La catedral del mar (29 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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—No la dejes escapar —le aconsejó un segundo.

—¡Es muy bonita! —finalizó un tercero.

Arnau aceleró el paso hasta volver a ponerse a la altura de Aledis.

—¿Qué ocurre?

La muchacha no le contestó. Andaba con el rostro escondido y los brazos cruzados sobre la camisa, pero tampoco tomó el camino de vuelta a casa. Así siguieron paseando, con el rumor de las olas por toda compañía.

20

Aquella misma noche, mientras cenaban junto al hogar, la muchacha premió a Arnau con un segundo más de lo necesario, un segundo en el que mantuvo sus enormes ojos castaños fijos en él.

Un segundo en el que Arnau volvió a escuchar el mar mientras él se hundía en la arena de la playa. Desvió la mirada hacia los demás para comprobar si alguien se había percatado del descaro: Gastó continuaba charlando con Pere y nadie parecía prestarle mayor atención. Nadie parecía escuchar las olas.

Cuando Arnau se atrevió a volver a mirar a Aledis, estaba cabizbaja y jugueteaba con la comida de su escudilla.

—¡Come, niña! —le ordenó Gastó el curtidor al ver que movía el cucharón sin llevárselo a la boca—; la comida no es para jugar.

Las palabras de Gastó devolvieron a Arnau a la realidad y, durante el resto de la cena, Aledis no sólo no volvió a mirar a Arnau sino que lo rehuyó de forma patente.

Aledis tardó algunos días en volver a dirigirse a Arnau en la silenciosa manera en que lo había hecho aquella noche tras el paseo por la playa. En las escasas ocasiones en las que se encontraban, Arnau deseaba volver a sentir fijos en él los ojos castaños de Aledis, pero la muchacha se zafaba torpemente y escondía la mirada.

—Adiós, Aledis —le dijo distraídamente una mañana al abrir la puerta para dirigirse hacia la playa.

Coincidió que ambos estaban solos en aquel momento. Arnau fue a cerrar la puerta tras de sí pero algo indefinible lo impelió a volverse a mirar a la muchacha, y allí estaba ella, junto al hogar, erguida, preciosa, invitándolo con sus ojos castaños.

¡Por fin! Por fin. Arnau se sonrojó y bajó la mirada. Azorado, intentó cerrar la puerta y a medio movimiento algo volvió a reclamar su atención: Aledis seguía allí, llamándolo con sus grandes ojos castaños, y sonriendo. Aledis le sonreía.

Su mano resbaló del pestillo de la puerta, él trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo. No se atrevió a mirarla de nuevo y escapó a paso ligero hacia la playa dejando la puerta abierta.

—Se avergüenza —le susurró Aledis a su hermana esa misma noche, antes de que sus padres y su hermano se retirasen, tumbadas las dos en el jergón que compartían.

—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó ésta—. Es un bastaix. Trabaja en la playa y lleva piedras a la Virgen. Tú sólo eres una niña. Él es un hombre —añadió con un deje de admiración.

—Tú sí que eres una niña —le espetó Aledis.

—¡Vaya, habló la mujer! —contestó Alesta dándole la espalda y utilizando la misma expresión que empleaba su madre cuando alguna de las dos reclamaba algo que por edad no les correspondía.

—Vale, vale —repuso Aledis.

«“Habló la mujer”. ¿Acaso no lo soy?». Aledis pensó en su madre, en las amigas de su madre, en su padre. Quizá…, quizá su hermana tuviera razón. ¿Por qué alguien como Arnau, un bastaix que había demostrado a Barcelona entera su devoción por la Virgen de la Mar, iba a avergonzarse porque ella, una niña, lo mirara?

—Se avergüenza. Te aseguro que se avergüenza —insistió Aledis la noche siguiente.

—¡Pesada! ¿Por qué iba a avergonzarse Arnau?

—No lo sé —contestó Aledis—, pero lo hace. Se avergüenza de mirarme. Se avergüenza cuando lo miro. Se azora, se pone colorado, me rehuye…

—¡Estás loca!

—Quizá lo esté, pero…

Aledis sabía lo que decía. Si la noche anterior su hermana logró sembrar la duda, ahora no lo iba a conseguir. Lo había comprobado. Observó a Arnau, buscó el momento oportuno, cuando nadie los podía sorprender, y se acercó a él, tanto como para notar el olor de su cuerpo. «Hola, Arnau». Fue un simple hola, un saludo acompañado de una mirada tierna, cercana, lo más cercana que pudo, rozándolo casi, y Arnau volvió a sonrojarse, a rehuir su mirada y a esconderse de su presencia. Al ver que se alejaba, Aledis sonrió, orgullosa de un poder hasta entonces desconocido.

—Mañana lo comprobarás —le dijo a su hermana.

La indiscreta presencia de Alesta la animó a llevar más lejos su breve coqueteo; no podía fallar. Por la mañana, cuando Arnau se disponía a salir de la casa, Aledis le cerró el paso plantándose ante la puerta y apoyándose en ella. Lo había planeado una y mil veces mientras su hermana dormía.

—¿Por qué no quieres hablar conmigo? —le dijo con voz melosa, mirándolo a los ojos una vez más.

Ella misma se sorprendió de su atrevimiento. Había repetido aquella simple frase tantas veces como ocasiones se había preguntado si sería capaz de decirla sin titubear. Si Arnau le contestaba, ella se encontraría indefensa, pero para su satisfacción no fue así. Consciente de la presencia de Alesta, Arnau se volvió instintivamente hacia Aledis con el consabido rubor adornando sus mejillas. No podía salir y tampoco se atrevía a mirar a Alesta.

—Yo sí…, yo…

—Tú, tú, tú —lo interrumpió Aledis, crecida—, tú me rehuyes. Antes hablábamos y nos reíamos y ahora, cada vez que intento dirigirme a ti…

Aledis se irguió tanto como le fue posible y sus jóvenes pechos se mostraron firmes a través de la camisa. A pesar de la basta tela, sus pezones se marcaron como dardos. Arnau los vio y ni todas las piedras de la cantera real hubieran podido desviar su mirada de lo que Aledis le ofrecía. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¡Niñas!

La voz de Eulália, que bajaba por la escalera, los devolvió a todos a la realidad. Aledis abrió la puerta y salió a la calle antes de que su madre llegara a la planta baja. Arnau se volvió hacia Alesta, que todavía observaba la escena boquiabierta, y salió a su vez de la casa. Aledis ya había desaparecido.

Esa noche las hermanas cuchichearon, sin encontrar respuestas a las preguntas que les suscitaba aquella nueva experiencia y que no podían compartir con nadie. De lo que sí estaba segura Aledis, aunque no sabía cómo explicárselo a su hermana, era del poder que su cuerpo ejercía sobre Arnau. Aquella sensación la satisfacía, la llenaba por completo. Se preguntó si todos los hombres reaccionarían igual, pero no se imaginó frente a otro que no fuera Arnau; jamás se le hubiera ocurrido actuar de forma parecida con Joan o con alguno de los aprendices de curtidor amigos de Simó; sólo imaginárselo… Sin embargo, con Arnau, algo en su interior se liberaba…

—¿Qué le pasa al muchacho? —le preguntó Josep, prohombre de la cofradía, a Ramón.

—Pues no lo sé —le contestó éste con sinceridad.

Los dos hombres miraron hacia los barqueros, donde se encontraba Arnau exigiendo con aspavientos que le cargaran uno de los fardos más pesados. Cuando lo consiguió, Josep, Ramón y sus demás compañeros lo vieron partir con paso titubeante, los labios apretados y el rostro congestionado.

—No aguantará mucho este ritmo —sentenció Josep.

—Es joven —intentó defenderlo Ramón.

—No aguantará.

Todos lo habían notado. Arnau exigía los fardos y las piedras más pesadas y los transportaba como si le fuera la vida en ello. Volvía al lugar de carga casi corriendo, y reclamaba de nuevo más peso del que le convenía. Al acabar la jornada, se arrastraba derrengado hasta la casa de Pere.

—¿Qué pasa, muchacho? —se interesó Ramón al día siguiente, mientras ambos cargaban fardos hasta los depósitos municipales.

Arnau no contestó. Ramón dudó si su silencio se debía a que no quería hablar o que, por algún motivo, no podía hacerlo. Volvía a tener el rostro congestionado a causa del peso que cargaba sobre sus espaldas.

—Si tienes algún problema, yo podría…

—No, no —logró articular Arnau.

¿Cómo contarle que su cuerpo ardía de deseo por Aledis? ¿Cómo contarle que sólo encontraba calma cargando más y más peso sobre sus espaldas hasta que su mente, obsesionada por llegar, lograba olvidar sus ojos, su sonrisa, sus pechos, su cuerpo entero? ¿Cómo contarle que, cada vez que Aledis jugaba con él, perdía el dominio de sus pensamientos y la veía desnuda, a su lado, acariciándolo? Entonces recordaba las palabras del cura sobre las relaciones prohibidas: «¡Pecado! ¡Pecado!», advertía con voz firme a sus feligreses. ¿Cómo contarle que deseaba llegar a su casa roto para caer rendido en el jergón y poder conciliar el sueño pese a la cercanía de aquella muchacha?

—No, no —repitió—. Gracias…, Ramón.

—Reventará —insistió Josep al final de aquella jornada. En esa ocasión Ramón no se atrevió a llevarle la contraria.

—¿No crees que te estás excediendo? —le preguntó una noche Alesta a su hermana.

—¿Por qué?

—Si padre se enterase…

—¿De qué tendría que enterarse?

—De que quieres a Arnau.

—¡Yo no quiero a Arnau! Solamente…, solamente… Me siento bien, Alesta. Me gusta. Cuando me mira…

—Lo quieres —insistió la pequeña.

—No. ¿Cómo explicártelo? Cuando veo que él me mira, cuando se sonroja, es como si un gusanillo me recorriera todo el cuerpo.

—Lo quieres.

—No. Duérmete. ¿Qué sabrás tú? Duérmete.

—Lo quieres, lo quieres, lo quieres.

Aledis decidió no contestar, pero ¿lo quería? Sólo disfrutaba sabiéndose mirada y deseada. Le complacía que los ojos de Arnau no pudieran apartarse de su cuerpo; la satisfacía su evidente desazón cuando ella dejaba de tentarlo: ¿era eso querer? Aledis intentó encontrar respuesta, pero no transcurrió mucho tiempo antes de que su mente volviera a vagar por aquella satisfacción antes de caer dormida.

Una mañana, Ramón abandonó la playa en cuanto vio salir a Joan de casa de Pere.

—¿Qué le sucede a tu hermano? —le preguntó aun antes de saludarlo.

Joan pensó unos segundos.

—Creo que se ha enamorado de Aledis, la hija de Gastó el curtidor.

Ramón soltó una carcajada.

—Pues ese amor lo está volviendo loco —le advirtió—. Como siga así reventará. No se puede trabajar a ese ritmo. No está preparado para ese esfuerzo. No sería el primer bastaix que se rompiese…, y tu hermano es muy joven para quedar tullido. Haz algo, Joan.

Esa misma noche Joan intentó hablar con su hermano.

—¿Qué te sucede, Arnau? —le preguntó desde su jergón.

Éste guardó silencio.

—Debes contármelo. Soy tu hermano y quiero…, deseo ayudarte. Tú siempre has hecho lo mismo conmigo. Permíteme compartir tus problemas.

Joan dejó que su hermano pensase en sus palabras.

—Es…, es por Aledis —reconoció. Joan no quiso interrumpirlo—. No sé qué me pasa con esa muchacha, Joan. Desde el paseo por la playa… algo ha cambiado entre nosotros. Me mira como si quisiera…, no sé. También…

—También ¿qué? —le preguntó Joan al ver que su hermano callaba.

«¡No pienso contarle nada aparte de las miradas!», decidió al momento Arnau con los pechos de Aledis en su memoria.

—Nada.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Pues que tengo malos pensamientos, la veo desnuda. Bueno, me gustaría verla desnuda. Me gustaría…

Joan había instado a sus maestros a profundizar en el asunto y ellos, sin saber que su interés respondía a la preocupación que le causaba su hermano y al temor de que el muchacho pudiera caer en la tentación y salirse del camino que tan decididamente había iniciado, se extendieron en explicaciones acerca de las teorías sobre el carácter y la perniciosa naturaleza de la mujer.

—No es culpa tuya —sentenció Joan.

—¿No?

—No. La malicia —le explicó susurrando a través de la chimenea a cuyos lados dormían— es una de las cuatro enfermedades naturales del hombre que nacen con nosotros por culpa del pecado original, y la malicia de la mujer es mayor que cualquiera de las malicias que existen en el mundo. —Joan repetía de memoria las explicaciones de sus maestros.

—¿Cuáles son las otras tres enfermedades?

—La avaricia, la ignorancia y la apatía o incapacidad para hacer el bien.

—Y ¿qué tiene que ver la malicia con Aledis?

—Las mujeres son maliciosas por naturaleza y disfrutan tentando al hombre hacia los caminos del mal —recitó Joan.

—¿Por qué?

—Pues porque las mujeres son como aire en movimiento, vaporosas. No cesan de ir de un lado para otro como si fueran corrientes de aire. —Joan recordó al sacerdote que había hecho aquella comparación: sus brazos, con las manos extendidas y los dedos vibrando sin cesar, revolotearon alrededor de su cabeza—. En segundo lugar —recitó—, porque las mujeres, por naturaleza, por creación, tienen poco sentido común y en consecuencia no existe freno a su malicia natural.

Joan había leído todo esto y mucho más, pero no era capaz de expresarlo con palabras. Los sabios afirmaban que la mujer era, también por naturaleza, fría y flemática, y es sabido que cuando algo frío llega a encenderse, arde con mucha fuerza. Según los entendidos, la mujer era, en definitiva, la antítesis del hombre y por lo tanto incoherente y absurda. Sólo había que fijarse en que incluso su cuerpo era opuesto al del hombre: ancho por abajo y delgado por arriba, mientras que el cuerpo de un hombre bien hecho debe ser lo contrario, delgado desde el pecho hacia abajo, ancho de pecho y espaldas, con el cuello corto y grueso y la cabeza grande. Cuando una mujer nace, la primera letra que dice es la «e», que es una letra para regañar, mientras que la primera letra que dice un hombre al nacer es la «a», la primera letra del abecedario y enfrentada con la «e».

—No es posible. Aledis no es así —contradijo Arnau al fin.

—No te engañes. A excepción de la Virgen, que concibió a Jesús sin pecado, todas las mujeres son iguales. ¡Hasta las ordenanzas de tu cofradía así lo entienden! ¿Acaso no prohíben las relaciones adúlteras? ¿Acaso no ordenan la expulsión de quien tenga una amiga o conviva con una mujer deshonesta?

Arnau no podía enfrentarse a aquel argumento. Desconocía las razones de sabios y filósofos y, por más que Joan se empeñara, podía hacer caso omiso de ellas, pero de las enseñanzas de la cofradía no. Esas reglas sí que las conocía. Los prohombres de la cofradía lo habían puesto al corriente de ellas y le habían advertido que si las incumplía sería expulsado. ¡Y la cofradía no podía estar equivocada!

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