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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (46 page)

BOOK: La canción de la espada
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A medida que nos acercábamos al barco-esclusa amarrado, nos apartamos del camino de ovejas para seguir entre altos juncales que nos ocultaban por completo. Los pájaros piaban de nuevo. Nos deteníamos cada poco y echaba un vistazo por encima de los juncos para asegurarme de que los tripulantes del barco no dejaban de mirar a la cima de la colina en llamas. El fuego se había extendido, y las nubes tintadas de rojo hacían que el cielo pareciese un infierno. Llegamos al borde de los juncales, y nos engurruñamos: nos encontrábamos a unos cien pasos del enorme poste al que estaba amarrada la proa.

—Quizá no tengamos que recurrir a vuestra hacha —le comenté a Clapa; la habíamos llevado por si había que cortar los eslabones de hierro macizo.

—¿Acaso pensáis romper la cadena a mordiscos, mi señor? —se interesó Rypere, con tono burlón.

—Si os subís a la espalda de Clapa —le dije, dándole un pescozón afectuoso— podríais sacar la cadena del poste en cuestión de segundos.

—Habría que hacerlo antes de que saliera el sol —recalcó Clapa.

—No debemos dejarles tiempo para que vuelvan a amarrar el barco —contesté, mientras no dejaba de preguntarme si había llevado bastantes hombres conmigo. En ese instante, comprobé que no.

No estábamos solos en Caninga. Me di cuenta de que había alguien más, y le di un manotazo a Clapa en el brazo para que callase la boca. Todo lo que hasta ese momento había discurrido con facilidad se torció en cuestión de un instante.

Unos hombres venían corriendo por la orilla sur de la ensenada. Eran seis, armados con espadas y hachas, y marchaban hacia la estaca que era nuestra meta. Entonces entendí lo que estaba pasando, o me imaginé que así era, porque en aquel momento todo el futuro dependía de mí. Disponía de un fugaz instante para tomar una decisión, y me imaginé a las tres Hilanderas, sentadas al pie de Yggdrasil, que ya sabían que si tomaba la opción equivocada, ésa que ellas ya conocían, todos mis propósitos se quedarían en agua de borrajas.

Llegué a pensar que Erik había decidido despejar el canal, que no había confiado en que yo apareciese o que había encontrado la manera de dejar expedita la salida sin atacar a los hombres de su hermano. A lo mejor aquellos seis hombres eran guerreros de Erik. A lo peor, no.

—Acabad con ellos —ordené, casi sin saber lo que decía, dándome cuenta apenas de la decisión que acababa de tomar.

—¿Mi señor? —se sorprendió Clapa.

—¡Ahora mismo, rápido, manos a la obra! —grité, dispuesto ya al ataque.

Mientras nosotros corríamos hacia la estaca, los tripulantes del barco-esclusa arrojaban lanzas contra aquellos seis hombres, pero ninguna dio en el blanco. Ágil y rápido, Rypere tomó la delantera, pero lo retuve con la mano izquierda antes de empuñar a
Hálito-de-Serpiente
.

Y a esa hora indecisa que antecede al amanecer, llegó la muerte a orillas de un pantano. Los seis hombres llegaron al poste antes que nosotros; uno de ellos, un individuo alto, descargó el hacha de guerra que llevaba contra la cadena que rodeaba el poste, pero una lanza arrojada desde el barco fue a darle en el muslo, y retrocedió, tambaleándose y maldiciendo, mientras sus cinco compañeros se volvían sorprendidos para encontrarse con nosotros de frente. Los habíamos pillado por sorpresa.

Grité con todas mis fuerzas, lancé un grito incoherente y me planté delante de ellos. Fue una locura atacar así. Podían haberme traspasado la barriga y dejarme en el sitio, retorciéndome en mi propia sangre, pero los dioses estaban de mi parte. Dejé caer mi espada contra el tachón de un escudo, el hombre retrocedió, cayó al suelo y le seguí, confiado en que Rypere y Clapa mantendrían ocupados a sus cuatro compañeros. Clapa blandía su enorme hacha, y Rypere ejecutaba el baile de la espada, que Finan le había enseñado. Cargué con
Hálito-de-Serpiente
contra el hombre caído y su hoja fue a estrellarse contra su yelmo, lo que le hizo caer de espaldas de nuevo. En ese momento, me volví para arremeter contra el hombre alto que había tratado de cortar la cadena.

Me plantó cara blandiendo el hacha. Había luz suficiente como para fijarme en los rizos de pelo rojo que le asomaban por el borde del casco y en la barba pelirroja que le sobresalía por debajo de las baberas. Era Eilaf
el Rojo
, uno de los hombres leales a Haesten y, en ese instante, me hice una idea de lo que había ocurrido en aquella hora incierta de la mañana.

Haesten había provocado el incendio, se había llevado a Æthelflaed y quería dejar libre el canal para huir con sus barcos.

O sea, que debíamos dejar el canal como estaba, atorado. Habíamos acudido con la intención de abrirlo, pero no nos quedaba más remedio que ponernos de parte de Sigefrid y mantenerlo cerrado. Espada en mano, ataqué a Eilaf, que supo esquivar el tajo y dirigió el hacha contra mi cintura, un golpe asestado con tan poca fuerza que, gracias a la capa y a la cota de malla que llevaba, apenas sentí el impacto del filo. Una lanza cayó más allá de donde yo estaba; la habían lanzado desde el barco; otra más fue a clavarse con fuerza en el poste, y allí quedó vibrando. Dando traspiés en aquel terreno pantanoso, fui a tropezar delante de Eilaf.

Se movió con rapidez, y yo no llevaba escudo. Blandió el hacha y me agaché de espaldas a él; luego apunté la doble hoja de
Hálito-de-Serpiente
contra su vientre, pero paró el golpe con el escudo. Oí que alguien chapoteaba a mis espaldas, y pensé que eran los tripulantes del barco-esclusa, que venían a ayudarnos. Se oyó un grito donde Clapa y Rypere estaban peleando, pero no tuve tiempo de ver qué pasaba. Ataqué de nuevo con la espada, más rápida que cualquier hacha, mientras Eilaf el Rojo aún mantenía el brazo derecho hacia atrás, desplazando el escudo para zafarse de mi acero; pero la alcé con rapidez, la deslicé arañando y rodeando el reborde de hierro y le clavé la punta en la cabeza por debajo del casco.

Oí un chasquido de huesos. El hacha se me venía encima; la atrapé por el mango con la mano izquierda y la mantuve en alto, mientras Eilaf se tambaleaba con los ojos vidriosos a causa del golpe que le había asestado. Le di una patada en la pierna traspasada por la lanza, blandí a
Hálito-de-Serpiente
a mi antojo y se la clavé. Le atravesó la cota de malla y se revolvió como una anguila presa de una lanza; cayó en el barro y trató de arrebatarme el mango del hacha. Con la frente cubierta de sangre, no dejaba de bramar contra mí. Lo maldije, le aparté la mano del mango del arma, le asesté un tajo en la garganta y me quedé a contemplar cómo estiraba la pata. Le arrebaté el casco que cubría su cabeza ensangrentada, mientras los tripulantes del barco-esclusa, decididos a acabar con los hombres de Eilaf, me dejaron atrás. Aunque todavía goteaba, me lo puse por encima del verdugo, con la esperanza de que las baberas me cubrieran el rostro.

Los hombres del barco bien podrían haberme visto durante el banquete de Sigefrid y no dudarían en dirigir sus espadas contra mí, si llegaban a darse cuenta de quién era. Los diez u once tripulantes dieron buena cuenta de los cinco acompañantes de Eilaf
el Rojo
, pero no antes de que Clapa cayese herido de muerte. El pobre Clapa, tan obtuso, tan amable, tan valiente, yacía en el suelo con la boca abierta, mientras la sangre le corría por las barbas. Observé que su cuerpo aún temblaba, me situé de un brinco a su lado, le coloqué en la mano derecha una espada que encontré por allí y le apreté los dedos alrededor de la empuñadura. Un hachazo le había dado de lleno en el pecho, que ya no era sino un amasijo ensangrentado y palpitante de costillas, pulmones y cota de malla.

—¿Quién sois? —preguntó alguien a voz en grito.

—Ragnar Olafson —se me ocurrió decir.

—¿Qué hacéis aquí?

—Encallamos en la costa, y vinimos en busca de ayuda —repliqué.

Rypere lloraba desconsolado. Sostenía la mano izquierda de Clapa y no dejaba de repetir el nombre de su amigo.

Se hacen buenas amistades en combate. Nos gastamos bromas, nos tomamos el pelo y nos insultamos, pero también hacemos amigos. Durante la lucha, llegamos a querernos como hermanos. Clapa y Rypere se habían hecho amigos del alma en esas circunstancias, y en aquellos momentos, cuando Clapa, que era danés, se estaba muriendo, Rypere, que era sajón, lloraba a su lado. No eran lágrimas de tristeza, sino de rabia. Mientras sostenía apretada con fuerza al pomo de la espada la mano moribunda de su amigo, observé que Rypere empuñaba la suya por la hoja y la alzaba al cielo, al tiempo que decía «Señor». Me volví, y comprobé que llegaban más hombres por la ribera.

Haesten había enviado un barco para dejar expedito el canal. La nave había encallado a unos cincuenta pasos de la orilla. A lo lejos, un puñado de barcos se mantenía a la espera, dispuestos a salir al mar en cuanto el canal quedase despejado. Haesten y los suyos huían de Beamfleot, llevándose a Æthelflaed con ellos. Más allá de la ensenada, en la escarpada colina que se alzaba a los pies de la cabaña incendiada, los hombres de Sigefrid y Erik corrían temerariamente por la empinada ladera para dar caza al traidor Haesten, mientras sus nutridas tropas llegaban al sitio en que nos encontrábamos.

—¡Muro de escudos! —gritó alguien. No sé quién lo hizo. Sólo recuerdo que pensé que moriría en aquella cenagosa ribera, que acaricié la mejilla ensangrentada de Clapa, que me fijé en su hacha abandonada en el lodo y que sentí la misma rabia que Rypere. Enfundé a
Hálito-de-Serpiente
y agarré con fuerza aquella enorme y larga hacha de guerra, de anchas hojas.

La tripulación de Haesten llegó dando aullidos, espoleada por las prisas de huir de la ensenada antes de que los hombres de Sigefrid hiciesen una carnicería. Haesten hacía cuanto estaba en su mano por retrasar a sus perseguidores, quemando los barcos de Sigefrid que permanecían varados en el extremo más alejado de la ensenada. Sólo a medias me daba cuenta de aquellos nuevos incendios, de las llamas que se alzaban con rapidez por los aparejos embreados, del humo que flotaba por encima de la marea ascendente. No tenía tiempo de mirar, sólo de abrazarme a los demás y frenar a aquellos hombres vociferantes.

Cargaron contra nosotros en el último momento. Todos podríamos haber muerto en aquel lugar, pero quienquiera que diera la orden de formar un muro de escudos había escogido bien el sitio porque, a nuestros pies, se hallaba una de las muchas zanjas que, serpenteantes, discurrían por Caninga. No era tanto un surco cuanto un riachuelo de lodo, pero nuestros atacantes trastabillaron en sus resbaladizas vertientes, momento que aprovechamos para abalanzarnos contra ellos gritando como posesos, y la furia que sentía en mi interior dio paso al encarnizamiento de la batalla. Blandí mi enorme hacha contra un hombre que trataba de recuperar el equilibrio, y mi grito de guerra se convirtió en un alarido de triunfo, cuando descargué la hoja sobre su casco, le abrí la cabeza y se la partí en dos. Brotó un chorro de sangre negra, mientras yo seguía gritando y agitaba el hacha, dispuesto a blandiría de nuevo. Sólo sentía locura, cólera, desesperación, la euforia del combate, la borrachera de la sangre. Éramos guerreros dispuestos a matar; el muro de escudos había avanzado hasta el borde de la zanja donde se revolcaban nuestros enemigos, y perpetramos una espantosa carnicería: aceros a la luz de la luna, chorros de sangre negra y gritos humanos, tan feroces como los de aves salvajes en la oscuridad.

Nos excedían en número y en todos los frentes. De no haber saltado más hombres del barco amarrado, que echaron a correr por la marisma atacando a quienes nos acosaban por el flanco izquierdo, habríamos perdido la vida alrededor de aquel poste del que pendía la cadena que sujetaba el barco. Aun así, los hombres de Haesten eran muy superiores en número y, pisoteando a sus compañeros moribundos, los guerreros de las filas posteriores avanzaron dispuestos a todo. Arremetieron con tanta fuerza y tan bien pertrechados que no nos quedó más remedio que retroceder. A pesar de que un lancero que quedaba fuera de mi alcance no dejaba de acosarme con su arma, yo blandía el hacha con las dos manos y, aullando sin parar, acoquinaba con mis mandobles a todo aquél que se me ponía por delante. No llevaba escudo pero a mi lado estaba Rypere, que se había apoderado de uno tirado en el suelo y hacía todo lo que podía para protegerme. Sin embargo, el guerrero se las compuso para esquivarlo y acertó a propinarme un tajo en la pantorrilla. Alcé el hacha y se la aplasté contra la cara, al tiempo que desenvainaba a
Hálito-de-Serpiente
para que berrease a placer su canción guerrera. La herida que había sufrido carecía de importancia, no así las que infligía mi espada. Un hombre cegado de cólera y con la boca abierta, que dejaba al descubierto unas encías desdentadas, trató de propinarme un hachazo, pero
Hálito-de-Serpiente
lo dejó seco en el sitio, con tanta elegancia y desenvoltura que prorrumpí en una risotada triunfal al sacar la espada de su vientre. «¡Ya son nuestros!», bramé en inglés, sin que nadie lo advirtiese. Aunque nuestro pequeño muro de escudos seguía resistiendo al pie del enorme poste, nuestros enemigos nos superaban por el flanco izquierdo, y los hombres que se encontraban en esa posición, atacados por dos frentes, abandonaron el muro y echaron a correr. Retrocedimos a trompicones tras sus pasos. No dejábamos de parar mandobles con los escudos, aunque nos destrozaban los bordes a hachazos, mientras se escuchaba el entrechocar de espadas. Incapaces de aguantar la presión de tantos hombres, retrocedimos hasta más allá del madero que hacía las veces de amarre. Para entonces ya había suficiente claridad, y reparé en el limo verdoso que recubría la base del poste al que seguía atada la cadena herrumbrosa.

Los hombres de Haesten celebraron la victoria con grandes alaridos, con la boca abierta de par en par y los ojos brillantes, en los que se reflejaba la luz que asomaba por el este. Sabían que habían ganado y que nosotros huíamos. No se me ocurre nada mejor para describir aquel momento, justo antes del amanecer. Sesenta o setenta hombres se disponían a liquidarnos, tras haber acabado con unos cuantos tripulantes del barco-esclusa. Los que quedábamos corríamos hacia la playa, un espeso barrizal, y pensé de nuevo que mi vida terminaría allí donde el mar discurre por las ondulaciones de los bajíos. Pero nuestros atacantes, satisfechos al ver cómo nos retirábamos, se volvieron hacia el poste y la cadena. Algunos nos miraban y nos provocaban para que volviésemos a tierra firme y nos enfrentásemos con ellos, mientras otros la emprendían a golpes de hacha con la cadena. Más allá, en la negrura de la parte más oscura del cielo, mientras desaparecían las últimas estrellas, atisbé los barcos de Haesten a la espera de salir al mar.

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