprendió a Grigori, ya que él suponía que el enemigo iba por delante, no por detrás de ellos. Pensó, con el gesto torcido, que el XIII Cuerpo no daba abasto.

Alrededor del mediodía, su batallón se separó del de la marcha principal. Mientras sus camaradas siguieron en dirección sudoeste, a ellos los dirigieron hacia el sudeste, por un ancho sendero que cruzaba un bosque.

Allí, por fin, Grigori se topó con el enemigo.

Se detuvieron a descansar junto a un arroyo, y los hombres llenaron sus cantimploras. Grigori se metió entre los árboles para responder a una llamada de la naturaleza. Estaba de pie, oculto tras el grueso tronco de un pino, cuando oyó un ruido a su izquierda y se quedó atónito al ver, a un par de metros de distancia, a un oficial alemán, con su casco acabado en punta y todo, a lomos de un hermoso caballo negro. El alemán estaba mirando por un telescopio hacia el lugar donde se había detenido el batallón. Grigori se preguntó qué estaría mirando: el hombre no podría ver mucho a través de los árboles. Tal vez intentaba imaginar si los uniformes eran rusos o alemanes. Estaba sentado con la quietud de una estatua de la plaza de San Petersburgo, pero su caballo no estaba tan quieto, y se movía y repetía el ruido que había puesto en alerta a Grigori.

El joven se abrochó con cuidado la bragueta, agarró su fusil y se retiró caminando de espaldas, manteniendo siempre el árbol entre el alemán y él.

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