La caída de los gigantes (78 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Ethel dio de comer y cambió a Lloyd, luego se sentó en la cocina para tomar una taza de té. La señora Griffiths se fijó en su alianza de matrimonio.

—¿Casada? —preguntó.

—Viuda —respondió Ethel—. Murió en Ypres.

—¡Qué pena!

—Se apellidaba Williams, así que no tuve que cambiar de apellido.

La historia no tardó en propagarse por la ciudad. Algunos preguntaban si el tal señor Williams habría existido y si realmente se habría casado con Ethel. No importaba que la creyeran o no. Una mujer que fingía estar casada era alguien aceptable; una madre que admitía su soltería era una fresca despendolada. El pueblo de Aberowen tenía sus principios.

—¿Cuándo vas a ir a ver a tu madre? —preguntó la señora Griffiths.

Ethel no sabía cómo reaccionarían sus padres al verla. Puede que volvieran a echarla, puede que la perdonasen, o tal vez encontrasen alguna forma de condenar su pecado sin prohibirle que los visitara.

—No lo sé —respondió—. Estoy nerviosa.

La señora Griffiths se mostró comprensiva.

—Sí, bueno, tu padre puede ser una fiera. Pero te quiere.

—La gente siempre dice lo mismo. «Tu padre te quiere de verdad.» Pero si es capaz de echarme de su casa, no sé cómo pueden llamar amor a eso.

—Las personas actuamos sin pensar cuando nos hieren en el orgullo —dijo la señora Griffiths para consolarla—. Sobre todo los hombres.

Ethel se levantó.

—Bueno, no tiene sentido retrasarlo, supongo. —Alzó a Lloyd del suelo—. Ven aquí, amor mío. Ha llegado la hora de que descubras que tienes abuelos.

—Buena suerte —le deseó la señora Griffiths.

La casa de los Williams estaba a solo unas puertas de distancia. Ethel esperaba que su padre hubiera salido. De esa forma, al menos tendría algo de tiempo para estar con su madre, que era menos estricta.

Pensó en llamar a la puerta, luego se le ocurrió que era una ridiculez, así que decidió entrar directamente.

Pasó a la cocina donde habían transcurrido tantos días de su vida. Ninguno de sus progenitores estaba allí, pero el abuelo estaba dormitando en su silla. Abrió los ojos, pareció confundido, y luego dijo, lleno de cariño:

—¡Es nuestra Eth!

—Hola, abuelo.

El anciano se levantó y se acercó a ella. Se le veía más frágil: se apoyó en la mesa solo para cruzar la pequeña estancia. La besó en la mejilla y volcó su atención en el bebé.

—Pero bueno, ¿quién es este? —preguntó, encantado—. ¿Podría ser mi primer bisnieto?

—Este es Lloyd —dijo Ethel.

—Pero ¡qué nombre tan bonito!

Lloyd hundió la cara en el hombro de Ethel.

—Es tímido —aclaró ella.

—Ah, es que le asusta este viejo extraño con bigote canoso. Ya se acostumbrará a mí. Siéntate, querida, y cuéntamelo todo.

—¿Dónde está mamá?

—Ha ido a la cooperativa a por una lata de jamón. —La tienda de ultramarinos local era una cooperativa, y compartía sus beneficios con los clientes. Las tiendas de esa clase eran comunes en Gales del Sur, aunque muchas personas no sabían pronunciar la palabra de forma correcta, y las variaciones iban desde la «corporativa» a la «contemplativa»—. Volverá en cualquier momento.

Ethel dejó a Lloyd en el suelo. El pequeño empezó a explorar la estancia, avanzando tambaleante y ayudándose de los pomos de los armarios, algo parecido a lo que hacía el abuelo. Ethel le habló de su trabajo como directora editorial de
The Soldier’s Wife
: trabajaba con el impresor, distribuía los paquetes de periódicos, recuperaba los ejemplares que no se habían vendido, conseguía clientes para que se anunciaran en el rotativo. El abuelo se preguntó cómo se las arreglaba para saber hacer todo aquello, y su nieta reconoció que tanto Maud como ella iban improvisando sobre la marcha. La relación con el hombre de la imprenta le resultaba difícil —no le gustaba recibir órdenes de mujeres—, pero se le daba bien vender el espacio destinado a los anuncios. Mientras hablaban, el abuelo sacó su reloj de bolsillo y lo columpió con la mano sin mirar a Lloyd. El niño se quedó mirando la brillante cadena primero y luego se acercó a ella. El abuelo permitió que la agarrase. Lloyd no tardó en estar apoyado sobre las rodillas del anciano para sostenerse en pie mientras examinaba el reloj.

Ethel se sentía rara en la vieja casa. Había imaginado que le resultaría conocida y acogedora, como un par de botas que habían adoptado la forma del pie de quien las había llevado durante años. Pero, en realidad, se sentía ligeramente incómoda. Le daba la sensación de estar en casa de unos antiguos vecinos. No dejaba de mirar los desvaídos dechados bordados con sus cansinos versículos bíblicos y de preguntarse por qué su madre no los habría cambiado en décadas. No sentía que fuera un lugar al que ella perteneciera.

—¿Has sabido algo de nuestro Billy? —preguntó al abuelo.

—No, ¿y tú?

—No, desde que se marchó a Francia.

—Supongo que estará en esa importante batalla del río Somme.

—Espero que no. Dicen que ha ido mal.

—Sí, ha sido terrible; a juzgar por los rumores, terrible.

Los rumores eran lo único que tenían todos, pues los periódicos hacían gala de una alegre ambigüedad en su información. No obstante, muchos heridos habían regresado a hospitales de Gran Bretaña, y las historias que ellos mismos relataban sobre la incompetencia militar de consecuencias letales habían pasado de boca en boca.

Llegó la madre de Ethel.

—Estaban ahí hablando en la tienda como si no tuvieran otra cosa que hacer… ¡vaya! —Se calló de pronto—. ¡Dios de los cielos! ¿Es nuestra Eth? —Rompió a llorar.

Ethel la abrazó.

—Mira, Cara, te presento a tu nieto, Lloyd —dijo el abuelo.

La madre de Ethel se secó las lágrimas y lo levantó en brazos.

—Pero ¡qué guapo es! —exclamó—. ¡Qué pelito tan rizado! Es igualito a Billy cuando tenía su edad. —Lloyd se quedó mirando muy enfadado a la madre de Ethel durante un rato, luego se puso a llorar.

Ethel lo tomó en brazos.

—Últimamente está muy enmadrado —dijo disculpándose.

—Les pasa a todos a su edad —respondió su madre—. Tú aprovéchalo, porque dentro de nada, cambiará.

—¿Dónde está papá? —preguntó Ethel, intentando no parecer demasiado impaciente.

Su madre se puso tensa.

—Ha ido a Caerphilly, a una reunión del sindicato. —Miró el reloj—. Llegará a casa a la hora del té, en cualquier momento, a menos que haya perdido el tren.

Ethel supuso que su madre esperaba que llegase tarde. Ella deseaba lo mismo. Quería estar más tiempo a solas con su madre antes de que estallara la crisis.

Cara le preparó una taza de té y sirvió un plato de tortitas galesas. Ethel tomó una.

—Llevo dos años sin probarlas —dijo—. Son deliciosas.

—Esto sí que es agradable —dijo el abuelo, muy contento—. Tengo a mi hija, a mi nieta y a mi bisnieto en la misma habitación. ¿Qué más puede pedir un hombre en esta vida? —Tomó una tortita galesa.

Ethel pensó en que mucha gente creería que el abuelo no había tenido una gran vida, todo el día sentado en una cocina humeante con el único traje que poseía. Pero se sentía agradecido con lo que tenía, y, al menos, ella lo había hecho feliz ese día.

Entonces entró su padre.

Su madre acababa de empezar una frase.

—Una vez tuve la oportunidad de ir a Londres, cuando tenía tu edad, pero el abuelo dijo…

Se abrió la puerta y Cara dejó de hablar en seco. Todos se quedaron mirando al padre de Ethel mientras entraba de la calle. Llevaba su traje para las reuniones y una gorra de minero, estaba sudando por la ascensión de la colina. Luego dio un paso para entrar a la sala y se quedó parado, mirando.

—Mira quién ha venido —dijo la madre de Ethel con alegría forzada—. Ethel y tu nieto. —Tenía la cara pálida de los nervios.

El padre no dijo nada. Se quitó la gorra.

—Hola, papá. Este es Lloyd.

No la miró.

—El pequeño se parece a ti, Dai, muchacho… por la boquita, ¿lo ves? —dijo el abuelo.

Lloyd percibió la hostilidad que se respiraba en la habitación y empezó a llorar.

El padre de Ethel seguía sin abrir la boca. Ethel se dio cuenta de que había cometido un error al presentarle aquella situación de golpe. No había querido darle la oportunidad de prohibirle que fuera a su casa. Sin embargo, en ese momento comprendió que la sorpresa lo había puesto a la defensiva. Miraba de soslayo. Ethel recordó que siempre había sido un error poner a su padre entre la espada y la pared.

David Williams puso gesto de tozudez. Miró a su mujer y dijo:

—Yo no tengo ningún nieto.

—Venga, vamos —dijo Cara intentando apaciguar los ánimos.

Su esposo siguió con expresión de rigidez. Estaba quieto, mirando a su mujer, sin hablar. Estaba esperando algo, y Ethel se dio cuenta de que no se movería hasta que ella se marchase. Empezó a llorar.

—Oh, ¡por el amor de Dios! —exclamó el abuelo.

Ethel recogió a Lloyd.

—Lo siento, mamá —dijo la joven llorando—. Creí que tal vez… —Se quedó sin voz por el llanto y no pudo acabar la frase. Con Lloyd en brazos pasó junto a su padre. No lo miró a los ojos.

Ethel salió de allí y dio un portazo.

II

Por la mañana, después de que los hombres se hubieran ido a trabajar a la mina y los niños se hubieran ido al colegio, las mujeres realizaban sus labores en el exterior de la casa. Fregaban la acera, los escalones de la entrada de la vivienda o limpiaban las ventanas. Algunas iban a la tienda o salían a hacer otros recados. Ethel pensó que necesitaban ver mundo más allá de sus pequeñas casas, algo que les recordase que la vida no estaba confinada a aquellas cuatro paredes mal construidas.

Se quedó de pie bajo el sol delante de la puerta de la señora Griffiths la Socialista, apoyada contra la pared. A lo largo de toda la calle, las mujeres habían encontrado algún motivo para salir al sol. Lloyd estaba jugando con una pelota. Había visto a otros niños lanzar balones e intentaba imitarlos, pero no lo lograba. Ethel advirtió lo complicada que era la acción de lanzamiento, había que utilizar el hombro y el brazo, la muñeca y la mano juntos. Los dedos tenían que soltar la pelota justo en el momento previo en que el brazo alcanzase su máxima extensión. Lloyd no dominaba todavía aquella técnica, y la dejaba ir demasiado rápido; algunas veces la tiraba por detrás del hombro, o demasiado tarde, así que no tenía velocidad. Pero seguía intentándolo. Ethel suponía que acabaría consiguiéndolo, y entonces jamás lo olvidaría. Hasta que no se tiene un hijo, no se entiende lo mucho que tienen que aprender.

No lograba comprender cómo su padre podía rechazar a ese pequeñín. Lloyd no había hecho nada malo. Ethel era una pecadora, pero también lo era la mayoría de las personas. Dios perdonaba sus pecados, así que, ¿quién era su padre para juzgarla? Aquello la enfadaba y la entristecía al mismo tiempo.

El chico de la oficina de correos llegó por la calle con su caballo y lo ató cerca de los retretes públicos. Se llamaba Geraint Jones. Su trabajo consistía en entregar paquetes y telegramas, aunque ese día no parecía llevar ningún paquete. Ethel sintió un escalofrío repentino, como si una nube hubiera tapado el sol. En Wellington Row, los telegramas no eran muy frecuentes y por lo general traían malas noticias.

Geraint descendió la cuesta, alejándose de Ethel. Se sintió aliviada: las noticias no eran para su familia.

De pronto, le vino a la memoria una carta que había recibido de lady Maud. Ethel, Maud y otras mujeres habían iniciado una campaña para garantizar que el voto femenino formara parte de cualquier debate en la reforma por el derecho a voto de los soldados. Habían conseguido publicidad suficiente como para asegurarse de que el primer ministro Asquith no pudiera pasar por alto la cuestión.

Las noticias de Maud eran que el primer ministro había evitado enfrentarse a esa causa poniendo todo el asunto en manos de un comité llamado Conferencia Parlamentaria. Pero era algo bueno, según dijo Maud. Se produciría un debate tranquilo y en privado en lugar de los histriónicos discursos de la Cámara de los Comunes. Tal vez se impusiera el sentido común. De todas formas, ella estaba intentando por todos los medios averiguar quiénes eran los designados por Asquith para ese comité.

Unas puertas más allá y calle arriba, el abuelo salió de la casa de los Williams, se sentó en el alféizar que quedaba muy cerca del suelo y encendió la primera pipa del día. Vio a Ethel, le sonrió y la saludó con la mano.

En el otro lado de la calle, Minnie Ponti, la madre de Joey y Johnny, empezó a atizar la alfombrilla con un sacudidor, quitando el polvo a golpes, lo que la hacía toser.

La señora Griffiths salió con una pala llena de ceniza de la cocina de carbón y la tiró en un bache del camino de tierra.

—¿Puedo hacer algo? —le preguntó Ethel—. Puedo ir a la tienda si quieres. —Ya había hecho las camas y había lavado los platos del desayuno.

—Está bien —respondió la señora Griffiths—. Te hago una lista en un momento. —Se apoyó en la pared, jadeando. Era una mujer obesa y cualquier esfuerzo la dejaba sin aliento.

Ethel se percató del revuelo que se había armado al fondo de la calle. Varias personas levantaron la voz. Luego oyó un chillido.

La señora Griffiths y ella se miraron, entonces Ethel recogió a Lloyd y se dieron tanta prisa como pudieron para ir a averiguar qué estaba ocurriendo cerca de los retretes más alejados.

Lo primero que vio Ethel fue un reducido grupo de mujeres apelotonadas en torno a la señora Pritchard, que estaba gritando a pleno pulmón. Las demás intentaban tranquilizarla. Pero ella no era la única. Pugh el Retaco, un antiguo trabajador de la mina que había perdido una pierna en el hundimiento de un techo, estaba con dos vecinos, uno a cada lado. Al otro extremo de la calle, la señora de John Jones el Tendero estaba en la puerta, llorando, agarrando una hoja de papel.

Ethel vio a Geraint, el chico de la oficina de correos, blanco como la cera y a punto de llorar también; estaba cruzando la calle y tocando a la puerta de una nueva casa.

—Telegramas del Ministerio de Guerra… —dijo la señora Griffiths—. ¡Oh! ¡Dios nos asista!

—La batalla del Somme —dijo Ethel—. Los Aberowen Pals deben de haber participado.

—Alun Pritchard tiene que estar muerto, y Clive Pugh, y Jones el Profeta… era sargento, y sus padres estaban tan orgullosos…

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