—Y así —dijo el trovador con el noble y la mujer cogidos de la mano—, se repartieron la ciudad de Tebas y todas las villas y los castillos del ducado, y dieron a todas las mujeres por esposas a los de la compañía de almogávares, a cada uno según cuan buen hombre fuera.
Mientras el trovador cantaba la Crónica de Muntaner, sus ayudantes elegían hombres y mujeres del público y los colocaban en dos filas enfrentadas. Muchos querían ser seleccionados: estaban en el ducado de Atenas, ellos eran los catalanes que habían vengado la muerte de Roger de Flor. El grupo de bastaixos llamó la atención de los ayudantes. El único soltero era Arnau y sus compañeros lo levantaron y lo señalaron como candidato a disfrutar de la fiesta. Los ayudantes lo eligieron para alegría de sus compañeros, que rompieron a aplaudir. Arnau salió al escenario. Cuando el joven se colocó en la fila de los almogávares, una mujer se levantó de entre el público clavando sus inmensos ojos castaños en el joven bastaix. Los ayudantes la vieron. Nadie podía dejar de verla, bella y joven como era y exigiendo altivamente que la eligieran. Cuando los ayudantes se dirigieron a ella, un anciano malhumorado la agarró del brazo e intentó sentarla de nuevo, lo que despertó la risa entre la gente. La muchacha aguantó los tirones del viejo. Los ayudantes miraron al trovador y éste los azuzó con un gesto; no te preocupe humillar a alguien, le habían enseñado, si con ello te ganas a la mayoría, y la mayoría se reía del anciano, que, ya en pie, luchaba con la joven.
—Es mi esposa —le recriminó a uno de los ayudantes mientras forcejeaba con él.
—Los vencidos no tienen esposas —contestó el trovador desde lejos—. Todas las mujeres del ducado de Atenas son para los catalanes.
El anciano titubeó, momento que los ayudantes aprovecharon para arrebatarle a la muchacha y colocarla en la fila de las mujeres entre los vítores de la gente.
Mientras el trovador seguía con su representación, entregaba las atenienses a los almogávares y levantaba gritos de alegría con cada nuevo matrimonio, Arnau y Aledis se miraban a los ojos. «¿Cuánto tiempo ha transcurrido, Arnau? —le preguntaron aquellos ojos castaños—. ¿Cuatro años?». Arnau miró a los bastaixos, que le sonreían y animaban; evitó, sin embargo, enfrentarse a Joan. «Mírame, Arnau». Aledis no había abierto la boca pero su exigencia llegó a él clamorosamente. Arnau se perdió en los ojos de ella. El valenciano tomó la mano de la muchacha y la hizo atravesar el espacio que separaba las filas. Levantó la mano de Arnau y apoyó la de Aledis sobre la del bastaix.
Un nuevo clamor se elevó. Todas las parejas estaban en fila, encabezadas por Arnau y Aledis y encaradas hacia el público. La joven sintió que todo su cuerpo temblaba y apretó suavemente la mano de Arnau mientras el bastaix observaba de reojo al anciano, que, de pie entre la gente, lo atravesaba con la mirada.
—Así ordenaron su vida los almogávares —siguió cantando el trovador señalando a las parejas—. Se establecieron en el ducado de Atenas y allí, en el lejano Oriente, siguen viviendo para grandeza de Cataluña.
El Pla d'en Llull se levantó en aplausos. Aledis llamó la atención de Arnau apretándole la mano. Ambos se miraron. «Tómame, Arnau», le rogaron los ojos castaños. De repente, Arnau notó la mano vacía. Aledis había desaparecido; el viejo la había agarrado por el cabello y tiraba de ella, entre las chanzas del público, en dirección a Santa María.
—Unas monedas, señor —le pidió el trovador acercándosele.
El viejo escupió y siguió tirando de Aledis.
—¡Ramera! ¿Por qué lo has hecho?
El viejo maestro curtidor aún tenía fuerza en los brazos, pero Aledis no sintió la bofetada.
—No…, no lo sé. La gente, los gritos; de repente me he sentido en el Oriente… ¿Cómo iba a dejar que lo entregasen a otra?
—¿En el Oriente? ¡Puta!
El curtidor agarró una tira de cuero y Aledis olvidó a Arnau.
—Por favor, Pau. Por favor. No sé por qué lo he hecho. Te lo juro. Perdóname. Te lo ruego, perdóname. —Aledis se hincó de rodillas frente a su marido y bajó la cabeza. La tira de cuero tembló en la mano del anciano.
—Permanecerás en esta casa, sin salir de ella hasta que yo te lo diga —cedió el hombre.
Aledis no dijo nada más ni se movió hasta que escuchó el ruido de la puerta que daba a la calle.
Hacía cuatro años que su padre la había entregado en matrimonio. Sin dote alguna, aquél fue el mejor partido que Gastó pudo conseguir para su hija: un viejo maestro curtidor, viudo y sin hijos. «Algún día heredarás», le dijo por toda explicación. No añadió que entonces él, Gastó Segura, ocuparía el lugar del maestro y se haría con el negocio, pero en su opinión las hijas no necesitaban conocer aquellos detalles.
El día de la boda, el viejo no esperó a que terminase la fiesta para llevar a su joven esposa al dormitorio. Aledis se dejó desnudar por unas manos temblorosas y se dejó besar los pechos por una boca que babeaba. La primera vez que el anciano la tocó, la piel de Aledis se encogió al contacto de aquellas manos callosas y ásperas. Después, Pau la llevó a la cama y se tumbó sobre ella todavía vestido, babeando, temblando, jadeando. El viejo la sobó y mordisqueó sus pechos. Le pellizcó la entrepierna. Después, sobre ella, aún vestido, empezó a jadear más rápido y a moverse hasta que un suspiro lo llevó a la quietud y al sueño.
A la mañana siguiente, Aledis perdió su virginidad bajo la liviandad de un cuerpo frágil y debilitado que la acometía con torpeza. Se preguntó si llegaría a sentir algo que no fuera asco.
Aledis observaba a los jóvenes aprendices de su marido cada vez que por una u otra razón tenía que bajar al taller. ¿Por qué no la miraban? Ella sí los veía. Sus ojos seguían los músculos de aquellos muchachos y se recreaban en las perlas de sudor que les nacían en la frente, les recorrían el rostro, les caían por el cuello y se alojaban en sus torsos, fuertes y poderosos. El deseo de Aledis bailaba al son de la danza que marcaba el constante movimiento de sus brazos mientras curtían la piel, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… Pero las órdenes de su marido habían sido claras: «Diez azotes para quien mire a mi mujer por primera vez, veinte la segunda, el hambre la tercera». Y Aledis seguía, noche tras noche, preguntándose dónde estaba el placer del que le habían hablado, aquel que reclamaba su juventud, aquel que jamás podría proporcionarle el decrépito marido al que la habían entregado. Unas noches el viejo maestro la arañaba con sus manos rasposas, otras la obligaba a masturbarle y otras, apremiándola para que estuviera dispuesta antes de que la debilidad se lo impidiera, la penetraba. Después siempre caía dormido. Una de esas noches, Aledis se levantó en silencio, procurando no despertarlo, pero el viejo ni siquiera cambió de postura.
Bajó al taller. Las mesas de trabajo, recortadas en la penumbra, la atrajeron y se paseó entre ellas deslizando los dedos de una mano por los tableros pulidos. ¿No me deseáis? ¿No os gusto? Aledis estaba soñando con los aprendices, pasando entre sus mesas, acariciándose los pechos y las caderas, cuando un tenue resplandor en la pared de una esquina del taller llamó su atención. Un pequeño nudo de uno de los tablones que separaban el taller del dormitorio de los aprendices había caído. Aledis miró por él. La muchacha se separó del agujero. Temblaba. Volvió a arrimar el ojo al agujero. ¡Estaban desnudos! Por un momento temió que su respiración pudiera delatarla. ¡Uno de ellos se estaba tocando tumbado en el jergón!
—¿En quién piensas? —preguntó el más cercano a la pared en la que se encontraba Aledis—. ¿En la mujer del maestro?
El otro no le contestó y siguió friccionando su pene una y otra vez, una y otra vez… Aledis sudaba. Sin darse cuenta deslizó una mano hasta su entrepierna y, mirando al muchacho que pensaba en ella, aprendió a proporcionarse placer. Estalló antes incluso que el joven aprendiz y se dejó caer al suelo, la espalda apoyada en la pared.
A la mañana siguiente, Aledis pasó por delante de la mesa del aprendiz emanando deseo. Inconscientemente, Aledis se quedó parada delante de la mesa. Al final, el joven levantó la mirada un instante. Ella supo que el chico se había tocado pensando en ella y sonrió.
Por la tarde, Aledis fue llamada al taller. El maestro la esperaba detrás del aprendiz.
—Querida —le dijo cuando llegó a su altura—, ya sabes que no me gusta que nadie distraiga a mis aprendices.
Aledis miró la espalda del muchacho. Diez finas líneas de sangre la cruzaban. No contestó. Esa noche no bajó al taller, tampoco la siguiente ni la otra, pero después sí lo hizo, noche tras noche, para acariciarse el cuerpo con las manos de Arnau. Estaba solo. Se lo habían dicho sus ojos. ¡Tenía que ser suyo!
Barcelona todavía estaba de fiesta.
Era una casa humilde, como todas las de los bastaixos por más que aquélla fuera la de Bartolomé, uno de los prohombres de la cofradía. Como la mayoría de las viviendas de los bastaixos, estaba engastada en las estrechas callejuelas que llevaban desde Santa María, el Born o el Pla d'en Llull a la playa. La planta baja, donde se encontraba el hogar, era de ladrillo de adobe, y la planta superior, construida posteriormente, de madera. Arnau no dejaba de tragar saliva ante la comida que preparaba la mujer de Bartolomé: pan blanco de trigo candeal; carne de ternera con verduras, fritas con tocino delante de los comensales en una gran paella sobre el hogar ¡y especiada con pimienta, canela y azafrán!; vino mezclado con miel; quesos y tortas dulces.
—¿Qué celebramos? —preguntó sentado a la mesa, con Joan enfrente de él, Bartolomé a su izquierda y el padre Albert a la derecha.
—Ya te enterarás —le contestó el cura. Arnau se volvió hacia Joan, pero éste se limitó a callar.
—Ya te enterarás —insistió Bartolomé—; ahora come. Arnau se encogió de hombros mientras la hija mayor de Bartolomé le acercaba una escudilla llena de carne y media hogaza de pan.
—Mi hija María —le dijo Bartolomé.
Arnau movió la cabeza, con la atención fija en la escudilla.
Cuando los cuatro hombres estuvieron servidos y el sacerdote hubo bendecido la mesa, empezaron a dar cuenta de la comida, en silencio. La mujer de Bartolomé, su hija y cuatro chiquillos más lo hicieron en el suelo, repartidos por la estancia, pero sólo comían la consabida olla.
Arnau paladeó la carne con verduras. ¡Qué sabores tan extraños! Pimienta, canela y azafrán; eso era lo que comían los nobles y ricos mercaderes. «Cuando los barqueros descargamos alguna de estas especias —le habían explicado un día en la playa— rezamos. Si se nos cayesen al agua o se estropeasen no tendríamos dinero para pagar su valor; cárcel segura». Arrancó un pedazo de pan y se lo llevó a la boca; después cogió el vaso de vino con miel… Pero ¿por qué lo miraban? Los tres lo estaban observando, estaba seguro, aunque intentaban disimularlo. Vio que Joan no levantaba la vista de la comida. Arnau volvió a concentrarse en la carne; una, dos, tres cucharadas y de golpe alzó la mirada: Joan y el padre Albert gesticulaban.
—Bien, ¿qué ocurre? —Arnau dejó la cuchara sobre la mesa.
Bartolomé torció el gesto. «¿Qué le vamos a hacer?», pareció decir a los demás.
—Tu hermano ha decidido tomar los hábitos y entrar en la orden de los franciscanos —dijo entonces el padre Albert.
—O sea que era eso. —Arnau cogió el vaso de vino y volviéndose hacia Joan lo levantó con una sonrisa en la boca—. ¡Felicidades!
Pero Joan no brindó con él. Tampoco lo hicieron Bartolomé y el cura. Arnau se quedó con el vaso en alto. ¿Qué sucedía? Salvo los cuatro pequeños, que ajenos a todo seguían comiendo, los demás estaban pendientes de él.
Arnau dejó el vaso sobre la mesa.
—¿Y? —preguntó directamente a su hermano.
—Que no puedo hacerlo. —Arnau torció el gesto—. No quiero dejarte solo. Únicamente tomaré los hábitos cuando vea que estás junto a… una buena mujer, la futura madre de tus hijos.
Joan acompañó sus palabras con una furtiva mirada hacia la hija de Bartolomé, que escondió el rostro.
Arnau suspiró.
—Debes casarte y formar una familia —intervino entonces el padre Albert.
—No puedes quedarte solo —le repitió Joan.
—Me sentiría muy honrado si aceptases a mi hija María como esposa —intervino Bartolomé mirando a la joven, que buscaba el amparo de su madre—. Eres un hombre bueno y trabajador, sano y devoto. Te ofrezco una buena mujer a la que dotaría lo suficiente para que pudieseis optar a una vivienda propia; además, ya sabes que la cofradía da más dinero a los miembros casados.
Arnau no se atrevió a seguir la mirada de Bartolomé.
—Hemos buscado mucho y creemos que María es la persona indicada para ti —añadió el cura. Arnau miró al sacerdote.
—Todo buen cristiano debe casarse y traer hijos al mundo —le indicó Joan.
Arnau volvió el rostro hacia su hermano, pero aún no había acabado éste de hablar cuando una voz a su izquierda reclamó su atención.
—No lo pienses más, hijo —le aconsejó Bartolomé.
—No tomaré los hábitos si no te casas —reiteró Joan.
—Nos harías muy feliz a todos si te convirtieras en un hombre casado —dijo el cura.
—La cofradía no vería con buenos ojos que te negaras a contraer matrimonio y que a causa de ello tu hermano no siguiese el camino de la Iglesia.
Nadie dijo nada más. Arnau frunció los labios. ¡La cofradía! Ya no tenía excusa.
—¿Y bien, hermano? —le preguntó Joan.
Arnau se volvió hacia Joan y se encontró por primera vez con una persona distinta de la que conocía: un hombre que lo interrogaba con seriedad. ¿Cómo no se había dado cuenta? Se había quedado anclado en su sonrisa, en el chiquillo que le había mostrado la ciudad, aquel al que le colgaban las piernas de un cajón mientras el brazo de su madre le acariciaba el cabello. ¡Qué poco habían hablado durante los últimos cuatro años! Siempre trabajando, descargando barcos, volviendo a casa al anochecer, destrozado, sin ganas de hablar, con el deber cumplido. Ciertamente, ya no era el pequeño Joanet.
—¿De verdad dejarías de tomar los hábitos por mí?
De repente estaban los dos solos.
—Sí.
Solos, Joan y él.
—Hemos trabajado mucho por eso.
—Sí.
Arnau se llevó la mano al mentón y pensó durante unos instantes. La cofradía. Bartolomé era uno de sus prohombres, ¿qué dirían sus compañeros? No podía fallarle a Joan, no después de tanto esfuerzo. Y además, si Joan se iba, ¿qué haría él? Se volvió hacia María.