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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (3 page)

BOOK: La calle de los sueños
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—Tarde o temprano me la matarán —continuó el carnicero—.¿Eres uno de ellos?

—¿De quiénes? —preguntó Christmas.

—Uno de esos gamberros que rondan por aquí. ¿Eres uno de ellos?

El chico negó con la cabeza. Su mechón rubio flotó al viento. Sus ojos se ensombrecieron durante un instante, luego se iluminaron de nuevo y sonrieron a la perra, que gruñía de placer.

—¿A que es espantosa? —dijo el hombre al tiempo que limpiaba la hoja del cuchillo en su mandil.

—Sí —respondió Christmas—. Sin ofender.

—Me la vendió un tipo, hace diez años. Me dijo que era de raza —afirmó el hombre, moviendo la cabeza—. Pero me he encariñado con ella —y dio media vuelta para entrar en la tienda.

—La puedo proteger —dijo Christmas, sin pensarlo.

El carnicero se volvió y lo miró con curiosidad. Un chico de catorce años, flaco, con los pantalones remendados y zapatos demasiado grandes sacados a saber de dónde, manchados de barro y de estiércol de caballo.

—Tiene miedo de que se la maten, ¿no? —dijo Christmas poniéndose de pie. La perra se frotó contra su pierna—. Si la quiere tanto, la puedo proteger.

—¿Qué dices, chico? —respondió el carnicero, echándose a reír.

—Medio dólar a la semana y yo protejo a su perra.

El hombre, fuerte y enérgico, meneó la cabeza con incredulidad. Quería regresar a su trabajo, no le gustaba dejar la tienda sin vigilancia, llena de miserables trozos de carne que contados de los miserables habitantes del barrio podían permitirse. Pero se quedó donde estaba. Lanzó una rápida ojeada al interior de la tienda y luego se dirigió a aquel extraño muchacho.

—¿Y cómo lo harías?

—Tengo una banda —dijo de sopetón Christmas—. Los... —vaciló, mirando a la perra que se frotaba contra sus piernas—. Los Diamond Dogs —se le ocurrió decir.

—No quiero saber nada de guerras de bandas —concluyó el hombre con severidad, y miró de nuevo el interior de la tienda, pero no se marchó.

Christmas se metió las manos en los bolsillos. Removió un poco de polvo con la punta de un zapato. Luego le dio una última caricia a la perra.

—Bueno, como prefiera. Antes he oído... No, nada... —y fingió que se daba media vuelta.

—¿Qué has oído, chico? —lo detuvo el carnicero.

—Esos de allí —y con una mirada rápida Christmas señaló la esquina hasta la que aún llegaba el griterío de la banda que lo acababa de rechazar— decían que hay un perro que está siempre ladrando, que monta mucho jaleo y...

—¿Y...?

—Nada... a lo mejor hablaban de otro perro.

El carnicero alcanzó a Christmas en medio del callejón, con el cuchillo en la mano. Agarró al muchacho por el cuello de su chaqueta raída. Tenía manos fuertes y grandes, de estrangulador. Le sacaba a Christmas un par de palmos. El perro aulló, preocupado.

—A esta sarnosa no le gusta nadie. Pero tú sí le gustas, palabra de Pep —dijo con voz amenazadora el carnicero, con sus ojos clavados en los de Christmas—. Y yo le tengo cariño.—El hombre volvió a examinar al muchacho, en silencio, mirándolo fijamente, al tiempo que una expresión asombrada le suavizaba los rasgos. Asombrada porque no terminaba de convencerse de lo que se disponía a hacer—. Es verdad, esta monta más jaleo que una mujer —dijo señalando a la perra, que jadeaba con la lengua fuera—. Pero al menos no me la tengo que joder —y rió satisfecho de aquel chiste que seguramente ya había contado un montón de veces. Luego apartó el mandil hacia un lado, hurgó con sus dedos manchados de sangre en el chaleco, meneando la cabeza por lo que estaba haciendo, extrajo del bolsillo una moneda de medio dólar y la puso en la mano de Christmas—. Debo de haberme vuelto loco. Estás contratado —y siguió meneando la cabeza—. Vámonos, Lilliput —le dijo por último a la perra y entró en la tienda.

No bien el carnicero desapareció, Christmas miró la moneda. Con ojos centelleantes, la escupió y le sacó brillo con las yemas de los dedos. Se apoyó de espaldas contra la pared de enfrente de la tienda. Y rió. No como un adulto, ni como un chico. De la misma manera que su pelo rubio no era de italiano y sus ojos oscuros no eran de irlandés. Un chico con nombre de negro, que no sabía bien quién ser. «¡Los Diamond Dogs!», se dijo riendo. Estaba contento.

5

Manhattan, 1922

El primero al que interpeló fue a Santo Filesi, un coetáneo lleno de granos, de pelo negro y rizado, larguirucho, que vivía en su edificio y con el que no tenía más trato que intercambiarse gestos de saludo cada vez que se cruzaban. Santo tenía la misma edad de Christmas y en el barrio se decía que iba al colegio. El padre trabajaba como estibador en el puerto y era bajo, fornido y con las piernas irremediablemente torcidas por el peso. Se decía —y es que en el barrio se chismorreaba de todo un poco— que era capaz de levantar un quintal con una sola mano. Por ello, aunque era un buen hombre, apacible, que no se ponía violento ni cuando estaba borracho, lo respetaban y nadie lo provocaba. Pues con alguien capaz de levantar un quintal con una sola mano más valía ser precavido. En cambio, la madre de Santo era larguirucha como su hijo. Con una cara larga y unos incisivos todavía más largos que la asemejaban a un burro. Tenía la piel amarilla, las manos secas y nudosas que movía velozmente, siempre ligeras para asestarle un bofetón a su hijo. Tanto es así que Santo, cada vez que su madre gesticulaba, instintivamente se protegía la cara. La señora Filesi limpiaba en el colegio al que se decía que iba Santo.

—¿Es verdad que tu madre te hace una crema para los granos? —le preguntó Christmas a Santo a la mañana siguiente de que lo hubiera contratado el carnicero para que protegiera a Lilliput cuando se encontró con él por la calle.

Santo agachó la cabeza, ruborizado, y siguió su camino.

—Vamos, no me digas que te has ofendido... —le dijo Christmas mientras lo seguía—. No te estoy provocando, te lo juro.

Santo se detuvo.

—¿Quieres entrar en mi banda? —le preguntó Christmas.

—¿Qué banda es? —inquirió Santo con cautela.

—Los Diamond Dogs.

—Nunca he oído hablar de ella.

—¿Sabes de bandas?

—No...

—Pues me importa una mierda que no hayas oído hablar de nosotros. No estás en el ajo —dijo Christmas.

Santo se ruborizó de nuevo y bajó la mirada.

—¿Quiénes sois? —inquirió tímidamente.

—Te conviene no saberlo —dijo Christmas mirando alrededor con actitud prudente.

—¿Por qué?

Christmas se le acercó, lo asió por el cuello y lo llevó hasta un callejón lateral, repleto de basura. Enseguida, y durante un instante, se asomó a Orchard Street, como si se estuviese cerciorando de que no lo seguían. Por fin, habló rápido y a media voz.

—Porque si te aprietan las clavijas no puedes largar nada.

—¿Y quién me puede apretar las clavijas?

—¡Ay, coño, eres un auténtico novato! —le soltó Christmas—. No sabes nada. Pero ¿en qué mundo vives? Dime, ¿es cierto que vas al colegio?

—Bueno, más o menos...

Christmas volvió a asomarse a Orchard Street, echó una ojeada alrededor y luego —con una mueca de preocupación en la cara— retrocedió de golpe y empujó a Santo hacia el fondo del callejón, obligándolo a acurrucarse detrás de un montón de basura. Esperó a que pasase un hombre de aspecto corriente y enseguida lanzó un suspiro de alivio.

—Mierda... ¿Lo has visto?

—¿A quién?

—Oye, hazme un favor. Ve a ver si sigue zumbando alrededor de la miel.

—Pero ¿quién? ¿Y qué miel?

—Aquel tipo. ¿O no lo has visto? —preguntó, y Christmas apretó el cuello de Santo.

—Sí... creo que sí —balbuceó el muchacho.

—Creo, creo... ¿y tú pretendes formar parte de los Diamond Dogs? Quizá te he juzgado mal, aunque...

—¿Aunque?

—Parecías despierto. Oye, hazme este favor y después nos despedimos y ahí se acaba todo. Ve a ver si sigue allí o si se ha largado.

—¿Yo?

—Coño, ¿quién si no? A ti no te conoce. Anda, cagueta, muévete.

Santo salió de su fétido escondite y con paso inseguro fue a Oschard Street. Miró alrededor con recelo, en busca del hombre corriente al que creía un peligroso criminal. Cuando regresó al callejón, Christmas notó que caminaba con paso seguro. Santo se introdujo un dedo en el cinturón de los pantalones y dijo:

—Campo libre.

—Has sido valiente —dijo Christmas poniéndose de pie.

Santo sonrió satisfecho.

Christmas le dio una palmada en un hombro.

—Vamos, te invito a un helado con soda, luego cada uno se irá por su lado.

—¿Un helado con soda? —dijo Santo con los ojos en blanco.

—Sí, ¿qué pasa?

—Cuesta... cuesta cinco cent...

Christmas rió y se encogió de hombros.

—Dinero. No es más que dinero. Solo hay que tenerlo, ¿no?

Santo no daba crédito a lo que estaba oyendo.

Cuando entraron en la sucia tenducha de Cherry Street, Christmas apretaba rabiosamente su moneda de medio dólar.

—Oye —le dijo a Santo mientras se sentaba en la banqueta—, yo hoy ya me he zampado dos y me duele un poco la tripa, así que no me apetece tomarme otro más. Compartamos el tuyo, después de todo, no estás acostumbrado y uno entero podría sentarte mal. Es mejor que vayas despacio con estas cosas.

Y acto seguido le pidió a Fresa —apodado así por el antojo ancho y brillante que le cubría la mitad de la cara— una copa con dos pajitas y repiqueteó sobre la barra la única moneda que tenía en el bolsillo.

Los dos chicos permanecieron unos minutos en silencio. Uno y otro estaban pegados a sus pajitas, procurando absorber un poco más de la mitad que les correspondía.

—¿Qué quiere decir eso de que vas más o menos al colegio? —preguntó al final Christmas al tiempo que mojaba el dedo en la copa vacía y se lo chupaba.

—Que por la tarde una profesora me enseña un poco de gramática y de historia, porque mi madre limpia allí. O sea que en realidad no estoy matriculado en el colegio, ¿te enteras? —se defendió Santo—. Y además a mí el colegio me importa una mierda —añadió con chulería de gamberro aficionado.

—Eres un gilipollas, Santo. ¿Qué coño quieres hacer en la vida? No eres como tu padre, nunca podrás levantar un quintal con una sola mano. Te puede ser útil aprender algo —dijo sin pensarlo un instante Christmas—. Te envidio.

—¿En serio? —dijo Santo con cara radiante.

—No saques pecho, novato, que pareces un pavo. Es una manera de hablar —se corrigió enseguida Christmas.

—Ah, claro... ya me lo parecía a mí —respondió en voz queda Santo, mirando la copa vacía de helado—. Tú lo tienes todo.

—Bueno, no me quejo.

Santo bajó la mirada al suelo, en silencio. Una pregunta lo oprimía en su interior.

—Entonces... ¿puedo entrar en los Diamond Dogs? —preguntó por fin.

Christmas le tapó la boca con una mano y lanzó un vistazo a Fresa, que dormitaba en un rincón.

—Pero ¿estás tonto? ¿Y si te oye?

Santo volvió a ruborizarse.

—No sé si puedo fiarme de ti —dijo Christmas en voz baja y miró largamente a Santo a los ojos—. Déjame pensarlo. No es algo que se pueda decidir a la ligera.—Christmas vio cuán amarga desilusión había en los ojos de Santo. Sonrió para sus adentros—. Vale, te pondré a prueba. Pero que quede claro que estás a prueba.

Santo no pudo contenerse y lo abrazó, lanzando un gritito infantil.

Christmas se zafó del abrazo.

—Oye, los de la banda del Diamond Dogs no hacemos estas cosas de mujeres.

—Sí, sí, perdona, es que... es que... —balbuceó Santo, excitado.

—Vale, vale, olvídalo. Pasemos a los negocios —dijo entonces Christmas bajando más la voz e inclinándose hacia el único integrante de su banda, después de haber echado otro vistazo a Fresa.

—¿Es verdad que tu madre te hace una crema para los granos?

—¿Y a qué viene eso?

—Primera regla. Las preguntas las hago yo. Si no entiendes enseguida, entenderás después. Y si tampoco entiendes después, recuerda que siempre hay un motivo. ¿Queda claro?

—Vale... sí.

—¿Sí, qué? ¿Tu madre te hace una crema? ¿La prepara ella?

Santo asintió.

—Y, en tu opinión, ¿funciona?

Santo asintió de nuevo.

—Pues no parece, perdona mi sinceridad —dijo Christmas.

—Funciona, en serio. Si no, tendría muchos más.

Christmas se frotó las manos.

—Y yo te creo. Ahora dime una cosa: ¿piensas que esa crema puede funcionar con la sarna?

—No lo sé... ¿Qué sarna? —preguntó Santo perplejo.

Christmas se inclinó más hacia él.

—Hay alguien al que protegemos. Nos paga bien. Pero su perro tiene sarna, y si tú y yo se la curamos, ese tipo nos soltará más pasta —dijo al tiempo que tamborileaba con una uña sobre el cristal de la copa.

—Podría funcionar —respondió Santo.

—De acuerdo —zanjó Christmas mientras se levantaba—. Si quieres formar parte de los Diamond Dogs hay que pagar una tarifa de asociación. Consígueme una buena cantidad de la pomada de tu madre. Si funciona, serás uno de los nuestros y recibirás tu tajada.

6

Manhattan, 1909

La habitación era cálida y acogedora, con cortinas en las ventanas que Cetta no había visto nunca ni en la casa del amo. El hombre que estaba detrás del escritorio era el mismo que la había sacado de la fila cuando había bajado del barco, menos de cinco horas antes. Un hombre de unos cincuenta años, a primera vista ridículo por el largo mechón de pelo que desde un lado de su cabeza llegaba hasta el opuesto, para tapar su calvicie. Pero al mismo tiempo tenía una fuerza que asustaba. Cetta no entendía lo que decía.

El otro, que estaba de pie, hablaba tanto el idioma del hombre del mechón como el de Cetta. Y traducía todo lo que decía el hombre que estaba sentado detrás del escritorio. Por el otro —con el cual, pocos minutos antes, había entrado en la habitación—, Cetta había sabido que el hombre del mechón era abogado y que ayudaba a las chicas como ella. «Guapas como tú», había añadido guiñándole un ojo.

El abogado dijo algo mirando a Cetta, que sostenía a Christmas —recién bautizado con aquel nuevo nombre por el funcionario de Inmigración— en brazos.

—Nosotros podemos tenerte a nuestro cuidado —tradujo el otro—. Pero el niño podría ser un problema.

Cetta estrechó a Christmas contra su pecho. Sin responder ni bajar la mirada.

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