Arnau pensó en los bastaixos: en cómo miraban hacia la iglesia cuando, encorvados, llegaban hasta Santa María; en cómo sonreían tras descargar las piedras; en la fuerza que demostraban sus espaldas. Estaba seguro de que ellos cuidarían bien de su Virgen.
Lo que les había avanzado Berenguer de Montagut no tardó ni siete días en cumplirse.
—Mañana venid al amanecer —les aconsejó Ángel—; izaremos la clave.
Y allí estaban los niños, corriendo por detrás de todos los operarios reunidos al pie de los andamios. Había más de un centenar de personas, entre trabajadores, bastaixos y hasta sacerdotes; el padre Albert se había despojado de sus hábitos y aparecía vestido como uno más, con una gruesa pieza de tela roja enrollada en la cintura a guisa de faja.
Arnau y Joanet se metieron entre ellos, saludando a unos y sonriendo a otros.
—Niños —oyeron que les decía uno de los maestros albañiles—, cuando empecemos a izar la clave no quiero veros por en medio.
Los dos asintieron.
—¿Y la clave? —preguntó Joanet, levantando la mirada hacia el maestro.
Corrieron hacia donde el hombre les indicó, al pie del primer andamio, el más bajo de todos.
—¡Virgen! —exclamaron al unísono cuando estuvieron junto a la gran piedra circular.
Muchos hombres la miraban como ellos, pero en silencio; sabían que aquél era un día importante.
—Pesa más de seis mil kilos —les dijo alguien.
Joanet, con los ojos como platos, miró a Ramón, el bastaix al que había visto junto a la piedra.
—No —le dijo éste adivinando sus pensamientos—, ésta no la hemos traído nosotros.
El comentario suscitó algunas risas nerviosas que, sin embargo, cesaron enseguida. Arnau y Joanet vieron cómo los hombres desfilaban, miraban la piedra y levantaban la vista hacia lo alto de los andamios; ¡tenían que izar más de seis mil kilos a una altura de treinta metros tirando de maromas!
—Si algo falla… —oyeron que decía uno de ellos mientras se santiguaba.
—Nos pillará debajo —continuó otro haciendo una mueca con los labios.
Nadie estaba parado; hasta el padre Albert, con su extraña indumentaria, se movía inquieto entre ellos, animándolos, golpeándolos en la espalda y charlando atropelladamente. La iglesia vieja se alzaba entre la gente y los andamios. Muchos miraban hacia ella. Ciudadanos de Barcelona empezaron a arremolinarse a cierta distancia de las obras.
Al fin apareció Berenguer de Montagut y, sin dar tiempo a que la gente lo parase o saludase, se encaramó al andamio más bajo y empezó a dirigirse a los congregados. Mientras él hablaba, varios albañiles que lo acompañaban ataron una gran trócola a la piedra.
—Como veréis —gritó—, en lo alto del andamio se han montado varios polipastos que nos servirán para izar la clave. Las trócolas, tanto las de arriba como las que están atando a la clave, están compuestas por tres órdenes de poleas compuestos a su vez por tres poleas cada uno. Como ya sabéis, no utilizaremos tornos ni ruedas puesto que en todo momento deberemos dirigir la clave lateralmente. Hay tres maromas que pasan por las poleas, suben hasta arriba y vuelven a bajar hasta el suelo —el maestro, seguido por un centenar de cabezas, señaló el recorrido de las maromas—. Quiero que os dividáis en tres grupos a mi alrededor.
Los maestros albañiles empezaron a dividir a la gente. Arnau y Joanet se escabulleron hasta la fachada posterior de la iglesia y allí, con la espalda pegada al muro, siguieron los preparativos. Cuando Berenguer comprobó que se habían formado los tres grupos en su derredor, continuó hablando:
—Cada uno de los tres grupos halará de una de las maromas. Vosotros —añadió dirigiéndose a uno de los grupos— seréis Santa María. Repetid conmigo: ¡Santa María!
Los hombres gritaron Santa María.
—Vosotros, Santa Clara.
El segundo grupo coreó el nombre de Santa Clara.
—Y vosotros, Santa Eulália. Me dirigiré a vosotros por esos nombres. Cuando diga ¡todos!, me estaré refiriendo a los tres grupos. Debéis tirar en línea recta, según se os coloque, sin perder la espalda de vuestro compañero y atendiendo las órdenes del maestro que dirigirá cada fila. Recordad: ¡siempre tenéis que estar rectos! Colocaos en fila.
Cada grupo contaba con un maestro albañil que los organizó en fila. Las maromas ya estaban preparadas y los hombres las agarraron. Berenguer de Montagut no les permitió pensar.
—¡Todos! Empezad a tirar a la orden de ya, suave primero, hasta que notéis la tensión en las cuerdas. ¡Ya!
Arnau y Joanet vieron moverse las filas hasta que las maromas empezaron a tensarse.
—¡Todos! ¡Con fuerza!
Los niños contuvieron la respiración. Los hombres clavaron los talones en la tierra, empezaron a tirar, y sus brazos, sus espaldas y sus rostros se tensaron. Arnau y Joanet fijaron la mirada en la gran piedra. No se movía.
—¡Todos! ¡Más fuerte!
La orden resonó en la explanada. Los rostros de los hombres empezaron a congestionarse. La madera de los andamios crujió y la clave se levantó un palmo del suelo. ¡Seis mil kilos!
—¡Más! —aulló Berenguer sin desviar la atención de la clave.
Otro palmo. Los niños se habían olvidado hasta de respirar.
—¡Santa María! ¡Más fuerte! ¡Más!
Arnau y Joanet dirigieron la mirada hacia la fila de Santa María. Allí estaba el padre Albert, que cerró los ojos y tiró de la cuerda.
—Así, ¡Santa María!, así. ¡Todos! ¡Más fuerza!
La madera siguió crujiendo. Arnau y Joanet miraron hacia los andamios y después a Berenguer de Montagut, que sólo prestaba atención a la piedra, que ya ascendía, lentamente, muy lentamente.
—¡Más! ¡Más! ¡Más! ¡Todos juntos! ¡Con fuerza!
Cuando la clave alcanzó la altura del primer andamio, Berenguer ordenó que las filas dejasen de tirar y aguantasen la piedra en el aire.
—¡Santa María y Santa Eulália, aguantad! —ordenó después—, ¡Santa Clara, halad! —La clave se desplazó lateralmente hasta el mismo andamio desde el que Berenguer daba las órdenes—. ¡Todos ahora! Soltad poco a poco.
Todos, incluidos quienes tiraban de las maromas, contuvieron la respiración cuando la clave se posó sobre el andamio, a los pies de Berenguer.
—¡Despacio! —gritó el maestro de obras.
La plataforma se combó por el peso de la clave.
—¿Y si cede? —le susurró Arnau a Joanet.
Si cediese, Berenguer…
Aguantó. Sin embargo, aquel andamio no estaba preparado para soportar durante mucho tiempo el peso de la clave. Había que llegar hasta arriba, donde, según los cálculos de Berenguer, los andamios aguantarían. Los albañiles cambiaron las maromas hasta el siguiente polipasto y los hombres volvieron a tirar de las cuerdas. El siguiente andamio y el siguiente; los seis mil kilos de piedra se alzaban hasta el lugar en el que confluirían las nervaduras de los arcos, por encima de la gente, en el cielo.
Los hombres sudaban y tenían los músculos agarrotados. De vez en cuando, alguno caía y el maestro de la fila corría para sacarlo de debajo de los pies de los que lo precedían. Algunos ciudadanos fuertes se habían acercado y cuando alguien no podía más, el maestro elegía a alguno de ellos para que ocupase su puesto.
Desde arriba, Berenguer daba las órdenes, que transmitía a los hombres otro maestro situado en un andamio más bajo. Cuando la clave llegó hasta el último andamio, algunas sonrisas aparecieron entre los labios fuertemente apretados, pero aquél era el momento más difícil. Berenguer de Montagut había calculado el lugar exacto en que debía colocarse la clave para que las nervaduras de los arcos se acoplasen a ella perfectamente. Durante días trianguló con cuerdas y estacas entre las diez columnas, echó plomadas desde el andamio y tensó cuerdas y más cuerdas desde las estacas del suelo hasta arriba del andamio. Durante días garabateó sobre los pergaminos, los raspó y volvió a escribir sobre ellos. Si la clave no ocupaba el lugar exacto, no aguantaría los esfuerzos de los arcos y el ábside podía venirse abajo.
Al final, después de miles de cálculos e infinidad de trazas, dibujó el lugar exacto sobre la plataforma del último andamio. Allí debía colocarse la clave, ni un palmo más allá ni un palmo más acá. Los hombres se desesperaron cuando, a diferencia de lo que había sucedido en las demás plataformas, Berenguer de Montagut no les permitió dejar la clave sobre el andamio y continuó dando órdenes:
—Un poco más, Santa María. No. Santa Clara, tirad, ahora aguantad. ¡Santa Eulália!, ¡Santa Clara!, ¡Santa María…! ¡Abajo…!, ¡arriba…! ¡Ahora! —gritó de repente—. ¡Aguantad todos! ¡Abajo! Poco a poco, poco a poco. ¡Despacio!
De repente las maromas dejaron de pesar. En silencio, todos los hombres miraron al cielo, donde Berenguer de Montagut se había acuclillado para comprobar la situación de la clave. Rodeó la piedra, de dos metros de diámetro, se irguió y saludó a los de abajo alzando los brazos.
Arnau y Joanet creyeron notar en sus espaldas, pegadas al muro de la vieja iglesia, el rugido que salió de las gargantas de los hombres que durante horas habían estado tirando de las cuerdas. Muchos se dejaron caer a tierra. Otros, los menos, se abrazaron y saltaron de alegría. Los cientos de espectadores que habían estado siguiendo la operación gritaban y aplaudían, y Arnau sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta y se le erizaba todo el vello del cuerpo.
—Me gustaría ser mayor —le susurró esa noche Arnau a su padre, los dos tumbados en el jergón de paja, rodeados por las toses y ronquidos de esclavos y aprendices.
Bernat intentó adivinar a qué venía aquel deseo. Aquel día, Arnau había llegado exultante y contó mil y una veces cómo se había izado la clave del ábside de Santa María. Hasta Jaume lo escuchó con atención.
—¿Por qué, hijo?
—Todos hacen algo. En Santa María hay muchos niños que ayudan a sus padres o sus maestros, pero Joanet y yo…
Bernat pasó el brazo por los hombros del niño y lo atrajo hacia sí. Lo cierto era que, salvo cuando se le encomendaba alguna tarea esporádica, Arnau se pasaba el día por ahí. ¿Qué podía hacer que fuera de provecho?
—Te gustan los bastaixos, ¿verdad?
Bernat había sentido el entusiasmo con el que contaba cómo aquellos hombres transportaban las piedras hasta la iglesia. Los niños los seguían hasta las puertas de la ciudad, los esperaban allí y los acompañaban de vuelta, a lo largo de la playa, desde Framenors hasta Santa María.
—Sí —contestó Arnau mientras su padre rebuscaba con el otro brazo por debajo del jergón.
—Toma —le dijo entregándole el viejo pellejo de agua que los había acompañado durante su huida. Arnau lo cogió en la oscuridad—. Ofréceles agua fresca; ya verás como no la rechazan y te lo agradecen.
Al día siguiente, al amanecer, como siempre, Joanet ya lo esperaba a las puertas del taller de Grau. Arnau le enseñó el pellejo, se lo colgó del cuello y corrieron a la playa, a la fuente del Ángel, junto a los Encantes, la única que había en el camino de los bastaixos. La siguiente fuente estaba ya en Santa María.
Cuando los niños vieron que se acercaba la fila de bastaixos, andando lentamente, encorvados por el peso de las piedras, subieron a una de las barcas varadas en la playa. El primer bastaix llegó hasta ellos y Arnau le enseñó el pellejo. El hombre sonrió y se detuvo junto a la barca para que Arnau dejase caer el agua directamente en su boca. Los demás esperaron a que el primero dejara de beber; entonces lo hizo el siguiente. De vuelta a la cantera real, libres de peso, los bastaixos se detenían junto a la barca para agradecerles el agua fresca.
Desde aquel día, Arnau y Joanet se convirtieron en los aguadores de los bastaixos. Los esperaban junto a la fuente del Ángel y cuando había que descargar algún navío y los bastaixos no trabajaban para Santa María, los seguían por la ciudad para continuar dándoles agua sin que tuvieran que soltar los pesados fardos que cargaban a sus espaldas.
No dejaron de acercarse a Santa María para observarla, hablar con el padre Albert o sentarse en el suelo y ver cómo Ángel daba cuenta de su almuerzo. Quienquiera que los observase podía ver en sus ojos un brillo diferente cuando miraban hacia la iglesia. ¡Ellos también ayudaban a construirla! Así se lo habían dicho los bastaixos y hasta el padre Albert.
Con la clave en el cielo, los niños pudieron comprobar cómo de cada una de las diez columnas que la rodeaban empezaban a nacer los nervios de los arcos; los albañiles construyeron unas cerchas sobre las que engarzaban una piedra tras otra y que se alzaban en curva, hacia la clave. Por detrás de las columnas, rodeando las ocho primeras, ya se habían erigido los muros del deambulatorio, con los contrafuertes hacia dentro, metidos en el interior de la iglesia. Entre estos dos contrafuertes, les dijo el padre Albert señalándoles dos de ellos, estaría la capilla del Santísimo, la de los bastaixos, donde descansaría la Virgen.
Porque a la vez que nacían los muros del deambulatorio, a la vez que se empezaban a construir las nueve bóvedas apoyadas en las nervaduras que partían de las columnas, se empezó a derruir la vieja iglesia.
—Por encima del ábside —les contó también el sacerdote mientras Ángel asentía a sus palabras—, se construirá la cubierta. ¿Sabéis con qué se hará? —Los niños negaron con la cabeza—. Con todas las vasijas de cerámica defectuosas de la ciudad. Primero se colocarán unos sillares y sobre ellos todas las vasijas, una al lado de la otra, en filas. Y sobre ellas, la cubierta de la iglesia.
Arnau había visto todas esas vasijas amontonadas junto a las piedras de Santa María. Le preguntó a su padre por qué estaban allí, pero Bernat no había sabido responderle.
—Sólo sé —le dijo— que todas las vasijas defectuosas se amontonan a la espera de que vengan a buscarlas. No sabía que se destinaran a tu iglesia.
Así fue como la nueva iglesia fue tomando forma tras el ábside de la vieja, que ya empezaban a derruir con cuidado, para poder utilizar sus piedras. El barrio de la Ribera de Barcelona no quería quedarse sin iglesia, ni siquiera mientras se construía aquel nuevo y magnífico templo mariano, y los oficios religiosos no se suspendieron en ningún momento. Sin embargo, la sensación era extraña. Arnau, como todos, entraba a la iglesia por el portalón abocinado de la pequeña construcción románica y, una vez en su interior, la oscuridad en la que se había refugiado para hablar con su Virgen desaparecía para dejar paso a la luz que entraba por los ventanales del nuevo ábside. La antigua iglesia se asemejaba a una pequeña caja rodeada por la magnificencia de otra más grande, una caja llamada a desaparecer a medida que creciera la segunda, una caja más pequeña en cuyo final se abría el altísimo ábside ya cubierto.