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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (45 page)

BOOK: La canción de la espada
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—Si se efectúa el pago del rescate —añadí—, nuestros enemigos serán lo bastante ricos como para disponer de las espadas de diez mil hombres. La guerra asolará Wessex. Quemarán nuestras casas, violarán a nuestras mujeres, se llevarán a nuestros hijos y se quedarán con nuestras riquezas. Lo que hoy nos proponemos evitaría todo eso.

Cargué un poco las tintas, aunque no demasiado. El precio del rescate bastaría para cinco mil hombres más, pertrechados de lanzas, hachas y espadas. Por eso acudían tantos vikingos al estuario del Temes. Les daba en la nariz que nuestra posición era frágil; nuestra debilidad significaba derramamiento de sangre y, tras la carnicería, vendrían las riquezas. Desde el sur, no paraban de llegar barcos alargados. Sus quillas surcaban el mar rumbo a Beamfleot, pero con la vista puesta en Wessex.

—Pero los normandos son avariciosos —continué—. Saben que Æthelflaed es una joven que vale mucho dinero, y se pelean entre ellos como perros hambrientos. ¡Y hay uno que está dispuesto a traicionar a los suyos! Al amanecer, sacará a Æthelflaed del campamento, nos la entregará y se conformará con un precio mucho más bajo. Prefiere quedarse con tan exiguo rescate para él solo que recibir su parte del total acordado. Por supuesto que será rico, pero no lo bastante como para reunir un ejército.

No se me ocurrió nada mejor que contarles. No podía volver a Lundene y decir que Æthelflaed se había fugado con su amante. Contaría que Erik se había mostrado dispuesto a traicionar a su hermano, que había zarpado para echarle una mano y que, en el último momento, Erik me había traicionado a mí también y no había cumplido su parte del trato. Diría que, en lugar de entregarme a Æthelflaed, se había hecho a la mar y se la había llevado. Alfredo se enojaría conmigo, pero no podría acusarme de haber traicionado a Wessex.

Incluso había cargado a bordo un enorme cofre de madera, repleto de arena, con dos aldabas aseguradas con sendos travesaños de hierro, clavados a los tirantes del arcón, para que nadie pudiese levantar la tapa. Todos los hombres habían visto cómo subíamos un baúl a bordo y lo arrumábamos bajo el altillo del timón. Así que debían de pensar que aquel cofre contenía el precio exigido por Erik.

—Antes de que amanezca —proseguí—, lady Æthelflaed será conducida a un barco. Cuando el sol acaricie el borde del firmamento, la sacarán de allí. Pero, se encontrarán con que una nave bloquea la salida de la ensenada, una embarcación amarrada con cadenas a las dos orillas. ¡Hay que quitarla de en medio, ni más ni menos! Bastará con que retiremos el barco y lady Æthelflaed será libre. La llevaremos de vuelta a Lundene y seremos recibidos como héroes. ¡El rey nos estará siempre agradecido!

Eso les gustó. Parecían entusiasmados con la idea de que el rey pudiera recompensarlos. Sentí remordimientos, porque sabía que Alfredo montaría en cólera, a pesar de que le hubiéramos ahorrado la molestia de reunir el rescate.

—No os lo he advertido antes, como tampoco he avisado al rey —añadí— porque, si os lo hubiera dicho, y si uno de vosotros o uno de los hombres del rey se hubiera emborrachado y comentado el asunto en cualquier taberna, los espías de Sigefrid no habrían tardado en contárselo y, al llegar a Beamfleot, nos encontraríamos con un ejército para darnos la bienvenida. En cambio, ahora, ellos duermen mientras nosotros nos disponemos a rescatar a Æthelflaed.

Todos se pusieron muy contentos. Tan sólo Ralla guardaba silencio y, cuando se acalló el tumulto, planteó una delicada cuestión.

—¿Cómo vamos a mover ese barco? —preguntó—. Es más alto que el nuestro, le han subido las amuradas, sus tripulantes son guerreros de verdad y, desde luego, no estarán dormidos.

—No iremos todos —le expliqué—. Lo haré yo solo, con la ayuda de Clapa y de Rypere. Entre los tres, retiraremos el barco.

Y Æthelflaed quedaría en libertad, el amor saldría triunfante, siempre soplaría una cálida brisa, ninguno de nosotros envejecería, los árboles darían plata, el oro cubriría la hierba como las gotas de rocío y nunca dejarían de deslumbrarnos las relucientes estrellas de los enamorados.

Todo parecía muy sencillo, mientras poníamos rumbo al este.

Antes de zarpar de Lundene, habíamos arriado el mástil del
Águila del mar
que, en aquellos momentos, reposaba sobre unas horquillas en el centro de la nave. No había adornado la proa ni la popa con cabezas de animales, porque no quería que nadie reparase en nuestro barco. Sólo pretendía que fuese una silueta negra recortada en la oscuridad, sin cabezas de águila que llamasen la atención ni un alto mástil que pudiera atisbarse desde lejos. Sigilosos, llegamos antes del alba. Éramos los espíritus caminantes de la noche, en el mar.

Toqué el pomo de
Hálito-de-Serpiente
y no noté comezón alguna; tampoco cantaba, ni parecía sedienta de sangre, lo que me tranquilizó. Pensé que conseguiríamos desatorar la ensenada y veríamos cómo Æthelflaed ponía rumbo a la libertad, mientras mi espada reposaba en silencio en su vaina acolchada.

Vislumbré, por fin, un resplandor en lo alto del cielo, un fulgor rojizo que indicaba que, allí en lo alto de la colina, en el campamento de Sigefrid, había hogueras encendidas.

A medida que remábamos, impulsados por el repunte de la subida de la marea, el destello era más intenso; incluso más allá, en las colinas que, perezosas, se deslizaban hacia el este, las nubes reflejaban el fulgor de otras fogatas. Esos rojos destellos revelaban los lugares de los nuevos asentamientos, que se extendían desde lo alto de Beamfleot hasta Sceobyrig.

—Incluso sin rescate —observó Ralla—, podrían acariciar la tentación de atacarnos.

—Podría ser —asentí, aunque dudaba que Sigefrid dispusiera de tantos hombres como para sentirse seguro de obtener una victoria. Gracias a las ciudadelas de reciente construcción, Wessex era un territorio difícil de atacar. Me imaginaba que Sigefrid desearía contar con otros tres mil hombres por lo menos antes de lanzar los dados de la guerra y, para conseguirlos, necesitaba el dinero del rescate—. ¿Recordáis lo que tenéis que hacer? —le pregunté a Ralla.

—Sí —repuso, armándose de paciencia, dándose cuenta de que mi pregunta, más que una simple comprobación, cuadraba mejor con el nerviosismo que sentía—. Pondré rumbo hasta Caninga, y os recogeré en el extremo oriental del islote.

—¿Y si no podemos despejar el canal? —insistí. A pesar de la oscuridad, reparé en que sonreía con sorna.

—En ese caso, os recogeré, y vos tomaréis las decisiones pertinentes.

Si no conseguíamos desplazar el barco que ocluía el canal, Æthelflaed quedaría atrapada en la ensenada y tendría que decidir acerca de si el
Águila del mar
había de enfrentarse a un barco de altas amuradas y dotado de una tripulación encolerizada. Prefería no tener que pelear, porque no tenía claro que saliéramos con bien, lo que significaba que más valía que desbloquease el canal antes de verme obligado a luchar.

—¡Despacio! —gritó Ralla a los remeros. Había puesto rumbo norte y, lentamente y con sigilo, remábamos hacia la negra costa de Caninga—. ¡Vais a empaparos y poneros hecho una sopa! —me dijo.

—¿Cuánto falta para el amanecer?

—Cinco o seis horas —calculó.

—Tiempo de sobra —aseguré, en el momento en que la proa del barco encallaba en el lodo y su largo casco se estremecía.

—¡Remos atrás! —gritó Ralla, y las palas de los remos se hundieron en el agua poco profunda para apartar la proa de aquella costa traicionera—. Daos prisa —me dijo—. La marea bajará pronto por aquí, y no me gustaría quedarme varado.

Fui con Clapa y Rypere hasta la proa. Había dudado si vestir, o no, la cota de malla, con la esperanza de no tener que luchar en aquel amanecer estival; pero, al final, se impuso la cautela y me la puse. Me ceñí las dos espadas pero no el casco, pues temía que el reluciente lobo de la cimera lanzase un destello a pesar de la oscuridad de la noche. En su lugar, me cubrí la cabeza con un verdugo de piel oscura. Llevaba también la capa negra que Gisela me había hecho, aquella capa tan negra como la noche, con el rayo en forma de puñal que recorría la espalda desde el cogote hasta los pies. Rypere y Clapa, embozados también en negras capas, disimulaban las cotas de malla y las espadas; Clapa llevaba, además, colgada a la espalda una enorme hacha de guerra de filo dentado.

—Deberíais permitir que os acompañase —me dijo Finan.

—Os quedaréis al frente de los hombres —repuse—. Si nos metemos en un lío, en vuestras manos está la decisión de abandonarnos a nuestra suerte.

—¡Remos atrás! —gritó Ralla de nuevo, al tiempo que el
Águila del mar
se apartaba unos metros más de la amenaza de encallar por la bajada de la marea.

—No os dejaré aquí —replicó Finan, alzando una mano que yo estreché, antes de dejarme caer por el costado del barco y hundirme en una mezcla esponjosa de agua y lodo—. Os veré al amanecer —grité a la oscura silueta de Finan y, acompañado por Clapa y Rypere, eché a andar por un vasto cenagal. Escuché el crujido y el chapoteo de los remos de nuestra nave, mientras Ralla la alejaba de la orilla; para cuando me volví, el
Águila del mar
había desaparecido.

Habíamos desembarcado en el extremo occidental de Caninga, el islote que lindaba con la ensenada de Beamfleot, y habíamos pisado tierra lejos del lugar donde permanecían amarrados o varados los barcos de Sigefrid. Confiaba en que nos habíamos mantenido lo bastante alejados como para que los centinelas que vigilaban desde las altas murallas del fortín no se hubieran percatado de la arribada a aquella tierra oscura de nuestro negro barco desmantelado. Teníamos mucho camino por delante. Pasamos al otro lado del amplio trecho de lodo, encrespado y centelleante a la luz de la luna, más grande a medida que se retiraba la marea, por sitios en los que dar un paso nos costaba Dios y ayuda. Anduvimos por el agua, a trompicones, luchando con el barro pegajoso, echando pestes y chapoteando en aquel cenagal, que no era ni tierra ni agua, sino un lodazal pringoso y mugriento. Avivé el paso hasta que, por fin, encontramos más tierra que agua, y escuchamos los graznidos de unos pájaros que habían advertido nuestra presencia. El aire nocturno se llenó de un batir de alas, acompañado de un tumulto de estridentes gritos de protesta. Pensé que tal estruendo alertaría al enemigo, pero lo único que podíamos hacer era seguir tierra adentro con la esperanza de encontrar un suelo más firme, hasta que dimos con un terreno más fácil de patear, que aún olía a sal. Ralla me había dicho que, cuando había mareas fuertes, Caninga llegaba a desaparecer bajo las olas, y pensé en cuántos daneses habría ahogado en las marismas occidentales engañándolos cuando la marea estaba baja. Eran cosas que habían pasado mucho antes de la batalla de Ethandun, cuando Wessex parecía condenado a desaparecer. Pero el reino aún se mantenía en pie y los daneses habían perecido.

Dimos con un sendero. Seguimos la senda abierta por unas ovejas que dormían a la intemperie, un camino difícil y traicionero, que discurría entre zanjas por las que gorgoteaban los restos que había dejado la marea baja. Pensé que el pastor no andaría lejos, aunque era posible que, como las ovejas estaban en una isla, no hubiera que protegerlas del lobo; entonces, no habría pastor y, mejor aún, tampoco perros que pudieran despertarse y ponerse a ladrar. Pero si los hubo estaban durmiendo mientras nosotros nos desplazábamos hacia el este. Traté de avistar el
Águila del mar
pero, aunque en aquellos momentos la luna resplandecía a lo largo y ancho del estuario, no llegué a verlo.

Después de andar un trecho, hicimos un alto. Despertamos a patadas a tres de las ovejas dormidas, y nos tumbamos en los trozos de suelo seco y cálido en que estaban recostadas. Clapa no tardó en quedarse dormido; roncaba. Yo no dejaba de mirar al Temes, tratando de localizar nuestro barco, pero no vislumbré más que sombras. Pensaba en mi amigo Ragnar, y en cuál sería su reacción cuando Erik y la hija de Alfredo se presentasen en Dunholm. Estaba seguro de que la situación le haría gracia, pero ¿por cuánto tiempo? Sin duda Alfredo enviaría emisarios al rey de Northumbria, Guthred, para que su hija regresase a casa, y ningún guerrero escandinavo dejaría de codiciar la ciudadela de Dunholm, colgada de un risco. Una locura, pensé, mientras el viento susurraba entre las enhiestas hierbas que crecían en la marisma.

—¿Qué pasa por allí, señor?

La pregunta de Rypere me pilló desprevenido. Parecía asustado. Dejé de mirar al agua, y reparé en el colosal resplandor que iluminaba la cima de la colina de Beamfleot. Largas llamaradas se alzaban hacia el cielo oscuro, perfilando el contorno de las murallas del campamento, mientras remolinos de chispas bailaban en lo alto de retorcidas lenguas de fuego, por encima de una espesa columna de humo que salía de la cabaña de Sigefrid.

Lancé un juramento, y desperté a Clapa, que se puso en pie.

La cabaña de Sigefrid estaba ardiendo. Me imaginé que todo el campamento estaría en alerta. No podía saber si el incendio era fortuito o deliberado. A lo mejor se trataba de la maniobra de despiste que Erik tenía pensada para sacar de matute a Æthelflaed de la pequeña choza en que la guardaban. Aun así, no le creía capaz de abrasar a su hermano hasta matarlo.

—Sea cual sea la causa del fuego —dije, con rostro ceñudo—, no augura nada bueno.

El fuego acababa de iniciarse, pero la techumbre debía de estar muy reseca porque las llamas se extendían con inusual rapidez. El incendio adquiría cada vez mayores proporciones, iluminando la cima por completo y proyectando sus sombras hasta el terreno bajo y pantanoso de Caninga.

—Se darán cuenta de que estamos aquí, mi señor —dijo, nervioso, Clapa.

—Habrá que correr ese riesgo —repliqué, confiando en que los hombres que se encontraban a bordo del barco que obturaba el canal estuvieran contemplando el fuego en vez de acechar a posibles enemigos procedentes del islote.

Pensé que era el momento de llegar a la orilla sur de la ensenada, donde, atada a una enorme estaca, reposaba la gran cadena que sujetaba el barco frente a los embates de la marea. Bastaba con cortar o soltar aquella cadena, y el barco, retenido por la cadena que unía la popa al poste clavado en la orilla norte, se dejaría llevar por la marea decreciente, desviándose y dejando el paso expedito.

—Vamos allá —dije. Gracias a la luz que nos proporcionaba tan colosal hoguera, echamos a andar tranquilamente por la senda de las ovejas. No perdía de vista el horizonte por el este, donde el cielo empalidecía por momentos. Pronto amanecería, pero el sol aún tardaría en asomar. En un momento dado, me pareció atisbar nuestro barco, su severa silueta negra recortada contra destellos grises y oscuros, pero no pondría la mano en el fuego por asegurar que lo había visto.

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