La caída de los gigantes (82 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Se quitó el abrigo, se tendió en el colchón y abrió las piernas. Grigori se acostó a su lado y la abrazó. Ella tenía una cara atractiva e inteligente, aunque surcada por la tensión y el sufrimiento.

—¡Vaya, eres fuerte!

Él acarició su suave piel, pero el deseo lo había abandonado. La escena en su conjunto era patética: la tienda vacía, el esposo enfermo, los niños hambrientos y la coquetería impostada de la mujer.

Ella le desabotonó los pantalones y le rodeó el fláccido pene con la mano.

—¿Quieres que te la chupe?

—No. —Él se incorporó y le tendió el abrigo—. Tápate.

Ella le contestó, con voz atemorizada:

—No puedo devolverte el pan… Ya deben de habérselo comido…

Él negó con la cabeza.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó a la mujer.

Ella se puso el abrigo y se lo abrochó.

—¿Tienes un cigarrillo?

Él le dio uno y se encendió otro para sí.

Ella exhaló el humo.

—Teníamos una zapatería, zapatos de calidad a precios razonables para la clase media. Mi marido es un buen comerciante y vivíamos bien. —Había un deje de amargura en su voz—. Pero en esta ciudad, nadie, aparte de la nobleza, se ha comprado unos zapatos nuevos en dos años.

—¿No puedes hacer alguna otra cosa?

—Sí. —En sus ojos refulgió la ira—. No nos quedamos cruzados de brazos y aceptamos nuestra suerte sin más. Mi marido vio que podía suministrar botas buenas para los soldados a mitad del precio que estaba pagando el ejército. Todas las pequeñas fábricas a las que habíamos comprado género estaban desesperadas por recibir pedidos. Fue al Comité de Industrias de Guerra.

—¿Eso qué es?

—Has pasado un tiempo fuera, ¿verdad, sargento? Hoy todo lo que funciona aquí lo gestionan comités independientes, el gobierno es demasiado incompetente para hacer nada. El Comité de Industrias de Guerra abastece al ejército… o lo hacía, cuando Polivánov era ministro de Guerra.

—¿Qué falló?

—Conseguimos el pedido, mi marido invirtió todos sus ahorros en pagar a los fabricantes, y luego el zar fusiló a Polivánov.

—¿Por qué?

—Polivánov consentía la presencia en el comité de representantes elegidos por los obreros, por lo que la zarina concluyó que debía de ser un revolucionario. En cualquier caso, se canceló el pedido y nosotros nos arruinamos.

Grigori sacudió la cabeza, asqueado.

—Y yo creía que solo eran los comandantes del frente los que estaban locos.

—Probamos otras cosas. Mi marido estaba dispuesto a trabajar en lo que fuese, de camarero o conductor de tranvías o reparando carreteras, pero nadie lo contrataba, y luego enfermó por la preocupación y la mala alimentación.

—Y ahora haces esto.

—No se me da muy bien, pero algunos hombres son amables, como tú. Otros… —Se estremeció y apartó la mirada.

Grigori apuró el cigarrillo y se puso en pie.

—Adiós. No voy a preguntarte cómo te llamas.

Ella también se levantó.

—Gracias a ti, mi familia sigue viva. —Se le entrecortó la voz un instante—. Y no tendré que volver a la calle hasta mañana. —Se puso de puntillas y le besó levemente en los labios—. Gracias, sargento.

Grigori se marchó.

El frío arreciaba. Apuró el paso por las calles hacia el barrio de Narva. A medida que se alejaba de la esposa del comerciante, fue recuperando la libido y recordó pesaroso su suave cuerpo.

Pensó que, como él, Katerina también tendría necesidades físicas. Dos años sin amor eran mucho tiempo para una mujer joven, y ella aún tenía solo veintitrés años, y también pocos motivos para ser fiel a Lev o a Grigori. Una mujer con un bebé bastaba para ahuyentar a muchos hombres, pero, por otra parte, era una mujer seductora, o lo había sido hacía dos años. Tal vez no estuviera sola esa noche. Sería algo espantoso…

Siguió caminando hacia su viejo hogar siguiendo las vías del tren. ¿Lo traicionaba la imaginación, o la calle parecía estar en peor estado que hacía dos años? Daba la impresión de que en aquel tiempo no se hubiera pintado, reparado o incluso limpiado nada. Vio a varias personas haciendo cola en una esquina a la puerta de una panadería, aunque estaba cerrada.

Aún tenía la llave. Entró en la casa.

Se sintió atemorizado al subir la escalera. No quería encontrarla con un hombre. Deseó haberla avisado de su llegada para que ella se hubiera asegurado de estar sola.

Llamó a la puerta.

—¿Quién es?

El sonido de su voz le puso al borde de las lágrimas.

—Una visita —contestó con aspereza, y abrió la puerta.

Ella estaba de pie junto a la chimenea, con una cazuela en las manos. La dejó caer y, con ella, la leche que contenía, y se llevó las manos a la boca. Dejó escapar un leve chillido.

En el suelo, a su lado, estaba sentado un niño con una cuchara de estaño en una mano. Parecía que acababa de aporrear con ella una lata vacía. Se quedó mirando a Grigori un instante, sorprendido, y luego arrancó a llorar.

Katerina lo cogió en brazos.

—No llores, Volodia —le dijo, acunándolo—. No tienes de qué asustarte. —Él se calmó, y Katerina añadió—: Este es tu papá.

Grigori no estaba seguro de querer que Vladímir creyera que era su padre, pero aquel no era momento para discutir. Entró en la estancia y cerró la puerta a su paso. Los abrazó, besó al niño y después a Katerina en la frente.

Se retiró y los miró a los dos. Ella ya no era la muchacha de cara lozana a la que había rescatado de las atenciones no deseadas del jefe de policía Pinski. Estaba más delgada y tenía un aspecto fatigado, crispado.

Curiosamente, el niño no se parecía demasiado a Lev. No había en él indicios de su atractivo, ni de su sonrisa triunfal. En todo caso, Vladímir tenía la intensa mirada azul que Grigori veía cuando se miraba en el espejo.

Grigori sonrió.

—Es muy guapo.

—¿Qué te ha pasado en la oreja? —le preguntó Katerina.

Él se tocó lo que le quedaba de la oreja derecha.

—Me hirieron en la batalla de Tannenberg.

—¿Y a tu diente?

—Disgusté a un oficial. Pero ya está muerto, así que le gané la partida.

—Ya no eres tan atractivo.

Ella nunca le había dicho que lo encontrara atractivo.

—Son heridas sin importancia. Tengo suerte de estar vivo.

Echó un vistazo a su antigua habitación. Había cambiado sutilmente. En la repisa de la chimenea, donde Grigori y Lev dejaban siempre las pipas, el tarro con tabaco, fósforos y pajuelas, Katerina había puesto un jarrón de cerámica, una muñeca y una postal a color de Mary Pickford. Una cortina cubría la ventana. Estaba hecha de retales, como una colcha, pero Grigori nunca había tenido cortinas. También apreció el olor, su ausencia, y cayó en la cuenta de que el aire de aquella estancia siempre había estado saturado de humo de tabaco y del hedor de col hervida y hombres desaseados. Ese día olía a limpio.

Katerina limpió la leche derramada.

—He tirado la cena de Volodia —dijo—. No sé qué voy a darle de comer. Mis pechos ya no dan leche.

—No te preocupes. —Grigori extrajo un trozo de salchicha, una col y una lata de mermelada del petate. Katerina miró incrédula todo aquello—. De la cocina de los cuarteles —explicó él.

Ella abrió la mermelada y le dio un poco a Vladímir con una cucharilla. El pequeño la comió y dijo:

—¿Más?

Katerina se llevó una cucharada a la boca y luego siguió dándole al niño.

—Esto es como un cuento de hadas —dijo—. ¡Tanta comida! ¡No voy a tener que dormir a la puerta de la panadería!

Grigori frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

Ella tomó otra cucharada de mermelada.

—Nunca hay suficiente pan. Por la mañana, en cuanto la panadería abre, ya está todo vendido. La única forma de conseguir pan es hacer cola. Y si no estás allí antes de medianoche, para cuando llegas al mostrador ya no queda nada.

—Dios mío. —No soportaba imaginarla durmiendo en la calle—. ¿Y Volodia?

—Una de las chicas está pendiente de él en mi ausencia, aunque ahora ya duerme de un tirón toda la noche.

No era de extrañar que la mujer del comerciante estuviera dispuesta a vender su cuerpo a Grigori a cambio de una hogaza de pan. Probablemente se había excedido con lo que le había pagado.

—¿Cómo te las arreglas?

—Gano doce rublos a la semana en la fábrica.

Él se sorprendió.

—Pero… ¡eso es el doble de lo que ganabas cuando me fui!

—Y entonces el alquiler de esta habitación era de cuatro rublos semanales; ahora es de ocho. Eso me deja cuatro rublos para todo lo demás. Y una bolsa de patatas antes costaba un rublo, pero ahora cuesta siete.

—¡Siete rublos por una bolsa de patatas! —Grigori no daba crédito—. ¿Cómo vive la gente?

—Todo el mundo pasa hambre. Los niños se desploman y mueren. Los ancianos se apagan. Cada día es peor, y nadie hace nada.

Grigori se sintió abatido. Mientras sufría en el ejército, se consolaba pensando que Katerina y el niño estaban mejor que él, con un lugar cálido donde dormir y suficiente dinero para comida. Se había estado engañando. La rabia se apoderó de él al pensar que ella tenía que dejar allí a Vladímir para dormir en la calle a la puerta de la panadería.

Se sentaron a la mesa y Grigori cortó la salchicha en rodajas con la navaja.

—Nos sentaría muy bien un té.

Katerina sonrió.

—Llevo un año sin tomar té.

—Traeré un poco de los cuarteles.

Katerina comió la salchicha.

Grigori sintió cómo lo embargaba una serena alegría. En el frente había fantaseado con aquella escena, la pequeña habitación, la mesa con comida, el bebé, Katerina. En ese momento se hacía realidad.

—Esto no debería ser tan difícil —dijo con aire meditabundo.

—¿A qué te refieres?

—Tú y yo somos jóvenes, y fuertes, y trabajadores. Lo único que deseo es esto: una habitación, algo de comer, descansar al final del día. Esto es lo que deberíamos tener todos los días.

—Los partidarios de los alemanes en la corte real nos han traicionado —dijo ella.

—¿De veras? ¿Cómo ha sido?

—Bueno, ya sabes que la zarina es alemana.

—Sí. —La esposa del zar había nacido en el Imperio alemán; era la princesa Alix de Hesse y del Rin.

—Y Stürmer obviamente también es alemán.

Grigori se encogió de hombros. Por lo que sabía, el primer ministro Stürmer había nacido en Rusia. Muchos rusos tenían apellidos alemanes, y viceversa; habitantes de ambos países llevaban siglos cruzando la frontera en ambas direcciones.

—Y Rasputín es proalemán.

—¿Sí? —Grigori sospechaba que el excéntrico monje estaba interesado, ante todo, en fascinar a las mujeres de la corte y ganar influencia y poder.

—Todos están juntos en esto. A Stürmer le han pagado los alemanes para que mate de hambre al campesinado. El zar llama por teléfono a su primo, el káiser Guillermo, y le informa de dónde van a estar nuestras tropas. Rasputín quiere que nos rindamos. Y la zarina y su dama de honor, Anna Virubova, se acuestan a la vez con Rasputín.

Grigori tenía conocimiento de la mayoría de esos rumores. No creía que la corte fuera proalemana. Se trataba, sencillamente, de que era necia e incompetente. Pero muchos soldados creían esas historias y, a juzgar por Katerina, muchos civiles también. Era tarea de los bolcheviques explicar los verdaderos motivos por los que los rusos estaban perdiendo la guerra y muriendo de hambre.

Pero no esa noche. Vladímir bostezó, y Grigori se levantó y lo acunó, paseándolo por la habitación mientras Katerina lo ponía al día. Le habló de su vida en la fábrica, de los otros inquilinos de la casa y de las personas que conocía. El capitán Pinski era ya teniente de la policía secreta, y se dedicaba a desenmascarar liberales y demócratas peligrosos. Había miles de niños huérfanos en las calles, robando y prostituyéndose para sobrevivir, o muriendo de hambre y frío. Konstantín, el amigo más íntimo de Grigori en la fábrica Putílov, era miembro del Comité Bolchevique de Petrogrado. Los miembros de la familia Vyalov eran los únicos que se estaban enriqueciendo: por muy aguda que fuera la carestía, ellos siempre tenían vodka, caviar, cigarrillos y chocolate para vender.

Grigori contempló su amplia boca y sus labios carnosos. Era un placer verla hablar. Tenía un mentón imponente y unos audaces ojos azules, aunque a él siempre le parecía vulnerable.

Vladímir se durmió, arrullado por los brazos de Grigori y la voz de Katerina. Grigori lo dejó con cuidado en la cama que ella había improvisado en un rincón. No era más que un saco lleno de trapos viejos y cubierto con una manta, pero el pequeño se ovilló cómodamente en él y se llevó el pulgar a la boca.

El reloj de una iglesia marcó las nueve, y Katerina le preguntó:

—¿A qué hora tienes que volver?

—A las diez —contestó Grigori—. Será mejor que me vaya.

—Todavía no. —Ella le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.

Fue un momento dulce. Notó sus labios suaves y anhelantes. Él cerró los ojos un instante e inhaló el aroma de su piel. Luego la apartó de sí.

—Esto está mal —dijo.

—No seas tonto.

—Tú amas a Lev.

Ella lo miró a los ojos.

—Yo era una chica de campo de veinte años y recién llegada a la ciudad. Me gustaban los trajes elegantes de Lev, y sus cigarrillos y su vodka, su generosidad. Era encantador, atractivo y divertido. Pero ahora tengo veintitrés y un hijo, ¿y dónde está Lev?

Grigori se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Pero tú estás aquí. —Le acarició una mejilla. Él sabía que debía apartarla, pero no pudo—. Ahora tú pagas el alquiler y traes comida para mi hijo —dijo—. Me he dado cuenta de lo idiota que fui al amar a Lev en lugar de amarte a ti. ¿No comprendes que ahora lo veo claro? ¿No puedes entender que he aprendido a amarte?

Grigori siguió mirándola, incapaz de creer lo que acababa de oír.

Aquellos ojos azules le devolvían una mirada franca.

—Es verdad —declaró ella—. Te amo.

Él gimió, cerró los ojos, la tomó en sus brazos y se rindió.

20

Noviembre-diciembre de 1916

I

Ethel Williams examinó con inquietud la lista de bajas en el periódico. Aparecían varios Williams, pero ningún cabo William Williams de los Fusileros Galeses. Dando las gracias al cielo en silencio, dobló el periódico, se lo dio a Bernie Leckwith y puso a calentar agua para hacer chocolate.

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