Arnau y Francesca se miraron. Ella le hizo una señal para que se apartara de la puerta y Arnau obedeció. Los dos bajaron la voz.
—¿Has dicho María? —preguntó Francesca cuando ya estaban junto a la ventana, en el extremo opuesto.
—Sí. Mi esposa se llama María.
—¿Y quién es Aledis, pues? Ella me ha dicho…
Arnau negó con la cabeza. ¿Era tristeza lo que apareció en sus ojos?, se preguntó Francesca. Arnau había perdido la compostura, sus brazos caían a los costados y el cuello, antes altanero, parecía incapaz de soportar el peso de la cabeza. Sin embargo, no contestó. Francesca sintió una punzada en lo más profundo de su ser.
—¿Qué sucede, hijo? ¿Quién es Aledis? —insistió.
Arnau volvió a negar con la cabeza. Lo había dejado todo. A María, su trabajo, la Virgen… y, ahora, ¡estaba allí!, ¡embarazada!
Todo el mundo se enteraría. ¿Cómo podría volver a Barcelona, a su trabajo, a su casa?
Francesca desvió la mirada hacia la ventana. Fuera estaba oscuro. ¿Qué era aquel dolor que la oprimía? Había visto a hombres arrastrándose, a mujeres desahuciadas; había presenciado la muerte y la miseria, la enfermedad y la agonía, pero nunca hasta entonces se había sentido así.
—No creo que diga la verdad —afirmó, con la garganta atenazada, sin dejar de mirar por la ventana. Notó cómo Arnau se movía junto a ella.
—¿Qué quieres decir?
—Que creo que no está embarazada, que miente.
—¡Qué más da! —se oyó decir a sí mismo Arnau.
Estaba allí, eso era suficiente. Lo seguía, volvería a acosarlo. De nada había servido todo cuanto había hecho.
—Yo podría ayudarte.
—¿Por qué ibas a hacerlo?
Francesca se volvió hacia él. Casi se rozaban. Podía tocarlo. Podía olerlo. ¡Porque eres mi hijo!, podía decirle, sería el momento, pero ¿qué debía de haberle contado Bernat de ella? ¿De qué serviría que aquel muchacho supiese que su madre era una mujer pública? Francesca alargó una mano temblorosa. Arnau no se movió. ¿De qué serviría? Detuvo el gesto. Habían pasado más de veinte años y ella no era más que una prostituta.
—Porque ella me engañó a mí —le contestó—. Le di de comer, la vestí y la acogí. No me gusta que me engañen. Pareces buena persona y creo que también a ti está intentando engañarte.
Arnau la miró directamente a los ojos. ¿Qué más daba ya? Libre de su marido y lejos de Barcelona, Aledis lo contaría todo, y además aquella mujer… ¿Qué había en ella que le resultaba tranquilizador?
Arnau bajó la cabeza y empezó a hablar.
El rey Pedro III el Ceremonioso llevaba ya seis días en Figueras cuando el 28 de julio de 1343 ordenó levantar el campamento e iniciar la marcha hacia el Rosellón.
—Tendrás que esperar —le dijo Francesca a Aledis mientras las muchachas desmontaban la tienda para seguir al ejército—. Cuando el rey ordena la marcha, los soldados no pueden abandonar las filas. Quizá en el próximo campamento…
Aledis la interrogó con la mirada.
—Ya le he mandado recado —añadió Francesca sin darle importancia—. ¿Vienes con nosotras?
Aledis asintió.
—Pues ayuda —le ordenó Francesca.
Mil doscientos hombres a caballo y más de cuatro mil a pie, armados para la guerra y con provisiones para ocho días, se pusieron en movimiento en dirección a La Junquera, a poco más de media jornada de Figueras. Tras el ejército, una multitud de carros, mulos y todo tipo de personas. Una vez en La Junquera, el rey ordenó acampar otra vez; un nuevo mensajero del Papa, un fraile agustino, traía otra carta de Jaime III. Cuando Pedro III conquistó Mallorca, el rey Jaime acudió al Papa en busca de ayuda; frailes, obispos y cardenales mediaron infructuosamente ante el Ceremonioso.
Como ocurrió con los anteriores, el rey no hizo caso al nuevo enviado papal. El ejército hizo noche en La Junquera. ¿Era el momento?, pensó Francesca mientras observaba cómo Aledis ayudaba a las demás muchachas con la comida. No, concluyó. Cuanto más lejos estuvieran de Barcelona, de la antigua vida de Aledis, más oportunidades tendría Francesca. «Tenemos que esperar», le contestó cuando la muchacha le preguntó por Arnau.
A la mañana siguiente el rey levantó el campamento de nuevo.
—¡A Panissars! ¡En orden de batalla! En cuatro grupos dispuestos para el combate.
La orden corrió por las filas del ejército. Arnau la oyó junto a la guardia personal de Eiximén d'Esparça, presta a marchar. ¡A Panissars! Algunos lo gritaban, otros apenas lo susurraban, pero todos lo hacían con orgullo y respeto. ¡El desfiladero de Panissars!, el paso por los Pirineos desde tierras catalanas hacia las del Rosellón. A sólo media legua de La Junquera, aquella noche en todas las hogueras podían escucharse las hazañas de Panissars.
Fueron ellos, los catalanes, sus padres, sus abuelos, quienes vencieron a los franceses. ¡Sólo ellos!, los catalanes. Años atrás, el rey Pedro el Grande fue excomulgado por el Papa por haber conquistado Sicilia sin su consentimiento. Los franceses, bajo el mando del rey Felipe el Atrevido, declararon la guerra al hereje, ¡en nombre de la cristiandad!, y con la ayuda de algunos traidores, cruzaron los Pirineos por el paso de la Maçana.
Pedro el Grande tuvo que batirse en retirada, y los nobles y caballeros de Aragón abandonaron al rey y partieron con sus ejércitos hacia sus tierras.
—¡Sólo quedábamos nosotros! —dijo alguien en la noche, acallando incluso el chisporroteo del fuego.
—¡Y Roger de Llúria! —saltó otro.
El rey, mermados sus ejércitos, tuvo que dejar que los franceses invadiesen Cataluña en espera de que llegasen refuerzos desde Sicilia, de la mano del almirante Roger de Llúria. Pedro el Grande ordenó al vizconde Ramón Folch de Cardona, defensor de Gerona, que resistiese el asedio de los franceses hasta que Roger de Llúria llegase a Cataluña. El vizconde de Cardona así lo hizo y defendió épicamente la ciudad hasta que su monarca le permitió rendirla al invasor.
Roger de Llúria llegó y derrotó a la armada francesa; mientras, en tierra, el ejército francés se vio asolado por una epidemia.
—Profanaron el sepulcro de Sant Narcís cuando tomaron Gerona —intervino alguien.
Millones de moscas salieron del sepulcro del santo, al decir de los viejos del lugar, cuando los franceses lo profanaron. Aquellos insectos propagaron la epidemia entre las filas francesas. Derrotados por mar, enfermos en tierra, el rey Felipe el Atrevido solicitó una tregua para retirarse sin que hubiera una matanza.
Pedro el Grande se la concedió, pero, les advirtió, sólo en su nombre y en el de sus nobles y caballeros.
Arnau oyó los gritos de los almogávares que entraban en Panissars. Protegiéndose los ojos, miró hacia arriba, a las montañas que rodeaban el paso y en las que reverberaban los gritos de los mercenarios. Allí, junto a Roger de Llúria, observados desde la cima por Pedro el Grande y sus nobles, los mercenarios acabaron con el ejército francés tras dar muerte a millares de hombres. Al día siguiente, en Perpiñán, falleció Felipe el Atrevido y terminó la cruzada contra Cataluña.
Los almogávares siguieron gritando a lo largo de todo el desfiladero, desafiando a un enemigo que no apareció; quizá recordaban lo que les habían contado sus padres o sus abuelos sobre lo ocurrido allí mismo hacía cincuenta años.
Aquellos hombres desharrapados, que cuando no guerreaban como mercenarios vivían en los bosques y en las montañas dedicándose a saquear y devastar las tierras sarracenas, haciendo caso omiso de cualquier tratado que hubieran pactado los reyes cristianos de la península con los cabecillas moros, andaban a su aire. Arnau lo comprobó en el camino de Figueras a La Junquera y ahora lo veía de nuevo: de los cuatro grupos en los que el rey había dividido el ejército, los tres restantes marchaban en formación, bajo sus pendones, pero el de los almogávares lo hacía en desorden, gritando, amenazando, riendo y hasta bromeando, burlándose del enemigo que no aparecía y del que en su día lo hiciera.
—¿No tienen jefes? —preguntó Arnau tras ver cómo los almogávares, cuando Eiximén d'Esparça ordenó un alto, los adelantaban desordenada y despreocupadamente y seguían su camino.
—No lo parece, ¿verdad? —le contestó un veterano, firme a su lado, como todos los componentes de la guardia personal del escudero real.
—No. No lo parece.
—Pues sí que los tienen, y que se guarden de desobedecerlos. No son jefes como los nuestros. —El veterano señaló a Eiximén d'Esparça; después quitó un insecto imaginario de su escudilla y lo agitó en el aire. Varios soldados se sumaron a las risas de Arnau—. Ésos sí son jefes —continuó el veterano poniéndose serio de repente—; ahí no sirve ser hijo de alguien, llamarse de tal o cual o ser el protegido del conde de lo que sea. Los más importantes son los adalils. —Arnau miró hacia los almogávares, que seguían pasando por su lado—. No, no te molestes —le dijo el veterano—; no los distinguirás. Visten todos igual, pero ellos saben muy bien quiénes son. Para llegar a ser adalil se precisan cuatro virtudes: sabiduría para guiar las huestes; ser esforzado y saber exigirles el mismo esfuerzo a los hombres que uno manda; tener dotes naturales para el mando y, sobre todo, ser leal.
—Eso es lo mismo que dicen que tiene él —lo interrumpió Arnau señalando al escudero real y haciendo el mismo gesto con los dedos de su mano derecha.
—Sí, pero a ése nadie se lo ha discutido ni se lo discute. Para llegar a ser adalil de los almogávares es necesario que doce adalils más juren bajo pena de muerte que el aspirante cumple esas condiciones. No quedarían nobles en el mundo si tuviesen que jurar del mismo modo sobre sus iguales…, sobre todo tratándose de lealtad.
Los soldados que escuchaban la conversación asintieron sonriendo. Arnau volvió a mirar a los almogávares. ¿Cómo podían matar a un caballo con una simple lanza y en plena carga?
—Por debajo de los adalils —continuó explicando el veterano— están los almogatens; tienen que ser expertos en la guerra, esforzados, ligeros y leales, y su forma de elección es la misma: doce almogatens tienen que jurar que el candidato reúne esas cualidades.
—¿Bajo pena de muerte? —preguntó Arnau.
—Bajo pena de muerte —confirmó el veterano.
Lo que no podía imaginar Arnau era que el desparpajo de aquellos guerreros llegara hasta el punto de desobedecer al rey. Pedro III ordenó que, una vez cruzado el desfiladero de Panissars, el ejército se dirigiera hacia la capital del Rosellón: Perpiñán; sin embargo, cuando las tropas lo hubieron cruzado, los almogávares se separaron de ellas en dirección al castillo de Bellaguarda, erigido en la cima de un pico del mismo nombre, situado sobre el desfiladero de Panissars.
Arnau y los soldados del escudero real vieron cómo se marchaban, ascendiendo a la cima del Bellaguarda. Seguían gritando, como habían hecho a lo largo de todo el paso. Eiximén d'Esparça se volvió hacia donde se encontraba el rey, que también los miraba.
Pero Pedro III no hizo nada. ¿Cómo detener a aquellos mercenarios? Volvió grupas y continuó su camino hacia Perpiñán. Aquélla fue la señal para Eiximén d'Esparça: el rey admitía el asalto de Bellaguarda, pero era él quien pagaba a los almogávares; si había algún botín tenía que estar allí. Así, mientras el grueso del ejército continuaba en formación, Eiximén d'Esparça y sus hombres iniciaron el ascenso de Bellaguarda, tras los almogávares.
Los catalanes sitiaron el castillo y durante el resto del día y la noche entera, los mercenarios se turnaron en la tala de árboles para construir máquinas de asedio: escalas de asalto y un gran ariete montado sobre ruedas, que oscilaba mediante unas cuerdas que colgaban de un tronco superior, cubierto de pieles para proteger a los hombres que lo manejarían.
Arnau estuvo haciendo guardia frente a los muros de Bellaguarda. ¿Cómo se asaltaba un castillo? Ellos tendrían que ir a pecho descubierto, hacia arriba, mientras que los defensores se limitarían a dispararles, refugiados tras las almenas. Allí estaban. Veía cómo se asomaban y los miraban. En algún momento le pareció que alguno lo observaba a él directamente. Parecían tranquilos, mientras que él temblaba al notar la atención de aquellos asediados.
—Parecen muy seguros de sí mismos —le comentó a uno de los veteranos que estaba a su lado.
—No te engañes —le contestó éste—; ahí dentro lo están pasando peor que nosotros. Además, han visto a los almogávares.
Los almogávares; de nuevo los almogávares. Arnau se volvió hacia ellos. Trabajaban sin descanso, ahora perfectamente organizados. Nadie reía ni discutía; trabajaban.
—¿Cómo pueden darles tanto miedo a los que están tras esas murallas? —preguntó.
El veterano rió.
—Nunca los has visto luchar, ¿verdad? —Arnau negó con la cabeza—. Espera y verás.
Esperó dormitando en el suelo, a lo largo de una noche tensa en la que los mercenarios no dejaron de construir sus máquinas, a la luz de unas antorchas que iban y venían sin descanso.
Al despuntar el día, cuando la luz de sol empezaba a asomar por el horizonte, Eiximén d'Esparça ordenó que sus tropas se dispusieran en formación. La oscuridad de la noche apenas se había atenuado con aquella luz lejana. Arnau buscó a los almogávares. Habían obedecido y formaban frente a los muros de Bellaguarda. Después miró hacia el castillo, por encima de ellos. Habían desaparecido todas las luces, pero estaban allí; durante la noche no habían hecho más que prepararse para el asalto. Arnau sintió un escalofrío. ¿Qué hacía él allí? El amanecer era fresco y, sin embargo, sus manos, agarradas a la ballesta, no dejaban de sudar. El silencio era total. Podía morir. Durante el día, los defensores lo habían mirado en repetidas ocasiones, a él, a un simple bastaix; los rostros de aquellos hombres, entonces perdidos en la distancia, cobraron vida. ¡Ahí estaban!, esperándolo. Tembló. Las piernas le temblaron y tuvo que hacer un esfuerzo para que sus dientes no castañetearan. Apretó la ballesta contra su pecho para que nadie advirtiese el temblor de sus manos. El oficial le había indicado que cuando diera la orden de atacar se acercase a los muros y se parapetase tras unas piedras para disparar su ballesta contra los defensores. El problema sería llegar hasta aquellas piedras. ¿Llegaría? Arnau no separaba la mirada de donde estaban; tenía que llegar hasta ellas, parapetarse, disparar, esconderse y volver a disparar…
Un grito rasgó el silencio.
¡La orden! ¡Las piedras! Arnau salió corriendo hacia ellas, pero la mano del oficial lo agarró por el hombro.