Una mañana en que Arnau y sus tres nuevos compañeros paseaban entre las tiendas, vieron que se acercaba un caballero que volvía de ejercitarse. El caballo, que se dirigía hacia la cuadra en busca de una comida bien merecida y de que lo descargaran del peso de la armadura que cubría su pecho y sus flancos, piafaba alzando sus patas, mientras el jinete trataba de llegar a su tienda sin causar daño, sorteando a los soldados y los enseres amontonados en las calles que se habían abierto entre las tiendas. Pero el animal, grande y brioso, obligado a someterse a los crueles frenos que lo embocaban, sustituía sus deseos de avanzar por un espectacular baile a cuyo son lanzaba el blanco sudor que empapaba sus costados a cuantos se cruzaban con él.
Arnau y su grupo se apartaron cuanto pudieron al paso del jinete, pero con tan mala fortuna que en ese preciso instante el animal desplazó violenta y lateralmente su grupa y golpeó a Jaume, el más pequeño de los cuatro, que perdió el equilibrio y cayó al suelo. El golpe no dañó al muchacho; el jinete, por su parte, ni siquiera miró atrás y siguió su camino hacia una tienda cercana. Sin embargo, el pequeño Jaume cayó justo en el lugar en que algunos veteranos se jugaban su mesada a los dados. Uno de ellos había perdido una cantidad equivalente a los beneficios que pudieran corresponderle en todas las futuras campañas del rey Pedro, y el altercado no se hizo esperar. El desafortunado jugador se levantó cuan grande era, dispuesto a descargar en Jaume la ira que no podía descargar en sus compañeros. Se trataba de un hombre robusto, con el cabello y la barba largos y sucios y con una expresión en el rostro, fruto de horas de constantes pérdidas, que habría amedrentado al más valeroso de los enemigos.
El soldado agarró al entrometido y lo levantó en volandas hasta la altura de sus ojos. Jaume ni siquiera tuvo tiempo de percatarse de lo que sucedía. En cuestión de segundos, el caballo lo había desplazado, él había caído y ahora lo atacaba un energúmeno que le gritaba y lo zarandeaba hasta que, sin soltarlo, le abofeteó el rostro logrando que un hilillo de sangre apareciese en la comisura de sus labios.
Arnau vio cómo Jaume pataleaba en el aire.
—¡Déjalo! ¡Cerdo! —Sus palabras lo sorprendieron incluso a él.
La gente empezó a apartarse de Arnau y el veterano. Jaume, que, también sorprendido, había dejado de patalear, cayó sentado cuando éste lo soltó para enfrentarse al que había osado insultarlo. De repente, Arnau se vio en el centro de un círculo formado por los muchos curiosos que se acercaron para presenciar el espectáculo. Él y un enfurecido soldado. Si por lo menos no lo hubiera insultado… ¿Por qué había tenido que llamarle cerdo?
—Él no tenía la culpa… —balbuceó Arnau señalando a Jaume, que todavía no entendía qué había pasado.
Sin mediar palabra el soldado arremetió contra Arnau como un toro en celo; le golpeó el pecho con la cabeza y lo lanzó varios metros más allá, los suficientes para que el círculo de curiosos tuviera que apartarse. Arnau sintió un dolor como si le hubieran reventado el pecho. El aire hediondo que se había acostumbrado a respirar parecía haber desaparecido de repente. Boqueó. Trató de levantarse, pero una patada en el rostro lo lanzó de nuevo a tierra. Un intenso dolor se ensañó con su cabeza mientras intentaba recuperar el aliento, y cuando empezaba a lograrlo, una nueva patada, esta vez en los riñones, volvió a tumbarlo. Después la paliza fue terrible, tanto que Arnau cerró los ojos y se hizo un ovillo en el suelo.
Cuando el veterano cesó en sus ataques, Arnau creyó que aquel loco lo había destrozado; con todo y pese al dolor que sentía, le pareció oír algo.
Desde el suelo, todavía hecho un ovillo, aguzó el oído.
Entonces lo oyó.
Lo oyó una vez.
Y una vez más, y otra, y otras más. Abrió los ojos y miró a la gente del círculo, que estaba riéndose alrededor de él, señalándolo y volviendo a reír. Las palabras de su padre resonaron en sus maltratados oídos: «Yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre». En su mente aturdida se confundieron imágenes y recuerdos: vio a su padre colgando de una soga en la plaza del Blat… Se levantó con el rostro ensangrentado. Recordó la primera piedra que llevó a la Virgen de la Mar… El veterano le daba la espalda. El esfuerzo que entonces tuvo que hacer para transportar aquella piedra sobre sus espaldas… El dolor, el sufrimiento, el orgullo al descargarla…
—¡Cerdo!
El barbudo giró sobre sí mismo. El campamento entero pudo oír el roce de sus pantalones al hacerlo.
—¡Campesino estúpido! —gritó antes de volver a lanzarse cuan grande era sobre Arnau.
Ninguna piedra podía pesar más que ese cerdo. Ninguna piedra… Arnau se lanzó sobre el veterano, se agarró a él para impedir que lo golpease y ambos rodaron por la arena. Arnau logró levantarse antes que el soldado y, en lugar de pegarle, lo cogió por el cabello y por el cinturón de cuero que vestía, lo levantó por encima de él como si fuese una marioneta y lo lanzó por los aires encima del círculo de curiosos.
El barbudo cayó estrepitosamente sobre los espectadores.
Sin embargo, aquella demostración de fuerza no arredró al soldado. Acostumbrado a pelear, en pocos segundos se halló de nuevo ante Arnau, que estaba firmemente plantado en el suelo, esperándolo. En esta ocasión, en lugar de abalanzarse sobre él, el veterano intentó golpearlo, pero Arnau volvió a ser más rápido: paró el golpe cogiéndolo del antebrazo y, tras girar sobre sí mismo, volvió a lanzarlo a tierra, varios metros más allá. Sin embargo, la forma en que Arnau se defendía no dañaba al soldado y el acoso se repetía una y otra vez.
Al fin, cuando el veterano esperaba que su contrincante volviera a lanzarlo por los aires, Arnau le descargó un puñetazo en el rostro, un golpe en el que el bastaix puso toda la rabia que llevaba dentro.
Los gritos que habían acompañado la reyerta cesaron. El barbudo cayó inconsciente a los pies de Arnau, que deseaba cogerse la mano con la que lo había golpeado y aliviar el dolor que sentía en los nudillos, pero aguantó las miradas con el puño cerrado, como si estuviese dispuesto a golpear de nuevo. «No te levantes —pensó mirando al soldado—. Por Dios, no te levantes».
Con torpeza, el veterano intentó erguirse. «¡No lo hagas!». Arnau apoyó el pie derecho en la cara del veterano y lo empujó al suelo. «No te levantes, hijo de puta». No lo hizo, y los compañeros del soldado se acercaron para retirarlo.
—¡Muchacho! —La voz sonó autoritaria. Arnau se volvió y se encontró con el caballero causante de la pelea, todavía vestido con su armadura—. Acércate.
Arnau obedeció cogiéndose la mano con disimulo.
—Me llamo Eiximén d'Esparça, escudero de su majestad el rey Pedro III, y quiero que sirvas bajo mis órdenes. Preséntate a mis oficiales.
Las tres muchachas callaron y se miraron cuando Aledis se lanzó sobre la olla, como un animal hambriento, sin respirar, de rodillas, metiendo las dos manos en la sopa para coger la carne y las verduras, sin dejar de observarlas por encima de la escudilla. Una de ellas, la más joven, con una cascada de cabello rubio rizado que le caía sobre un vestido azul cielo, frunció los labios hacia las otras dos: ¿cuál de ellas no había pasado por lo mismo?, pareció preguntarles. Sus compañeras asintieron con la mirada y las tres se alejaron unos pasos de Aledis.
Cuando se hubieron apartado, la muchacha del cabello rubio rizado se volvió hacia el interior de la tienda, donde, protegidas del sol de julio que caía a plomo sobre el campamento, otras cuatro chicas, algo más maduras que las de fuera, y la patrona, sentada en un taburete, no apartaban la mirada de Aledis. La patrona había asentido con la cabeza cuando ésta apareció, y consintió en que se le ofreciera comida; desde entonces no había dejado de observarla: harapienta y sucia pero bella… y joven. ¿Qué hacía allí aquella muchacha? No era una vagabunda, no mendigaba como ellas. Tampoco era una prostituta; había retrocedido instintivamente cuando se encontró con quienes sí lo eran. Estaba sucia, sí; llevaba la camisa rasgada, también; su cabello era una maraña de pelo grasiento, cierto. Sin embargo, sus dientes eran blancos como la nieve. Aquella joven no había conocido el hambre, ni las enfermedades que ennegrecían los dientes. ¿Qué hacía allí? Tenía que estar huyendo de algo, pero ¿de qué?
La patrona hizo un gesto a una de las mujeres que la acompañaban en el interior de la tienda.
—La quiero limpia y arreglada —le susurró cuando la otra se inclinó sobre ella.
La mujer miró a Aledis, sonrió y asintió.
Aledis no pudo resistirse. «Necesitas un baño», le dijo al terminar de comer otra de las prostitutas, que había salido del interior de la tienda. ¡Un baño! ¿Cuántos días hacía que no se lavaba? Dentro de la tienda le prepararon un barreño de agua fresca y Aledis se sentó en él, con las piernas encogidas. Las mismas tres muchachas que la habían acompañado mientras comía, se ocuparon de ella y la lavaron. ¿Por qué no dejarse querer? No podía presentarse ante Arnau en aquel estado. El ejército acampaba muy cerca y con él estaría Arnau. ¡Lo había conseguido! ¿Por qué no dejarse lavar? También se dejó vestir. Buscaron para ella el vestido menos llamativo pero aun así… «Las mujeres públicas deben vestir telas de colores», le dijo su madre cuando ella, siendo niña, confundió a una prostituta con una noble e intentó cederle el paso. «Entonces, ¿cómo las distinguiremos?», preguntó Aledis. «El rey las obliga a vestir así, pero les prohíbe llevar capa o abrigo, incluso en invierno. Así distinguirás a las prostitutas: nunca llevan nada por encima de los hombros».
Aledis volvió a mirarse. Las mujeres de su clase, las esposas de los artesanos, nunca podían vestir de color; así lo mandaba el rey, y sin embargo, ¡qué bonitas eran aquellas telas! Pero ¿cómo iba a presentarse ante Arnau vestida de esa forma? Los soldados la confundirían… Alzó un brazo para verse de costado.
—¿Te gusta?
Aledis se volvió y vio a la patrona junto a la entrada de la tienda. Antónia, que así se llamaba la joven rubia del cabello rizado que la había ayudado a vestirse, desapareció a una señal de la primera.
—Sí…, no… —Aledis volvió a mirarse. El traje era verde claro. ¿Tendrían aquellas mujeres algo para echarse por los hombros? Si se cubría, nadie pensaría que ella era una prostituta.
La patrona la miró de arriba abajo. No se había equivocado. Un cuerpo voluptuoso que haría las delicias de cualquier oficial. ¿Y sus ojos? Las dos mujeres se miraron. Eran enormes. Castaños. Y, sin embargo, parecían tristes.
—¿Qué te ha traído aquí, muchacha?
—Mi esposo. Está en el ejército y se marchó sin saber que va a ser padre. Quería decírselo antes de que entrase en combate.
Lo dijo de corrido, igual que a los mercaderes que la recogieron en el Besos, cuando el barquero, tras consumar la violación y mientras intentaba deshacerse de ella ahogándola en el río, se vio sorprendido por su presencia y salió huyendo. Aledis había terminado rindiéndose a aquel hombre y sollozó sobre el barro mientras la forzaba o cuando la arrastraba hacia el río. El mundo no existía, el sol se había apagado y los jadeos del barquero se perdían en su interior, mezclándose con los recuerdos y la impotencia. Cuando los mercaderes llegaron hasta ella y la vieron ultrajada, se apiadaron.
—Hay que denunciarlo al veguer —le dijeron.
Pero ¿qué le iba a decir ella al representante del rey? ¿Y si su marido la estaba persiguiendo? ¿Y si la descubrían? Se iniciaría un juicio y ella no podía…
—No. Tengo que llegar al campamento real antes de que las tropas partan para el Rosellón —les dijo tras explicarles que estaba embarazada y que su marido no lo sabía—. Allí se lo contaré a mi esposo y él decidirá.
Los mercaderes la acompañaron hasta Gerona. Aledis se separó de ellos en la iglesia de Sant Feliu, extramuros de la ciudad; el más anciano de ellos negó con la cabeza al verla sola y desastrada junto a los muros de la iglesia. Aledis recordó el consejo de las ancianas: no entres en ningún pueblo o ciudad, y no lo hizo en Gerona, una ciudad de seis mil habitantes. Desde donde estaba podía ver la cubierta de la iglesia de Santa María, la seo, en construcción; a su lado el palacio del obispo y al lado de éste, la torre Gironella, alta y recia, la mayor defensa de la ciudad. Las miró durante unos instantes y volvió a ponerse en marcha hacia Figueras.
La patrona, que seguía observándola mientras Aledis recordaba su viaje, vio que temblaba.
La presencia del ejército en Figueras movía a centenares de personas hacia allí. Aledis se sumó a ellas, acosada por el hambre. No lograba recordar sus rostros. Le dieron pan y agua fresca. Alguien le ofreció alguna verdura. Hicieron noche al norte del río Fluviá, al pie del castillo de Pontons, que protegía el paso del río por la ciudad de Bascara, a medio camino entre Gerona y Figueras. Allí los viajeros se cobraron su comida y dos de ellos la montaron salvajemente durante la noche. ¡Qué más daba ya! Aledis buscó en su memoria el rostro de Arnau y se protegió en él. Al día siguiente los siguió como un animal, algunos pasos por detrás, pero no le dieron comida, ni siquiera le hablaron, y, al final, llegaron al campamento.
Y ahora…, ¿qué miraba aquella mujer? Sus ojos no se apartaban de… ¡su vientre! Aledis notó el vestido ceñido a su vientre, plano y duro. Se movió inquieta y bajó la mirada.
La patrona dejó escapar una mueca de satisfacción que Aledis no pudo ver. ¿Cuántas veces había asistido a aquellas confesiones silenciosas? Muchachas que inventaban historias, incapaces de sostener sus mentiras ante la más leve presión; se ponían nerviosas y bajaban la vista como aquélla. ¿Cuántos embarazos había vivido?, ¿decenas?, ¿cientos? Nunca una muchacha le había dicho que estuviera embarazada teniendo un vientre duro y plano como ése. ¿Una falta? Podía ser, pero era inimaginable que con sólo una falta corriese a contárselo a su esposo, camino de la guerra.
—Vestida así no puedes presentarte en el campamento real. —Aledis levantó la vista al oír a la patrona y volvió a mirarse—. Tenemos prohibido ir allí. Si quieres, yo podría encontrar a tu esposo.
—¿Vos? ¿Me ayudaríais? ¿Por qué ibais a hacerlo?
—¿Acaso no te he ayudado ya? Te he dado de comer, te he lavado y te he vestido. Nadie lo ha hecho en este campamento de locos, ¿verdad?
Aledis asintió. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar cómo la habían tratado.
—¿Por qué te extraña, pues? —continuó la mujer. Aledis titubeó—. Somos mujeres públicas, es cierto, pero eso no significa que no tengamos corazón. Si alguien me hubiese ayudado a mí hace algunos años… —La patrona dejó la mirada perdida y sus palabras flotaron en el interior de la tienda—. Bueno. Ya da igual. Si quieres, puedo hacerlo. Conozco a mucha gente en el campamento y no me sería difícil hacer venir a tu esposo.