Pronto la playa se llenó de caballos. Había centenares de ellos, todos grandes, fuertes y poderosos, caballos de guerra entrenados para el combate. Los palafreneros y escuderos corrían de un lado para otro tratando de sortear las coces y los mordiscos de los animales. Arnau vio a más de uno salir despedido por los aires o acabar coceado o pateado. La confusión era enorme y el ruido ensordecedor.
—¿A qué esperan? —gritó Arnau.
Entonces Ramón volvió a señalar hacia las cocas. Varios escuderos, con el agua a la altura del pecho, llevaban algunos caballos hacia ellas.
—Ésos son los más expertos. Cuando estén dentro servirán de reclamo a la manada.
Así fue. Cuando los caballos llegaron al final de las rampas los escuderos los volvieron hacia la playa. Entonces, empezaron a relinchar frenéticamente.
Aquélla fue la señal.
La manada se metió en el agua levantando tanta espuma que durante unos instantes no se pudo ver nada. Detrás de ella y a los lados, encerrándola y dirigiéndola hacia las cocas, algunos expertos caballerizos hacían restallar los látigos. Los mozos habían perdido las riendas de sus caballos y la mayoría de los animales andaban sueltos por el agua, empujándose unos a otros. Durante un buen rato el caos fue total: gritos y restallar de látigos, animales relinchando y peleando por subir a las cocas y la gente animando desde la playa. Luego la tranquilidad volvió a reinar en el puerto. Cuando los caballos estuvieron cargados en las cocas se izaron las rampas de popa y las panzudas naves estuvieron listas.
La galera del almirante Pere de Monteada dio la orden de partir y los ciento diecisiete barcos empezaron a navegar. Arnau y Ramón volvieron a pie de playa.
—Allá van —comentó Ramón—, a conquistar Mallorca.
Arnau asintió en silencio. Sí, allá iban. Solos, dejando atrás sus problemas y sus miserias. Despedidos como héroes, con la mente en la guerra, sólo en la guerra. ¡Cuánto daría él por estar a bordo de una de esas galeras!
El 21 de junio de aquel mismo año, Pedro III escuchaba misa en la catedral de Mallorca in sede majestatis, ataviado según la costumbre: con las vestiduras, los honores y la corona correspondiente al rey de Mallorca. Jaime III había huido a sus dominios del Rosellón.
La noticia llegó a Barcelona y desde allí se extendió a toda la península: el rey Pedro había dado el primer paso para cumplir su palabra de reunificar los dominios divididos a la muerte de Jaime I. Ya sólo le faltaba reconquistar el condado de la Cerdaña y las tierras catalanas allende los Pirineos: el Rosellón.
Durante el mes largo que duró la campaña de Mallorca, Arnau no pudo olvidar la imagen de la armada real alejándose del puerto de Barcelona. Cuando las naves se encontraban ya a cierta distancia, la gente se disgregó y volvió a sus casas. ¿Para qué iba a volver él? ¿Para recibir un cariño y un afecto que no merecía? Se sentó en la arena y permaneció allí hasta mucho después de que la última vela desapareciera en el horizonte. «Afortunados ellos, que abandonan sus problemas», se repetía una y otra vez. Durante todo el mes, cuando Aledis lo acechaba en el camino de Montjuïc o cuando luego tenía que enfrentarse a los cuidados de María, Arnau oía de nuevo los gritos y las risas de los almogávares y veía cómo la armada se alejaba. Un día u otro lo descubrirían. No hacía mucho, mientras Aledis jadeaba encima de él, alguien gritó desde el camino. ¿Los habían oído? Los dos permanecieron en silencio un rato; luego, ella se rió y se volvió a lanzar sobre él. El día que lo descubrieran…, el escarnio, la expulsión de la cofradía. ¿Qué haría entonces? ¿De qué viviría?
Cuando el 29 de junio de 1343 toda la ciudad de Barcelona acudió a recibir a la armada real, congregada en la desembocadura del río Llobregat, Arnau ya había tomado una decisión. El rey tenía que partir a la conquista del Rosellón y la Cerdaña, sólo así cumpliría su promesa, y él, Arnau Estanyol, estaría con aquel ejército; ¡tenía que huir de Aledis! Quizá así se olvidaría de él y cuando regresara… Notó un escalofrío: era la guerra, morían hombres. Pero quizá cuando regresara podría reemprender la vida con María, sin Aledis persiguiéndolo.
Pedro III ordenó a las naves que entrasen en el puerto de la ciudad, separadas y por orden jerárquico: primero la galera real, después la del infante don Pedro, luego la del padre Pere de Monteada, a continuación la del señor de Eixérica y así sucesivamente.
Mientras la flota esperaba, la galera real entró en el puerto y dio una vuelta por él a fin de que toda la gente que se había congregado en la ribera de Barcelona pudiera admirarla y vitorearla. Arnau escuchó los gritos enardecidos del pueblo cuando la nave pasó por delante de él. Bastaixos y barqueros estaban a pie de playa, en la orilla, dispuestos ya a construir el puente por el que debía desembarcar el rey. A su lado, esperando también, estaban Francesc Grony, Bernat Santcliment y Galcerá Carbó, prohombres de la ciudad, flanqueados por los prohombres de las cofradías. Los barqueros empezaron a colocar sus barcas, pero los prohombres les ordenaron que esperaran.
¿Qué sucedía? Arnau miró a los demás bastaixos. ¿Cómo iba a desembarcar el rey si no era por un puente?
—No debe desembarcar —oyó que le decía Francesc Grony al señor de Santcliment—. El ejército debe partir hacia el Rosellón antes de que el rey Jaime se reorganice o pacte con los franceses.
Todos los presentes asintieron. Arnau desvió la mirada hacia la galera real, que seguía su recorrido triunfal por aguas de la ciudad. Si el rey no desembarcaba, si la armada continuaba hacia el Rosellón sin parar en Barcelona… Las piernas le flaquearon. ¡Tenía que desembarcar!
Hasta el conde de Terranova, consejero del rey, que se había quedado al cuidado de la ciudad, apoyaba la idea. Arnau lo miró con ira.
Los tres prohombres de Barcelona, el conde de Terranova y algunas autoridades más subieron a un leño que los transportó hasta la galera real. Arnau oyó cómo sus propios compañeros apoyaban la idea: «No debe dejar que el de Mallorca se rearme», decían asintiendo.
Las conversaciones se alargaron durante horas. La gente, apostada en la playa, aguardó la decisión del rey.
Al final el puente no se construyó, pero no porque la armada partiese a la conquista del Rosellón y la Cerdaña. El rey decidió que no podía continuar la campaña en las circunstancias en las que se encontraba: carecía de dinero para continuar la guerra; gran parte de sus caballeros habían perdido su montura durante la travesía marítima y tenían que desembarcar, y, por último, necesitaba pertrecharse para la conquista de aquellas nuevas tierras. A pesar de la petición de las autoridades de que les concediera unos días para preparar los festejos por la conquista de Mallorca, el monarca se negó y alegó que nada se festejaría hasta que sus reinos hubieran vuelto a unirse. Por eso, aquel 29 de junio de 1343, Pedro III desembarcó en Barcelona como un marinero más, saltando del leño al agua.
Pero ¿cómo iba a decirle a María que pensaba alistarse en el ejército? Aledis poco importaba, ¿qué iba a ganar ella si hacía público su adulterio? Si se iba a la guerra, ¿para qué dañarle a él y a sí misma? Arnau recordó a Joan y a su madre; aquél era el destino que podía esperarle si se llegaba a conocer el adulterio y Aledis era consciente de ello, pero María…, ¿cómo iba a decírselo a María?
Arnau lo intento. Intento despedirse de la muchacha cuando le daba masajes en la espalda. «Me voy a la guerra», podía decirle. Simplemente eso: «Me voy a la guerra». Lloraría. ¿Qué culpa tenía María? Lo intentó cuando le servía la comida, pero sus dulces ojos se lo impidieron. «¿Te ocurre algo?», le preguntó ella. Lo intentó incluso después de hacer el amor, pero María lo acariciaba.
Mientras tanto Barcelona se había convertido en un hervidero. El pueblo deseaba que el rey partiera a la conquista de la Cerdaña y el Rosellón, pero el rey no lo hacía. Los caballeros exigían al monarca el pago de sus soldadas y las indemnizaciones por las pérdidas de caballos y armamento que habían sufrido, pero las arcas reales estaban vacías y el rey tuvo que permitir que muchos de sus caballeros volvieran a sus tierras. Lo hicieron Ramón de Anglesola, Joan de Arbórea, Alfonso de Llória, Gonzalo Diez de Árenos y muchos otros nobles.
Entonces el rey convocó a la host de toda Cataluña; serían los ciudadanos quienes lucharían por él. Las campanas repicaron a lo largo y ancho del principado y, por orden del rey, desde los púlpitos empezaron a lanzarse arengas para que los hombres libres se alistasen. ¡Los nobles abandonaban el ejército catalán! El padre Albert hablaba con fervor, alto y fuerte, gesticulando sin parar. ¿Cómo iba el rey a defender Cataluña? ¿Y si el rey de Mallorca, sabedor de que los nobles abandonaban al rey Pedro, se aliaba con los franceses y atacaba Cataluña? ¡Ya había sucedido en una ocasión! El padre Albert gritó por encima de la parroquia de Santa María; ¿quién no recordaba, quién no había oído hablar de la cruzada de los franceses contra los catalanes? Aquella vez se había podido vencer al invasor. ¿Y ahora?, ¿lo lograrían si dejaban que Jaime se rearmase?
Arnau miró a la Virgen de piedra con el niño sobre su hombro. Si por lo menos hubieran tenido un hijo. Seguro que si hubieran tenido un hijo todo aquello no hubiera sucedido. Aledis no hubiera sido tan cruel. Si hubieran tenido un hijo…
—Acabo de hacerle una promesa a la Virgen —le susurró Arnau a María de repente, mientras el sacerdote seguía reclutando soldados desde el altar mayor—; voy a alistarme en el ejército real para que nos conceda la bendición de tener un hijo.
María se volvió hacia él y antes de hacerlo hacia la Virgen, le cogió la mano y se la apretó con fuerza.
—¡No puedes! —gritó Aledis cuando Arnau le comunicó su decisión. Arnau la instó con las manos a que bajara la voz, pero ella siguió gritando—: ¡No puedes dejarme! Le contaré a todo el mundo…
—¿Qué más da ya, Aledis? —la interrumpió él—. Estaré con el ejército. Sólo conseguirías arruinar tu vida.
Los dos se miraron, escondidos tras los matorrales, como siempre. El labio inferior de Aledis empezó a temblar. ¡Qué bonita era! Arnau quiso acercar una mano a la mejilla de la mujer, por la que ya corrían las lágrimas, pero se detuvo.
—Adiós, Aledis.
—No puedes dejarme —sollozó.
Arnau se volvió hacia ella. Había caído de rodillas con la cabeza entre las manos. El silencio la incitó a levantar la mirada hacia Arnau.
—¿Por qué me haces esto? —lloró.
Arnau vio las lágrimas en el rostro de Aledis; todo su cuerpo temblaba. Arnau se mordió el labio y dirigió la mirada a lo alto de la montaña, adonde acudía en busca de las piedras. ¿Para qué hacerle más daño? Abrió los brazos.
—Debo hacerlo.
Ella empezó a arrastrarse de rodillas hasta llegar a tocarle las piernas.
—¡Debo hacerlo, Aledis! —repitió Arnau saltando hacia atrás.
Y emprendió el descenso de Montjuïc.
Eran prostitutas; sus vestidos de colores lo proclamaban. Aledis dudaba si acercarse a ellas, pero el aroma de la olla de carne y verduras la empujaba a hacerlo. Tenía hambre. Estaba demacrada. Las muchachas, jóvenes como ella, se movían y charlaban alegremente alrededor del fuego. La invitaron a acercarse cuando la vieron a pocos pasos de las tiendas del campamento, pero eran prostitutas. Aledis se examinó a sí misma: harapienta, maloliente, sucia. Las prostitutas volvieron a invitarla; los reflejos de sus trajes de seda moviéndose al sol la distrajeron. Nadie le había ofrecido algo de comer. ¿Acaso no lo había intentado en todas las tiendas, chamizos o simples fogatas a las que se había arrastrado? ¿Alguien se había apiadado de ella? La habían tratado como una vulgar pordiosera; había pedido limosna: un poco de pan, algo de carne, una simple hortaliza. Le habían escupido en la mano tendida. Después se habían reído. Aquellas mujeres eran rameras, pero la habían invitado a compartir su olla.
El rey ordenó que sus ejércitos se reunieran en la ciudad de Figueras, al norte del principado, y hacia allí se dirigieron tanto los nobles que no abandonaron al monarca como las hosts de Cataluña, entre ellas los soldados de Barcelona y, con ellos, Arnau Estanyol, liberado, optimista y armado con la ballesta de su padre y una simple daga roma.
Pero si en Figueras el rey Pedro logró reunir a cerca de mil doscientos hombres a caballo y a cuatro mil soldados de a pie, también logró congregar otro ejército: familiares de los soldados —principalmente de los almogávares, quienes, como nómadas que eran, llevaban a cuestas familia y hogar—, comerciantes de todo tipo de mercaderías —que esperaban comprar las que los soldados obtuviesen del saqueo—, mercaderes de esclavos, clérigos, tahúres, ladrones, prostitutas, mendigos y todo tipo de menesterosos sin ningún otro objetivo en la vida que perseguir la carroña. Todos ellos formaban una impresionante retaguardia que se movía al ritmo de los ejércitos y con sus propias leyes, a menudo mucho más crueles que las de la contienda de la que vivían como parásitos.
Aledis sólo era una más en aquel heterogéneo grupo. La despedida de Arnau repiqueteaba en sus oídos. Una vez más, Aledis notó cómo las rugosas y ajadas manos de su marido recorrían los entresijos de su intimidad. Los estertores del viejo curtidor se mezclaron con sus recuerdos. El anciano le pellizcó la vulva. Aledis no se movió. El anciano pellizcó de nuevo, más fuerte, reclamando la falsa generosidad con que hasta entonces lo había premiado su mujer. Aledis cerró las piernas. «¿Por qué me has dejado, Arnau?», pensó Aledis sintiendo a Pau sobre ella, que se ayudaba de las manos para penetrarla. Cedió y se abrió de piernas a la vez que la amargura se instalaba en su garganta. Disimuló una arcada. El anciano se movía encima de ella como un reptil. Ella vomitó hacia un lado del lecho. Él ni se enteró. Siguió empujando lánguidamente, ayudado de sus manos, aguantando el pene, y con la cabeza sobre sus pechos, mordisqueando unos pezones a los que el asco impedía crecer. Cuando terminó se dejó caer sobre su lado de la cama y se durmió. A la mañana siguiente, Aledis hizo un pequeño hatillo con sus escasas posesiones, algo de dinero que le hurtó a su marido y un poco de comida, y, como cualquier otro día, salió a la calle.
Anduvo hasta el monasterio de Sant Pere de les Puelles y abandonó Barcelona para enfilar la antigua vía romana que la llevaría hasta Figueras. Traspasó las puertas de la ciudad cabizbaja, reprimiendo la necesidad de salir corriendo y evitando cruzar la mirada con los soldados; levantó la vista hacia el cielo, azul y brillante, y se encaminó hacia su nuevo futuro, sonriendo a los muchos viajeros que se cruzaban con ella camino de la gran ciudad. Arnau también había abandonado a su esposa, lo había comprobado. ¡Seguro que se había ido por María! No podía querer a aquella mujer. Cuando hacían el amor…, ¡lo notaba!, ¡lo sentía sobre ella! No podía engañarla: la quería a ella, a Aledis. Y cuando la viera… Aledis lo imaginó corriendo hacia ella con los brazos abiertos. ¡Escaparían! Sí, escaparían juntos… para siempre.