La Calavera de Cristal (43 page)

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Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
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La piedra dormía, o eso le parecía a Owen. La notó pesada y cansada al sacarla de la alforja, como un gato que con el calor de la chimenea se ha sumido en un sueño perezoso y despierta a regañadientes.

Al ver que no despertaba, llegó a pensar que estaba agotada. Él que creía que su piedra era inmortal, inmune a los dolores y padecimientos de los hombres... Pero al sostenerla en sus manos delante de la enorme chimenea de roble de la casa solariega de Martha Huntley y hablarle en sus pensamientos como había hecho los últimos decenios, percibió el entumecimiento que lleva consigo la auténtica fatiga, el penoso regreso con semblante ojeroso al mundo de los hombres. Para aquel entonces su canto era un fino hilo entonado que tañía en la inmensidad del espacio donde había hallado refugio.

Jamás se había considerado el dueño de la piedra, alguien capaz de convocarla en contra de su voluntad. Allí yacía, pasiva en sus manos, con la luz de la hoguera que apenas se filtraba por su superficie y producía un color más ambarino que azul.

—Lo lamento —Owen hablaba con la voz de su mente—, pero hay alguien que debe conocerte. Me veo obligado a perturbar tu reposo.

—Gracias. —La voz se escuchó alto y claro, pero fue la respuesta a un pensamiento que había expresado en su fuero interno.

Owen se volvió de golpe, aunque tuvo que pararse para aplacar el dolor de cabeza.

El fuego había ocultado a Edward Wainwright. Estaba sentado tan cerca de la chimenea que parecía que las llamas fueran a consumirle antes de que ardiera el último leño. Estaba apoltronado en su sillón, arropado con mantas de fina tela; un esqueleto animado que a duras penas se aferraba a la vida. Se le transparentaban unas venas azules y nudosas que contrastaban con una piel fina como el papel en la que sobresalían los tendones. Tanto era así que Barnabas Tythe podría haber dado una lección magistral de anatomía con ese cuerpo agónico sin recurrir a la disección. Sus ojos tenían cataratas, conjuntivitis y pus incrustado en el párpado inferior; probablemente, la hija había decidido no asearle o había optado por no imponerse, pues no le causaba ningún daño, pensó Owen, y dejarle las legañas le otorgaba algo de dignidad.

Era más fuerte de lo que aparentaba. Alargó un brazo para agarrar a Owen de la muñeca; los dedos eran poderosos como una serpiente que envuelve a la presa para aplastarla.

—¿Me dais permiso para contemplar vuestra joya?

—Pues claro. —La piedra no rechistó ni advirtió peligro alguno; Owen la colocó sobre sus enclenques rodillas acolchadas con la manta amarilla—. Podéis sostenerla, si lo deseáis.

Se hizo el silencio mientras el hombre se limitaba a observar. Su faz reflejaba un pasmo contemplativo, como un niño al que le regalan lo que más ansia en la vida tras años y años de negativas.

La calavera le miraba, sus cuencas vacías estaba orientadas hacia arriba para poder ahondar en los recovecos de sus ojos. Se mostraba callada, contenida; inhalaba adormilada la lumbre del fuego y la expulsaba hacia fuera aún más adormilada. Poco a poco, desde el asombro más absoluto, las manos de Edward Wainwright fueron cerrándose sobre sus sienes de pulida perfección.

En el momento en que se encontraron, la piedra gimoteó, o eso le pareció a Owen. En el sosiego del fuego sintió como nunca hasta entonces que algo se derretía.

El hombre estaba llorando. Alguna que otra reluciente lágrima caía por sus mejillas, como si todos los líquidos de su cuerpo se redimieran gracias a ellas.

Cuando un momento después levantó la mirada hacia Owen, ya no lloraba.

—En este país existe un lugar que fue creado para albergar la piedra y así debe suceder cuando se acerque el Final de los Tiempos. ¿Sabéis cuál es?

A Owen le dio un vuelco el corazón.

—Lo he visto en sueños cada noche durante los últimos treinta años, pero jamás lo he visto con mis propios ojos y desconozco su paradero. Me han mandado de regreso a Inglaterra para encontrarlo.

—En ese caso, mi último año no ha sido en vano. —Una cálida luz iluminó el rostro de Wainwright y le quitó algunos años de encima—. He aguardado para ver feliz a mi hija y he esperado vuestra llegada; veo que hoy ambos deseos se cumplen. Con todo, nuestra búsqueda no será fácil, pues a quienes recorremos las sendas de antaño nadie nos dijo cuál de los cinco rincones que protegemos era el que primaba sobre los demás. ¿Podéis dibujar el lugar que habéis visto en sueños?

La sangre de Owen fluía como un torrente en sus venas.

—Si me facilitáis pluma y papel, lo intentaré.

Siguiendo indicaciones de su padre, Martha se llevó una vela al piso de arriba y volvió enseguida con una pluma de oca, tinta y una hoja de papel liso, del bueno, que absorbía la tinta a la perfección.

—Lo utilizo para trazar mapas de las estrellas —confesó Edward Wainwright—. Si vivo hasta mañana, tomaré nota de la hora y lugar de vuestro nacimiento y os confeccionaré vuestra propia carta.

Owen se lo agradeció por educación, sin mencionar que él mismo podía confeccionarse una; a decir verdad, se había hecho tantas que ni siquiera se acordaba.

Se sentó al lado del fuego con una bandeja de madera boca abajo sobre las rodillas. Bajo la titilante luz anaranjada, con los ojos entrecerrados, bosquejó el lugar que vio por primera vez en los sueños de humo de la selva treinta años atrás.

Habló mientras dibujaba.

—Es un lugar envuelto en neblina. Cuando me acerco, lo único que veo son siluetas de hayas que bordean su entrada. Sin embargo, la luna lo alumbra; solo falta una semana para la luna llena, de modo que las sombras de los bloques erguidos son nítidas.

—Entonces, ¿hay otras piedras? ¿Podéis describírmelas?

—No sé deciros a ciencia cierta. —Mientras dibujaba, Owen identificó las lagunas del sueño. En el papel se distinguían ya los contornos borrosos de algunas hayas y los primeros trazos de un círculo de monolitos que transmitía su propia magia sin tener que forzarla, pero no con tanto detalle como Edward Wainwright requería.

Owen ladeó la bandeja para ver mejor.

—Al aproximarme llego a una hilera de cuatro piedras verticales, más altas que todos nosotros, y con la base el doble de ancha que la cima. Rodean un largo montículo bajo con forma de cuenco y, a su alrededor, hay otras piedras redondas más pequeñas. La misma loma está hecha de piedra cubierta con tierra y turba que oculta un túnel en su corazón. Unas piedras con vértices y extremos cuadrados forman un dintel en la entrada y las piezas encajan como ensambla un carpintero los listones para armar el marco de una puerta. —Se rascó la barbilla con la punta de la pluma—. Me avergüenza confesarlo, pero soy incapaz de contar las piedras del círculo. Lo intento, pero cada vez la cifra es distinta.

Desde la distancia de la chimenea, Edward Wainwright dijo:

—No es motivo de vergüenza, pues nadie puede contar las piedras de los antiguos círculos. No están hechos para ojos como los vuestros. En vuestro sueño, ¿penetráis en el túmulo?

Owen levantó la cabeza.

—¿Es un sepulcro? Eso mismo pensé. Encontré huesos de hombres y de caballos en su interior. En todos mis sueños me adentro en el túnel, así es. Está a oscuras, pero consigo ver como si fuera de día. Mi visión ha cambiado con mis sueños y la piedra azul.

Empezó otro dibujo, pero esta vez del interior del túmulo.

—El sepulcro es largo y angosto salvo por dos brazos ciegos en los flancos justo en la entrada, de modo que si pudiéramos verlo desde arriba tendría la forma de una cruz con el través corto. El nicho creado para la piedra corazón está ubicado en el extremo más lejano, en el interior de la pared. Nunca he logrado observarlo con claridad, pero sospecho que tiene exactamente el tamaño y la profundidad que permitirán devolver la piedra corazón a la superficie de la tierra al engastarla en la roca tallada del montículo.

Terminó los dibujos del interior y del exterior del montículo y marcó el nicho con una flecha y unas palabras. Dio la vuelta a la tabla y enseñó el dibujo a Edward Wainwright.

—No quisiera bajo ningún concepto adelantar vuestra muerte, pero si os ayuda a dar mayor sentido a vuestra vida, bien hecho estará.

—Está bien hecho. —Los ojos de Wainwright brillaban con energía renovada; apartó la mirada de Owen para observar a Martha—. Tú y yo hemos vivido para este instante, hija. Ha llegado el momento de la revelación.

Martha se apartó del español sin mediar palabra y acercó la vela hasta la enorme chimenea, donde los leños gordos como muslos desprendían un calor abrasador.

Desmontar un hogar como aquel exigía cierta habilidad, algo que tan solo se aprende con la práctica. Una vez retirados los troncos, Martha se ciñó las faldas a los tobillos y, arrodillada cerca de la parte posterior de la chimenea, obró un pequeño milagro al empujar el grueso muro de piedra del hogar hasta alcanzar una cavidad inferior. Owen acercó su vela y con la lumbre descubrió que no había sido ningún milagro, sino más bien un juego de manos. Una de las piedras del centro del hogar se apoyaba sobre un bulón, de modo que si se le daba un pequeño empujón una parte se hundía y la otra sobresalía, con lo que el hueco resultante era lo bastante espacioso para introducir el brazo.

De aquel espacio hueco oculto tras la chimenea, Martha extrajo unos papeles de pergamino enrollados y atados con una trenza de pelo de caballo. Los sujetó como si de las reliquias de las piernas de un santo se tratara, como si fueran a convertirse en polvo en cualquier momento. Se arrodilló y los depositó en la falda de su padre con reverencia.

Él buscó con el extremo de la pluma, sacó uno y se lo ofreció a Owen.

—¿Me haríais el honor de abrirlo?

—¿Puedo hacerlo sin dañarlo? Parece demasiado antiguo para que alguien como yo lo sostenga.

—Fue creado para que vos lo sostuvierais. Por mucho que se desmenuce cuando lo toquéis, habrá cumplido su cometido. No obstante, convendría manipularlo con cautela si pretendemos legarlo a quienes nos sucederán.

Owen contuvo la respiración, aunque solo se dio cuenta más tarde. Con dedos temblorosos desató el nudo y extendió el pergamino. Era más suave de lo que creía y no se resquebrajó, sino que se alisó con facilidad. Era una hoja larga como su antebrazo y ancha como su mano, y había un paisaje dibujado en tenue y difuminado carboncillo.

Fernando de Aguilar, inclinado por encima de su hombro, fue el primero en entenderlo.

—Es el mismo lugar... Cedric, ¡es el lugar de vuestros sueños!

En verdad lo era, dibujado al carboncillo y coloreado con ocre, lima y óxido de cobre, adherido con agua, clara de huevo o algún material parecido que, con el tiempo, había difuminado bastante los trazos.

Efectivamente, era el lugar que había visto en sueños. Aun así, resultaba imposible determinar el número de piedras; era como si la luz del fuego les diera una pátina incandescente cuando Owen se fijaba en ellas. Sin embargo, lo que captó su atención fue el montículo, pues no estaba vacío y silencioso como lo había visto la primera vez, sino que había una muchedumbre congregada y un hombre alzaba un báculo en la boca del túnel.

—¿Es muy antiguo? —Su voz era áspera como el polvo.

—Ha estado en manos de mi familia durante poco más de cien generaciones —fue la respuesta de Edward Wainwright—. Os las podría recitar todas, pero me temo que exhalaría mi último suspiro antes de que completara la lista. Algún día, si disponéis de tiempo y os interesa, Martha os facilitará dicha información.

—También en mi familia somos capaces de citar todas las generaciones que han custodiado la piedra azul. Fue lo primero que aprendí de mi abuela. La lista suele durar medio día.

—Cierto, vos sois el guardián y vuestra línea sigue incólume, como vos mismo. Nosotros somos los caminantes de los senderos. A nosotros se nos ha encargado la misión de mantener con vida los lugares sagrados de la antigüedad. Así pues, ¿por qué os interesáis por la edad del documento?

Fue casi un milagro, pero logró acumular la saliva necesaria para responderle.

—Por un momento he creído reconocerme en el dibujo. Si se observa con detenimiento, veo que se trata de un hombre de pelo cano, pero podría ser cualquiera que tenga la misma altura y cabellera. Mis disculpas.

Cotejó los dos dibujos, el que él había trazado y la imagen antigua.

—Sin duda se trata del mismo lugar, pero por mucho que tengamos ambos dibujos soy incapaz de ubicarlo en Inglaterra.

Wainwright lo observó con asombro.

—¡Pues claro! Si lo supierais, podríais decirlo en voz alta. La única forma de garantizar nuestra seguridad en este mundo en el que hay quien recurre al fuego y al tormento para sonsacar la verdad a aquellos que se niegan a darla es manteniendo separados la piedra del conocimiento.

Cogió el pergamino y empezó a enrollarlo otra vez.

—Aunque debo decir que tampoco os hace falta saberlo, porque pasarán aún muchos años antes de que vuestra piedra sea depositada en su sitio para formar el corazón de la bestia que se alzará desde la tierra. Tal como ha sido nuestro deber desde antes del advenimiento de Cristo, quienes transitamos los senderos preservaremos este saber hasta el momento en el que el mal del hombre exija que sea usado en defensa de la tierra. Vuestro cometido ahora es ocultar la calavera en un

lugar envuelto por un secreto impenetrable, de forma que fracasen los intentos de aquellos que aspiren a destruirla y, a su vez, sepa hallarla el responsable de su traslado a su lugar de reposo.

Los ojos de Edward Wainwright lucían el mismo gris acerado que los de su hija. Como si fuera un espadachín blandiendo su espada, atrapó a Owen con ellos y lo retuvo.

—Pero ¿sabíais que la piedra debe ser ocultada en su paradero, lejos de aquí?

—Allí donde se esconde la blancura de los rápidos, en efecto. Mi abuela me describió el lugar y un francés de gran sabiduría me repitió su emplazamiento, aunque de eso hace ya una eternidad; sucedió en mis años mozos, pero entendí la razón de sus palabras.

—¿Se halla a vuestro alcance? ¿Podéis dirigiros hasta allí ahora?

—Si es de menester se hará, aunque el trayecto no será sencillo si pretendemos viajar sin levantar sospechas. Ese lugar se encuentra en Yorkshire, donde crecí. Nos separan de allí al menos diez días de viaje.

—En ese caso, todos podemos cumplir con nuestras obligaciones. Yo volveré a esconder el mapa para que mi familia mantenga el secreto y vos debéis partir hacia York para satisfacer la última cláusula de vuestra promesa con la piedra. ¿Martha?

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