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Authors: Ken Follett
Sin embargo, no hubo nada gracioso en la resolución que propuso, llamando a un levantamiento armado liderado por los bolcheviques para derrocar al gobierno provisional y hacerse con el poder.
Grigori se sintió eufórico. Todos querían un levantamiento armado, por supuesto, pero la mayoría de los revolucionarios arguyeron que aún no era el momento oportuno. Al fin, el más poderoso de todos ellos decía «ahora».
Lenin habló durante una hora. Como de costumbre, lo hizo con estridencia, dando puñetazos en la mesa, gritando e insultando a quienes discrepaban de él. Su estilo jugaba en su contra: daban ganas de no votar a alguien tan grosero. Pero, pese a ello, resultaba persuasivo. Sus conocimientos eran vastos; su instinto político, infalible, y pocos hombres conseguían mantenerse firmes bajo la lógica aplastante de sus argumentos.
Grigori estuvo de parte de Lenin desde el principio. Creía que lo importante era hacerse con el poder y poner fin a los titubeos. El resto de los problemas podrían solventarse después. Pero ¿opinarían lo mismo los demás?
Zinóviev se pronunció en contra. Era un hombre apuesto, pero también él había modificado su apariencia para despistar a la policía. Se había dejado barba y cortado al rape la mata de pelo negro y rizado. Consideraba que la estrategia de Lenin era demasiado arriesgada. Temía que un alzamiento proporcionara a la derecha una excusa para perpetrar un golpe militar. Quería que el partido bolchevique se concentrara en ganar las elecciones a la Asamblea Constituyente.
Ese tímido argumento enfureció a Lenin.
—¡El gobierno provisional nunca celebrará unas elecciones generales! —dijo—. Quien crea lo contrario es idiota e ingenuo.
Trotski y Stalin eran partidarios del levantamiento, pero Trotski irritó a Lenin diciendo que debían esperar a que se llevara a cabo el Congreso Panruso de los Sóviets, programado para diez días después.
A Grigori le pareció una buena idea —Trotski siempre era razonable—, pero Lenin lo sorprendió al bramar:
—¡No!
—Es probable que seamos mayoría entre los delegados… —repuso Trotski.
—¡Si el congreso forma gobierno, tendrá que hacerlo en coalición! —replicó Lenin, exasperado—. Los bolcheviques que lo compongan serán centristas. ¿Quién querría eso… sino un traidor contrarrevolucionario?
Trotski se ruborizó por el insulto, pero no dijo nada.
Grigori comprendió que Lenin tenía razón: como de costumbre, había pensado a más largo plazo que ningún otro. En una coalición, la primera exigencia de los mencheviques sería que el primer ministro fuera un moderado… y probablemente no se decantarían por Lenin.
Grigori concluyó, y supuso que también lo estaba haciendo el resto del comité, que la única manera de que Lenin llegara a ser primer ministro era por medio de un golpe.
La discusión se prolongó hasta la madrugada. Al final, decidieron, por diez votos a dos, llevar a cabo un levantamiento armado.
Cuando la reunión acabó, Galina preparó un samovar y sacó queso, salchichas y pan para los hambrientos revolucionarios.
IV
Siendo niño, en la hacienda del príncipe Andréi, Grigori presenció en una ocasión el apogeo de una cacería de venados. Los perros habían derribado a un ciervo justo a las afueras del pueblo, y todos fueron a mirar. Cuando Grigori llegó, el animal agonizaba y los perros ya devoraban sus entrañas con voracidad, derramando sus intestinos destrozados mientras los cazadores, a lomos de caballos, lo celebraban con tragos de brandy. Incluso entonces la desgraciada bestia hizo un último intento de defenderse. Embistió con su poderosa cornamenta y ensartó a un perro y tajó a otro, y por un instante dio la impresión de que conseguiría ponerse en pie; luego se desplomó de nuevo sobre el charco de sangre y cerró los ojos.
Grigori pensó que el primer ministro, Kérenski, líder del gobierno provisional, era como aquel ciervo: todos sabían que estaba acabado… excepto él.
A medida que el gélido frío del invierno ruso se cerraba como un puño sobre Petrogrado, la crisis alcanzó un punto crítico.
En el Comité para la Lucha, pronto renombrado como Comité Militar Revolucionario, predominaba la carismática figura de Trotski. No era un hombre atractivo, con su nariz y su frente prominentes, y unos ojos saltones que miraban a través de unas lentes al aire, pero era cautivador y persuasivo. Donde Lenin gritaba e intimidaba, Trotski razonaba y seducía. Grigori sospechaba que Trotski era tan duro como Lenin, pero más capaz de disimularlo.
El lunes 5 de noviembre, dos días antes del inicio del Congreso Panruso de los Sóviets, Grigori asistió a una concentración masiva, organizada por el Comité Militar Revolucionario, de todos los soldados designados en la Fortaleza de Pedro y Pablo. La concentración comenzó al mediodía y se prolongó toda la tarde, con centenares de soldados debatiendo sobre política en la plaza situada frente a la fortaleza, mientras que sus oficiales rabiaban de impotencia. Entonces llegó Trotski, que fue recibido con un aplauso atronador, y después de escucharlo todos votaron por obedecer al comité y no al gobierno, a Trotski y no a Kérenski.
Mientras se alejaba de la plaza, Grigori pensó que el gobierno no podía tolerar que una unidad militar clave declarase su lealtad a otro. Los cañones de la fortaleza quedaban justo enfrente del Palacio de Invierno, situado al otro lado del río y donde el gobierno provisional había instalado su sede. Sin duda, concluyó, Kérenski admitiría la derrota y dimitiría.
Al día siguiente, Trotski anunció medidas para prevenir un posible golpe contrarrevolucionario por parte del ejército. Ordenó a la Guardia Roja y a las tropas leales al Sóviet que tomaran los puentes, las estaciones ferroviarias y las comisarías de policía, además de la oficina de correos y la de telégrafos, la central de telefonía y el banco estatal.
Grigori respaldaba a Trotski, transformando el caudal interminable de órdenes del gran hombre en instrucciones precisas para unidades militares específicas y despachándolas por toda la ciudad por medio de mensajeros a caballo, bicicleta y coche. Pensó que las «medidas de precaución» de Trotski se parecían bastante a un golpe de Estado.
Para su asombro y deleite, la resistencia fue mínima.
Un espía infiltrado en el palacio Marinski informó de que el primer ministro Kérenski había solicitado un voto de confianza al Preparlamento, el organismo que tan lamentablemente había fracasado en su cometido de crear la Asamblea Constituyente. El Preparlamento lo denegó. Nadie se hizo demasiado eco. Kérenski era historia, tan solo un incompetente más que había intentado gobernar Rusia y había fracasado. Regresó al Palacio de Invierno, donde su impotente gabinete seguía fingiendo que gobernaba.
Lenin vivía de incógnito en el apartamento de una camarada, Margarita Fofanova. El Comité Central le había ordenado que no anduviera por la ciudad, temiendo que pudieran detenerlo. Grigori era una de las pocas personas que conocían su paradero. A las ocho en punto de la tarde, Margarita llegó al Smolni con una nota de Lenin en la que ordenaba a los bolcheviques que organizaran de inmediato una insurrección armada. Trotski, irritado, exclamó:
—¿Qué imagina que estamos haciendo?
Pero Grigori creía que Lenin estaba en lo cierto. Pese a todo, los bolcheviques no se habían hecho con el poder. En cuanto se reuniera, el Congreso Panruso de los Sóviets detentaría toda la autoridad, y entonces, aunque los bolcheviques tuvieran mayoría, el resultado sería otro gobierno de coalición pactado.
Estaba previsto que el congreso comenzara al día siguiente, a las dos en punto. Solo Lenin parecía comprender la perentoriedad de la situación, pensó Grigori con cierta desesperación. Se le necesitaba allí, en el centro mismo de todo.
Grigori decidió ir a buscarlo.
Era una noche gélida, con un viento del norte que parecía atravesar el abrigo de cuero que Grigori llevaba sobre el uniforme de sargento. El centro de la ciudad presentaba un aspecto sorprendentemente normal: ciudadanos de clase media, bien vestidos, entraban y salían de los teatros y acudían a restaurantes profusamente iluminados, mientras los mendigos los acosaban por una moneda y las prostitutas les sonreían desde las esquinas. Grigori saludó con la cabeza a un camarada que vendía un panfleto elaborado por Lenin y titulado: «¿Podrán los bolcheviques retener el poder?». Grigori no lo compró. Ya conocía la respuesta a esa pregunta.
El piso de Margarita se encontraba en el extremo septentrional del barrio de Viborg. Grigori no podía llegar allí en coche por temor a llamar la atención sobre el escondrijo de Lenin. Fue andando hasta la estación de Finlandia y allí tomó un tranvía. El trayecto era largo, y dedicó gran parte de él a preguntarse si Lenin se negaría a asistir.
Sin embargo, para su alivio, no fue preciso insistirle.
—Sin usted, no creo que los demás camaradas den el paso final y decisivo —dijo Grigori, y eso bastó para persuadir a Lenin de la importancia de su asistencia.
Lenin dejó una nota sobre la mesa de la cocina para que Margarita no imaginara que lo habían detenido. Decía: «He ido a donde no querías que fuera. Adiós, Iliich». Los miembros del partido lo llamaban Iliich, su segundo nombre.
Grigori inspeccionó su revólver mientras Lenin se ponía la peluca, una gorra de obrero y un abrigo raído, y después salieron.
El joven sargento caminó vigilante, temeroso de toparse con un destacamento de la policía o una patrulla armada que reconociera a Lenin. Decidió que, en lugar de permitir que lo detuvieran, dispararía sin vacilar.
Eran los únicos pasajeros del tranvía. Lenin preguntó a la conductora sobre lo que opinaba al respecto de los últimos acontecimientos políticos.
Mientras se alejaban a pie de la estación de Finlandia, oyeron ruido de cascos y se escondieron de lo que resultó ser una tropa de cadetes leales al gobierno buscando pelea.
Grigori acompañó a Lenin con aire triunfal al interior del Smolni a medianoche.
Lenin fue directo a la Sala 36 y convocó una reunión del Comité Central Bolchevique. Trotski informó que la Guardia Roja controlaba ya muchos de los puntos clave de la ciudad. Pero eso no fue suficiente para Lenin. Por motivos simbólicos, argumentó, los soldados revolucionarios tenían que tomar el Palacio de Invierno y arrestar a los ministros del gobierno provisional. Esa acción sería lo que convencería al pueblo de que el poder había pasado, de forma definitiva e irrevocable, a manos de los revolucionarios.
Grigori sabía que tenía razón.
Y todos los demás también.
Trotski inició la planificación de la toma del Palacio de Invierno.
Aquella noche, Grigori no volvió a casa.
V
No podía producirse ningún error.
Grigori sabía que la acción final de la revolución tenía que ser decisiva. Se aseguró de que las órdenes fueran claras y llegaran a su destino a tiempo.
El plan no era complejo, pero a Grigori le preocupaba que los plazos establecidos por Trotski fueran demasiado optimistas. El grueso de las fuerzas de ataque estaría formado por marineros revolucionarios. La mayoría procedían de Helsingfors, capital de la región finlandesa, en tren y barco. Zarparon de allí a las tres de la madrugada. Otros llegarían desde Kronstadt, la base naval insular situada a veinte millas de la costa.
Estaba previsto que el ataque comenzara a las doce del mediodía.
Como si de una operación en el campo de batalla se tratase, empezaría con una descarga de artillería: los cañones de la Fortaleza de Pedro y Pablo dispararían sobre el río y derruirían los muros del palacio. A continuación, los marineros y los soldados tomarían el edificio. Trotski calculó que acabarían hacia las dos, hora para la que estaba programado el comienzo del Congreso Panruso de los Sóviets.
Lenin quería personarse en la sesión de apertura y anunciar que los bolcheviques ya habían tomado el poder. Era el único modo de prevenir otro gobierno pactado, indeciso e ineficaz, el único modo de garantizar que Lenin acabara accediendo al poder.
A Grigori le preocupaba que las cosas no progresaran tan deprisa como Trotski confiaba.
La seguridad era débil en el Palacio de Invierno, y al amanecer Grigori envió allí a Isaak para que efectuara un reconocimiento. Isaak comunicó que en el edificio había unos tres mil soldados leales. Si estaban debidamente organizados y luchaban con valentía, la batalla sería temible.
Isaak descubrió también que Kérenski había abandonado la ciudad. Dado que la Guardia Roja controlaba las estaciones ferroviarias, no había podido huir en tren y finalmente lo hizo en un coche requisado.
—¿Qué clase de primer ministro no puede viajar en tren en su propia capital? —se asombró Isaak.
—En cualquier caso, se ha ido —repuso Grigori, satisfecho—. Y no creo que vuelva nunca.
Sin embargo, el ánimo de Grigori se tornó pesimista cuando al mediodía ningún marinero había aparecido aún.
Cruzó el puente en dirección a la Fortaleza de Pedro y Pablo para asegurarse de que los cañones estaban preparados. Para su horror, descubrió que no eran sino objetos de museo, con la mera función de impresionar, y que no podían dispararse. Ordenó a Isaak que buscara artillería en buen estado.
Se apresuró a volver al Smolni para informar a Trotski de que su plan empezaba a acumular retraso. El guardia apostado a la entrada le dijo:
—Alguien lo buscaba, camarada. Algo sobre una comadrona.
—Ahora no puedo ocuparme de eso —contestó Grigori.
Los acontecimientos se desarrollaban muy deprisa. Grigori supo que la Guardia Roja había tomado el palacio Marinski y desmantelado el Preparlamento sin derramamiento de sangre. Los bolcheviques encarcelados habían sido puestos en libertad. Trotski había ordenado a todas las tropas apostadas fuera de Petrogrado que permanecieran en sus puestos, y los soldados estaban obedeciéndolo, no así los oficiales.
Lenin redactaba un manifiesto que comenzaba diciendo: «A los ciudadanos de Rusia: ¡el gobierno provisional ha sido derrocado!».
—Pero el asalto aún no ha comenzado —le dijo abatido Grigori a Trotski—. No creo que podamos conseguirlo antes de las tres.
—No te preocupes —repuso Trotski—. Podemos aplazar el inicio del congreso.
Grigori volvió a la plaza del palacio. A las dos de la tarde, al fin, vio el minador
Amur
navegando rumbo al Neva con mil marineros de Kronstadt a bordo, y a los obreros de Petrogrado congregados en las riberas para recibirlos con ovaciones.