La caída de los gigantes (117 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Si Kérenski hubiera previsto la colocación de minas en el angosto canal, habría impedido que los marineros accedieran a la ciudad y habría sofocado la revolución. Pero no había minas, y los marineros, con sus chaquetas negras, empezaron a desembarcar armados con fusiles. Grigori se preparó para desplegarlos alrededor del Palacio de Invierno.

Pero el plan seguía estando plagado de contratiempos, para inmensa exasperación de Grigori. Isaak encontró un cañón y, con grandes esfuerzos, consiguió que fuera arrastrado hasta un punto estratégico… solo para descubrir que no había munición para hacerlo funcionar. Mientras tanto, los soldados leales construían barricadas en el palacio.

Desquiciado por la frustración, Grigori volvió en coche al Smolni.

Allí estaba a punto de comenzar una sesión de emergencia del Sóviet de Petrogrado. El espacioso salón de la escuela femenina, pintado de un blanco virginal, rebosaba con centenares de delegados. Grigori subió a la tarima y se sentó al lado de Trotski, que estaba a punto de inaugurar la sesión.

—El asalto ha sido aplazado debido a una serie de problemas —comunicó.

Trotski se tomó con serenidad la mala noticia. A Lenin le daría un ataque de histeria.

—¿Cuándo podréis tomar el palacio? —preguntó Trotski.

—Siendo realistas, a las seis.

Trotski asintió, templado, y se puso en pie para dirigirse a la concurrencia.

—En nombre del Comité Militar Revolucionario, ¡declaro que el gobierno provisional ya no existe! —vociferó.

El público estalló en vítores y gritos. «Espero ser capaz de convertir esa mentira en una verdad», pensó Grigori.

Cuando el fragor cesó, Trotski enumeró los logros de la Guardia Roja: la toma durante la noche de las estaciones ferroviarias y de otros edificios clave, y el desmantelamiento del Preparlamento. Anunció asimismo que varios ministros del gobierno habían sido detenidos.

—El Palacio de Invierno aún no ha sido tomado, ¡pero su sino se decidirá de un momento a otro!

Se oyeron más ovaciones.

Un disidente gritó:

—¡Os estáis anticipando a la voluntad de los sóviets!

Era el blando argumento democrático, un argumento que el propio Grigori habría esperado en los viejos tiempos, antes de volverse un hombre realista.

Trotski fue tan raudo en responder que sin duda había previsto aquella crítica.

—La voluntad de los sóviets ya ha sido anticipada por el alzamiento de los obreros y los soldados —replicó.

De pronto, se oyó un murmullo en toda la sala. Los presentes empezaron a ponerse en pie. Grigori miró hacia la puerta, preguntándose por el motivo. Vio entrar a Lenin. Los delegados prorrumpieron en vítores. El bullicio se tornó ensordecedor cuando Lenin subió a la tarima. Él y Trotski se pusieron hombro con hombro, sonrieron y se inclinaron ante el público para agradecerle la ovación, un público que aclamaba un golpe que aún no se había llevado a cabo.

La tensión entre la proclamación de la victoria en el vestíbulo y la realidad del desorden y el retraso fuera era excesiva para Grigori, que, incapaz de soportarla, se marchó.

Los marineros procedentes de Helsingfors aún no habían llegado, y el cañón de la fortaleza todavía no estaba preparado para disparar. Con la caída de la noche empezó a lloviznar. Apostado en un extremo de la plaza, con el Palacio de Invierno delante y los cuarteles del Estado Mayor detrás, Grigori vio una fuerza de cadetes saliendo del palacio. Las insignias de sus uniformes los identificaban como alumnos de la Escuela de Artillería Mijailovski; llevaban cuatro pesadas armas. Grigori los dejó marchar.

A las siete ordenó a una fuerza de soldados y marineros que entraran en los cuarteles generales del Estado Mayor y se hicieran con el control. Los hombres obedecieron sin oponerse.

A las ocho, los doscientos cosacos de guardia en el palacio decidieron regresar a sus cuarteles, y Grigori les dejó franquear el cordón. Comprendió que los irritantes retrasos tal vez no supusieran del todo una catástrofe: las fuerzas a las que tenía que vencer se iban reduciendo con el paso de las horas.

Justo antes de las diez, Isaak informó de que el cañón estaba al fin preparado en la Fortaleza de Pedro y Pablo. Grigori ordenó una ráfaga de fogueo, seguida de una pausa. Como habían esperado, más soldados abandonaron el palacio.

¿Podía ser tan fácil?

Fuera, en el río, una alarma sonó a bordo del
Amur
. Grigori miró hacia allí en busca de lo que la había causado y vio las luces de otros barcos aproximándose. Se le heló el corazón. ¿Había conseguido Kérenski enviar fuerzas leales para salvar su gobierno en el último momento? Pero instantes después oyó unos vítores procedentes de la cubierta del
Amur
y supo que los recién llegados eran los marineros de Helsingfors.

Cuando hubieron echado anclas sin contratiempos, Grigori dio la orden de que comenzara el bombardeo… al fin.

Se oyó un tronar de cañones. Algunos proyectiles explotaron en el aire, iluminando los barcos que estaban en el río y el palacio sitiado. Grigori vio un impacto en una ventana esquinera de la tercera planta, y se preguntó si habría alguien en aquella estancia. Para su asombro, los tranvías, bien iluminados, siguieron circulando sin interrupción por los cercanos puentes del Palacio y Troitski.

La escena no era comparable al campo de batalla, por descontado. En el frente centenares de armas disparaban a la vez; allí, tan solo lo hacían cuatro. Largos intervalos separaban un disparo del siguiente, y sorprendía ver cuántos se desperdiciaban, al frenarse su trayectoria o al caer en el río sin producir el menor perjuicio.

Grigori ordenó el alto el fuego y envió pequeños grupos de soldados al interior del palacio para que efectuaran un reconocimiento. A su vuelta, los soldados informaron de que los pocos guardias que quedaban dentro no oponían resistencia.

Poco después de la medianoche, Grigori encabezó un contingente más numeroso. Según la táctica acordada, se dispersaron por el palacio, corriendo por los amplios y oscuros pasillos, neutralizando a los oponentes y buscando ministros del gobierno. El palacio parecía un cuartel indisciplinado, con los colchones de los soldados sobre los suelos de parquet de los dorados salones de gala, y por todas partes había desperdigada basura y colillas, chuscos de pan y botellas vacías con etiquetas francesas que los guardias probablemente se habían llevado de las exquisitas bodegas del zar.

Grigori oyó varios disparos, pero el combate era ínfimo. No encontró a ningún ministro en la planta baja. Pensó de pronto que tal vez algunos de ellos se hubieran escabullido y sintió una punzada de pánico. No quería tener que informar a Trotski y a Lenin de que los miembros del gobierno de Kérenski se le habían escurrido entre los dedos.

Acompañado de Isaak y de otros dos hombres, subió la amplia escalinata para inspeccionar la primera planta. Irrumpieron por una doble puerta en una sala de reuniones y allí encontraron lo que quedaba del gobierno provisional: un reducido grupo de hombres amedrentados con traje y corbata y los ojos abiertos como platos, sentados en sillones frente a una mesa y por el resto de la sala.

Uno de ellos hizo acopio de la poca autoridad que le quedaba.

—El gobierno provisional está aquí… ¿Qué es lo que queréis?

Grigori reconoció a Aleksandr Konoválov, el acaudalado magnate de la industria textil que era primer ministro en funciones de Kérenski.

—Están todos detenidos —informó Grigori.

Fue un momento agradable, y lo saboreó.

Se volvió hacia Isaak:

—Anota sus nombres. —Los reconoció a todos—. Konoválov, Maliantóvich, Nikitin, Teréschenko… —Cuando la lista estuvo completa, añadió—: Llévalos a la Fortaleza de Pedro y Pablo y enciérralos en las celdas. Yo iré al Smolni y comunicaré la buena noticia a Trotski y a Lenin.

Salió del edificio. Al cruzar la plaza, se detuvo un instante, recordando a su madre. Había muerto en aquel lugar doce años antes, víctima del disparo de la guardia del zar. Se dio la vuelta y contempló el inmenso palacio, con sus hileras de columnas blancas y la luz de la luna destellando en sus centenares de ventanas. En un repentino acceso de rabia, sacudió el puño en dirección al edificio.

—Esto es lo que habéis conseguido, malditos —dijo en voz alta—. Esto es lo que habéis conseguido por matarla.

Esperó hasta que logró calmarse. «Ni siquiera sé a quién le estoy hablando», pensó. Subió al carro blindado de color tierra que aguardaba junto a una barricada desmantelada.

—Al Smolni —indicó al conductor.

Durante el breve trayecto empezó a sentirse eufórico. «Ahora sí que hemos ganado —se dijo—. Somos los vencedores. El pueblo ha derrocado a sus opresores.»

Subió corriendo los escalones que llevaban al Smolni y entró en la sala. Estaba atestada, y Grigori cayó en la cuenta de que el Congreso Panruso de los Sóviets había dado comienzo. Trotski no había conseguido seguir posponiéndolo. Era una mala noticia. Sin duda los mencheviques, y los demás revolucionarios de medio pelo, exigirían un cargo en el nuevo gobierno aunque no hubiesen hecho nada para derrocar al antiguo.

Una bruma de humo de tabaco envolvía las arañas de luces. Los miembros del Presídium estaban sentados en la tarima. Grigori conocía a la mayoría, y estudió la composición del grupo. Los bolcheviques ocupaban catorce de los veinticinco asientos, observó. Eso significaba que el partido tenía el mayor número de delegados. Pero le horrorizó ver que el presidente era Kámenev, ¡un bolchevique moderado que había votado contra el levantamiento armado! Tal como Lenin había advertido, el congreso iba camino de formar otro gobierno de pacto.

Grigori barrió con la mirada a los delegados presentes en la sala y vio a Lenin en la primera fila. Se acercó a él y le dijo al hombre que estaba sentado a su lado:

—Tengo que hablar con Iliich, cédeme tu asiento.

El hombre pareció molestarse, pero al cabo se levantó.

Grigori habló a Lenin al oído.

—El Palacio de Invierno está en nuestras manos —le dijo, y le refirió los nombres de los ministros que habían sido detenidos.

—Demasiado tarde —contestó Lenin, con aire sombrío.

Era lo que Grigori había temido.

—¿Qué está pasando aquí?

Lenin volvió la mirada atrás.

—Mártov ha presentado la moción. —Yuli Mártov era el antiguo enemigo de Lenin. Mártov siempre había querido que el Partido Laborista Social Democrático ruso fuera como el Partido Laborista británico y luchara por la clase obrera con medios democráticos, y su disputa con Lenin sobre esta cuestión había escindido el PLSD en 1903 en dos facciones: los bolcheviques de Lenin y los mencheviques de Mártov—. Ha abogado por el fin de la lucha en las calles seguido de negociaciones para la formación de un gobierno democrático.

—¿Negociaciones? —repitió Grigori, incrédulo—. ¡Pero si hemos tomado el poder!

—Hemos apoyado la moción —repuso Lenin con voz neutra.

Grigori estaba sorprendido.

—¿Por qué?

—Si nos hubiéramos opuesto, habríamos perdido. Tenemos trescientos de los seiscientos setenta delegados. Somos el partido mayoritario por muy poco margen, pero no contamos con mayoría absoluta.

A Grigori le entraron ganas de llorar. El golpe había llegado demasiado tarde. Habría otra coalición cuya composición se decidiría por medio de acuerdos y compromisos, y el gobierno seguiría titubeando mientras los rusos pasaban hambre en sus casas y morían en el frente.

—Pero, de todos modos, nos están atacando —añadió Lenin.

Grigori escuchó al ponente que hablaba en ese momento, alguien a quien no conocía.

—Este congreso ha sido convocado para debatir sobre el nuevo gobierno, pero ¿con qué nos encontramos? —decía el hombre, airado—. ¡Con que se ha llevado a cabo una irresponsable toma de poder y con que un sector se ha adelantado a la voluntad del congreso! Debemos rescatar la revolución de esta empresa demencial.

Entre los delegados bolcheviques estallaron las protestas. Grigori oyó que Lenin decía:

—¡Canalla! ¡Malnacido! ¡Traidor!

Kámenev llamó al orden.

Pero el siguiente discurso también fue amargamente hostil contra los bolcheviques y su golpe, y lo siguieron otros en la misma línea. Lev Jinchuk, un menchevique, apeló a negociar con el gobierno provisional, y la reacción indignada de los delegados fue tan violenta que Jinchuk no pudo continuar durante unos minutos. Finalmente, alzando la voz sobre el griterío, dijo:

—¡Abandonamos este congreso! —y se marchó de la sala.

Grigori supo que la táctica que debían seguir era decir que el congreso no tendría autoridad si lo abandonaban.

—¡Desertores! —gritó alguien, y el insulto fue coreado en toda la sala.

Grigori estaba consternado. Llevaban mucho tiempo esperando aquel congreso. Los delegados representaban la voluntad del pueblo ruso. Pero se estaba desmoronando.

Miró a Lenin. Se quedó perplejo al ver que sus ojos refulgían de regocijo.

—Esto es fantástico —dijo—. ¡Estamos salvados! Nunca imaginé que cometerían este error.

Grigori no tenía idea de a qué se refería. ¿Se habría trastornado?

El siguiente orador fue Mijaíl Gendelman, un líder socialista revolucionario, que dijo:

—Teniendo conocimiento de la toma de poder por parte de los bolcheviques, responsabilizándolos de este acto insensato y criminal, y considerando imposible colaborar con ellos, la facción socialista revolucionaria abandona el congreso. —Y se marchó, seguido de todos los socialistas revolucionarios, que recibieron los abucheos y los silbidos del resto de los delegados.

Grigori se sentía abochornado. ¿Cómo podía aquel triunfo haber degenerado tan deprisa en esa clase de desmanes públicos?

Pero Lenin parecía incluso más complacido.

Una serie de soldados delegados hablaron a favor del golpe bolchevique, y Grigori empezó a animarse, pero seguía sin comprender la alegría de Lenin. Iliich garabateaba algo en un cuaderno. A medida que se sucedían los discursos, corregía y reescribía. Finalmente, le tendió dos hojas a Grigori.

—Hay que presentar esto al congreso para su inmediata adopción —dijo.

Era una declaración larga, cargada de la retórica habitual, pero Grigori centró su atención en la frase clave: «Por la presente el congreso decide asumir el poder gubernamental».

Era lo que Grigori quería.

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