Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Emplazamiento enemigo en aquella arboleda, excelencia —contestó—. Será mejor que desmonte, señor. Pueden verlo.
Azov no se movió de la silla.
—¿Y qué estáis haciendo? ¿Esconderos?
—Su Excelencia el teniente Kirílov nos ha ordenado que acabemos con ellos. He enviado a una patrulla para que se aproxime por un flanco mientras nosotros los cubrimos desde aquí.
Azov no era del todo estúpido.
—Pues no parece que estén disparando.
—Los tenemos cercados.
Azov sacudió la cabeza.
—Se habrán retirado… si es que en algún momento llegaron a estar ahí.
—No lo creo, excelencia. Hace un momento trataban de acribillarnos.
—Allí no hay nadie. —Azov alzó la voz—. ¡Alto el fuego! ¡Vosotros! ¡Alto el fuego!
El pelotón de Grigori dejó de disparar y miró al comandante.
—¡A mi señal, atacad! —dijo. Desenfundó la pistola.
Grigori no sabía qué hacer. Obviamente, la batalla había sido el desastre que él había presagiado. Después de haberla evitado todo el día, no quería arriesgar vidas cuando sin duda ya había concluido. Pero el conflicto directo con oficiales era peligroso.
En ese instante, un grupo de soldados emergió de entre la vegetación en el lugar donde Grigori había fingido que había un emplazamiento enemigo. Grigori los miró atónito. Sin embargo, no eran austríacos, advirtió en cuanto pudo distinguir sus uniformes: eran rusos en retirada.
Pero Azov no cambió de parecer.
—¡Esos hombres son cobardes desertores! —vociferó—. ¡Atacad! —Y disparó con el revólver contra los rusos, que se encaminaban hacia ellos.
Los hombres del pelotón estaban perplejos. Los oficiales a menudo amenazaban con disparar contra soldados que parecían reticentes a entrar en batalla, pero los hombres de Grigori nunca habían recibido la orden de atacar a los de su mismo bando. Lo miraron desconcertados.
Azov apuntó con el revólver a Grigori.
—¡Atacad! —gritó—. ¡Disparad a esos traidores!
Grigori tomó una decisión.
—¡Adelante, soldados! —gritó. Se puso en pie. Se volvió de espaldas a los rusos, miró a derecha e izquierda y levantó el fusil—. ¡Ya habéis oído al comandante! —Giró el fusil fingiendo prepararse para obedecer la orden, pero apuntó con él a Azov.
Si tenía que disparar contra los de su bando, antes mataría a un oficial que a un soldado.
Azov lo miró petrificado unos instantes, y en ese segundo Grigori apretó el gatillo.
El primer disparo alcanzó al caballo, y el animal renqueó. Eso le salvó la vida a Grigori, pues Azov le disparó, pero la repentina sacudida del caballo desvió la trayectoria de la bala. Automáticamente, Grigori accionó el cerrojo del fusil y volvió a disparar.
Falló. Grigori blasfemó. En esos momentos corría verdadero peligro. Pero el comandante también.
Azov forcejeaba con el caballo y ello le impedía apuntar con el arma. Grigori siguió sus bruscos movimientos por la mira del fusil, disparó por tercera vez y alcanzó a Azov en el pecho. Vio cómo el comandante caía lentamente del caballo. Fue presa de una sensación de macabra satisfacción cuando el pesado cuerpo del oficial fue a dar a una charca enlodada.
El caballo se alejó con paso vacilante y, de pronto, se sentó sobre los cuartos traseros, como un perro.
Grigori se acercó a Azov. El comandante yacía de espaldas sobre el barro, con la mirada clavada en el cielo, inmóvil pero aún con vida, sangrando por el costado derecho del pecho. Grigori miró a su alrededor. Los soldados en retirada seguían estando demasiado lejos para ver con claridad lo que ocurría. Sus hombres eran absolutamente leales: él les había salvado la vida en numerosas ocasiones. Posó el cañón del fusil contra la frente de Azov.
—Esto es por todos los rusos decentes a los que has matado, perro asesino —dijo, e hizo una mueca que dejó su dentadura a la vista—. Y por mi diente —añadió, y apretó el gatillo.
Azov quedó inerte y dejó de respirar.
Grigori miró a sus hombres.
—Desgraciadamente, el comandante ha muerto víctima del fuego enemigo —dijo—. ¡Retirada!
Todos lo vitorearon y echaron a correr.
Grigori fue hasta el lugar donde se encontraba el caballo. El animal intentó incorporarse, pero Grigori vio que tenía una pata rota. Acercó el fusil a una de sus orejas y disparó el último proyectil. El caballo cayó de costado y quedó inmóvil.
Grigori sintió más lástima por él que por el comandante Azov.
Corrió tras sus hombres.
II
Cuando la ofensiva Brusílov llegó a un punto muerto, Grigori fue destinado a la capital, renombrada ya como Petrogrado porque San Petersburgo tenía connotaciones demasiado alemanas. Al parecer, se requerían soldados curtidos en la lucha para proteger a la familia del zar y a sus ministros de los ciudadanos furiosos. Los supervivientes del batallón fueron fusionados con el 1.
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Regimiento de Artillería, un cuerpo de élite, y Grigori se instaló en sus cuarteles de la avenida Samsonievski, en el distrito de Viborg, un barrio obrero de fábricas y suburbios. Los artilleros del 1.
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Regimiento comían bien y disponían de un techo, en un intento de mantenerlos lo bastante contentos para defender el detestado régimen.
Se alegraba de estar de vuelta, y aun así la perspectiva de ver a Katerina lo aterraba. Ansiaba verla, oír su voz, coger en brazos a su bebé, su sobrino. Pero el deseo que ella despertaba en él lo angustiaba. Era su esposa, pero eso no era más que un mero tecnicismo. La realidad era que ella había elegido a Lev, y que su bebé era hijo de Lev. Grigori no tenía derecho a amarla.
Meditó incluso la idea de no decirle que había vuelto. En una ciudad de más de dos millones de habitantes, era muy probable que nunca se encontraran de forma accidental. Pero eso le habría resultado demasiado difícil de soportar.
En su primer día de regreso no se le permitió abandonar los cuarteles. Se sintió frustrado de no poder ir a ver a Katerina. En lugar de eso, por la noche Isaak y él se pusieron en contacto con otros bolcheviques en los cuarteles. Grigori decidió organizar un grupo de debate.
La mañana siguiente, su pelotón pasó a formar parte de la brigada designada para la custodia del hogar del príncipe Andréi, su antiguo patrón, durante la celebración de un banquete. El príncipe vivía en un palacio rosa y ocre en el Muelle Inglés, calle que daba al río Neva. Al mediodía, los soldados formaron en sendas filas a lo largo de la escalinata. Unas nubes bajas y tormentosas oscurecían la ciudad, pero la luz brillaba en todas las ventanas de la casa. Detrás de sus cristales, enmarcados por cortinas de terciopelo como en una obra teatral, lacayos y criadas con uniformes impolutos correteaban llevando botellas de vino, fuentes con exquisiteces y bandejas de plata con pilas de fruta. En el salón había una pequeña orquesta y desde fuera se oían los compases de una sinfonía. Los grandes y brillantes coches se detenían al pie de la escalinata; los lacayos se apresuraban a abrir las portezuelas y de ellos bajaban invitados, los hombres con abrigos negros y sombreros altos, las mujeres envueltas en pieles. Una pequeña muchedumbre se había congregado al otro lado de la calle para verlos.
Era una escena conocida, pero con una diferencia: cada vez que alguien se apeaba de un coche, la muchedumbre lo abucheaba y se mofaba de él. En los viejos tiempos, la policía los habría dispersado en un minuto a golpe de porra. Pero ya no había policía, y los invitados subían la escalinata tan raudos como podían entre dos hileras de soldados y cruzaban a toda prisa la regia entrada, muy nerviosos ante la posibilidad de permanecer demasiado rato en el exterior.
Grigori creía que aquella gente estaba en su derecho de abuchear a la nobleza que había convertido la guerra en semejante desastre. Si se producían disturbios, se decantaría por apoyar a aquellos ciudadanos. No tenía la menor intención de dispararles, y sospechaba que la mayoría de los soldados tampoco.
¿Cómo podían los nobles celebrar suntuosas fiestas en un momento como ese? La mitad de Rusia se moría de hambre, y las raciones de los soldados en el frente escaseaban. Hombres como Andréi merecían que se les matara mientras dormían. «Como lo vea —pensó Grigori—, voy a tener que contenerme para no dispararle como al comandante Azov.»
La procesión de coches concluyó sin incidentes, y la muchedumbre, aburrida, acabó por dispersarse. Grigori pasó la tarde escrutando los rostros de las mujeres que cruzaban por allí, deseando ver a Katerina, a pesar de las pocas posibilidades de que ello sucediera. Para cuando los invitados empezaron a marcharse, anochecía y hacía frío, y nadie quería estar ya en la calle, por lo que no hubo más abucheos.
Después de la fiesta, a los soldados se les invitó a entrar por la puerta trasera y dar cuenta de las sobras que había dejado el servicio: restos de carne y pescado, verdura fría, bollos de pan a medio comer, manzanas y peras. Todo estaba desperdigado en una mesa de caballete, mezclado de cualquier manera: lonchas de jamón embadurnadas con paté de pescado, fruta con salsa de carne, pan con ceniza de cigarro. Pero habían comido peor en las trincheras, y habían pasado muchas horas desde el desayuno de gachas y bacalao desalado, de modo que lo engulleron todo con ansia.
En ningún momento vio Grigori el odiado rostro del príncipe Andréi. Quizá fuese mejor así.
Cuando regresaron a los cuarteles y entregaron las armas, se les concedió el resto de la jornada libre. Grigori estaba eufórico: era su oportunidad de visitar a Katerina. Se dirigió a la cocina de los cuarteles, entró por la puerta trasera y allí mendigó un poco de pan y carne para llevárselo; un sargento tenía sus privilegios. Luego se lustró las botas y salió.
Viborg, donde estaban los cuarteles, se hallaba en la zona nororiental de la ciudad, y Katerina vivía en el extremo opuesto en diagonal, en el barrio de Narva, en el sudoeste, si es que aún conservaba la antigua habitación cerca de la fábrica Putílov.
Se encaminó al sur por la avenida Samsonievski y cruzó el puente Liteini en dirección al centro. Algunas de las tiendas más lujosas seguían abiertas, las ventanas iluminadas con luz eléctrica, pero muchas otras estaban cerradas. En los comercios más modestos había poca mercancía a la venta. El escaparate de una panadería lucía un único pastel y un cartel escrito a mano en el que se leía: «No habrá pan hasta mañana».
El amplio bulevar de la avenida Nevski le recordó el fatídico día de 1905 en que caminaba por allí con su madre y vio cómo soldados del zar la mataban de un disparo. Él mismo era ya un soldado del zar, pero jamás dispararía a una mujer ni a sus hijos. Si el zar intentaba algo así, habría problemas de otra índole.
Vio a diez o doce jóvenes con aspecto de matones, ataviados con abrigos y gorros negros, que lucían un retrato del zar Nicolás de joven, aún con una cabellera poblada y una barba rojiza y lustrosa. Uno de ellos gritó: «¡Larga vida al zar!», y todos se detuvieron, se quitaron el gorro y vitorearon. Varios viandantes se descubrieron también la cabeza.
Grigori había topado antes con bandas similares. Se les llamaba los Cientos Negros, miembros de la Unión del Pueblo Ruso, un grupo de derechas que pretendía el retorno a la época dorada en que el zar era el padre incontestado de su pueblo, y Rusia no tenía liberales, ni socialistas, ni judíos. El gobierno financiaba sus periódicos, y sus panfletos se imprimían en el sótano de la jefatura de la policía, según la información que los bolcheviques habían recibido de sus contactos en el cuerpo.
Grigori pasó junto a ellos y les dirigió una mirada desdeñosa. Uno de ellos lo abordó.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces con el gorro puesto?
Grigori siguió caminando sin replicar, pero otro miembro de la banda lo agarró de un brazo.
—¿Qué eres tú, un judío? —lo increpó el segundo hombre—. ¡Quítate el gorro!
Grigori respondió con calma:
—Vuelve a tocarme y te arranco la puta cabeza, niñato bocazas.
El joven retrocedió, y luego le ofreció un panfleto.
—Lee esto, amigo —le dijo—. Explica cómo los judíos os están traicionando a los soldados.
—Apártate de mi camino o te meto ese panfleto por el culo —repuso Grigori.
El hombre miró a sus camaradas en busca de apoyo, pero los demás empezaron a apalear a un hombre de mediana edad que llevaba un gorro de pieles. Grigori siguió su camino.
Al pasar junto a la puerta de una tienda tapiada con tablones, una mujer se dirigió a él.
—Eh, muchachote —le dijo—. Por un rublo nos vamos a la cama.
Era la típica cháchara de prostituta, pero su voz le sorprendió: parecía educada. Le dirigió una mirada rápida. Llevaba un abrigo largo, y al ver que la miraba ella lo abrió para mostrarle que no llevaba nada debajo, a pesar del frío. Tendría unos treinta años, grandes senos y un vientre generoso.
Grigori sintió un acceso de lujuria. Hacía años que no estaba con una mujer. Las prostitutas de las trincheras eran infames y sucias, y estaban enfermas. Pero aquella mujer parecía alguien a quien no le importaría abrazar.
Ella se cerró el abrigo.
—¿Sí o no?
—No tengo dinero —dijo Grigori.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó señalando con la cabeza el petate de Grigori.
—Algo de comida.
—Puedes pagarme con una hogaza de pan —dijo la mujer—. Mis hijos están hambrientos.
Grigori pensó en esos senos voluptuosos.
—¿Dónde?
—En la trastienda.
«Al menos —pensó Grigori—, la frustración sexual no me volverá loco cuando vea a Katerina.»
—De acuerdo.
Ella abrió la puerta, lo llevó adentro y luego cerró con pestillo. Cruzaron la tienda vacía hasta otra sala. A la tenue luz que se filtraba de la calle, Grigori vio un colchón en el suelo cubierto con una manta.
La mujer se dio la vuelta para mirarlo y volvió a abrirse el abrigo. Él contempló la mata de vello negro de su entrepierna. Ella le tendió una mano.
—Primero el pan, por favor, sargento.
Él sacó una hogaza de pan grande del petate y se la dio.
—Vuelvo enseguida —dijo ella.
Subió corriendo la escalerilla y abrió la puerta. Grigori oyó una voz infantil. Y luego la tos de un hombre, seca y áspera, que brotaba de lo más profundo de sus pulmones. Durante un rato le llegaron ruidos amortiguados de movimiento y voces susurradas. Después volvió a oír la puerta y ella bajó.