En mayo de 1349, el rey Pedro envió la armada catalana a Mallorca, en plena época de navegación, en plena época de comercio.
—Suerte que no hemos mandado ninguna nave a Mallorca —comentó un día Arnau.
Guillem se vio obligado a asentir.
—¿Qué pasaría —preguntó de nuevo Arnau— si lo hubiéramos hecho?
—¿Qué quieres decir?
—Nosotros recibimos dinero de la gente y lo invertimos en comandas. Si hubiésemos enviado alguna nave a Mallorca y el rey Jaime la hubiera requisado, no tendríamos ni el dinero ni las mercaderías; no podríamos devolver los depósitos. Nosotros corremos con los riesgos de las comandas. ¿Qué sucedería entonces?
—Abatut —contestó Guillem de malos modos.
—¿Abatut?
—Cuando un cambista no puede devolver los depósitos, el magistrado de cambios le concede un plazo de seis meses para satisfacer las deudas. Si al vencer el plazo no las ha liquidado, lo declara Abatut, lo encarcela a pan y agua y vende sus bienes para pagar a los acreedores…
—Yo no tengo bienes.
—Si los bienes no alcanzan a cubrir las deudas —siguió recitando Guillem—, se le corta la cabeza frente a su establecimiento para ejemplo de los demás cambistas.
Arnau guardó silencio. Guillem no se atrevió a mirarlo. ¿Qué culpa tenía Arnau de todo aquello?
—No te preocupes —intentó tranquilizarlo—; no sucederá.
La guerra en Mallorca continuaba, pero Arnau era feliz. Cuando no tenía trabajo en la mesa, salía a la puerta y se apoyaba en el quicio. Tras la peste, Santa María volvía a cobrar vida. La pequeña iglesia románica que él y Joanet conocieron ya no existía y las obras avanzaban hacia el portal mayor. Podía pasarse horas viendo cómo los albañiles colocaban piedras y recordando las muchas que él había cargado. Santa María lo significaba todo para Arnau: su madre, su ingreso en la cofradía… Incluso el refugio para los niños judíos. De vez en cuando, para aumentar su alegría, recibía carta de su hermano. Las misivas de Joan eran breves, y en ellas sólo informaba a Arnau de que se encontraba bien de salud y plenamente dedicado al estudio.
Apareció un bastaix cargado con una piedra. Pocos habían sobrevivido a la plaga. Su propio suegro, Ramón y muchos más habían fallecido. Arnau había llorado en la playa junto a sus antiguos compañeros.
—Sebastiá —murmuró al reconocer al bastaix.
—¿Qué dices? —oyó que preguntaba Guillem a sus espaldas.
Arnau no se volvió.
—Sebastiá —repitió—. Ese hombre, el que carga la piedra, se llama Sebastiá.
Sebastiá lo saludó al pasar por delante de él, sin volver la cabeza, con la vista al frente y los labios apretados bajo el peso de la piedra.
—Durante muchos años yo hice lo mismo —continuó Arnau con voz entrecortada. Guillem no hizo ningún comentario—. Sólo tenía catorce años cuando llevé mi primera piedra a la Virgen. —En aquel momento pasó otro bastaix. Arnau lo saludó—. Creía que me iba a partir por la mitad, que se me iba a romper el espinazo, pero la satisfacción que sentí al llegar… ¡Dios!
—Algo bueno deberá de tener vuestra Virgen para que la gente se sacrifique por ella de esta manera —oyó que le decía el moro.
Luego, los dos guardaron silencio mientras la procesión de bastaixos pasaba por delante de ellos.
Los bastaixos fueron los primeros en acudir a Arnau.
—Necesitamos dinero —le dijo sin rodeos Sebastiá, convertido en prohombre de la cofradía—. La caja está vacía, las necesidades son muchas y el trabajo, de momento, muy escaso y mal pagado. Los cofrades no tienen con qué vivir después de la peste y yo no puedo obligarlos a contribuir a la caja hasta que se recuperen del desastre.
Arnau miró a Guillem, que, inexpresivo, estaba sentado a su lado, tras la mesa en la que brillaba el tapete rojo de seda.
—¿Tan mala es la situación? —preguntó Arnau.
—Ni te imaginas. Con lo que han subido los alimentos, los bastaixos no ganamos para dar de comer a nuestras familias. Además, están las viudas y los huérfanos de los que han muerto. Hay que ayudarlos. Necesitamos dinero, Arnau. Te devolveremos hasta la última moneda que nos prestes.
—Lo sé.
Arnau volvió a mirar a Guillem en busca de su aprobación. ¿Qué sabía él de préstamos? Hasta el momento sólo había recibido dinero; nunca lo había prestado.
Guillem se llevó las manos al rostro y suspiró.
—Si no es posible… —empezó a decir Sebastiá.
—Sí —lo interrumpió Guillem.
Llevaban dos meses en guerra y no tenía noticia de sus esclavos. ¿Qué más daban unos cuantos dineros? Sería Hasdai quien se arruinaría. Arnau podía permitirse aquel préstamo.
—Si a mi amo le basta vuestra palabra…
—Me basta —saltó Arnau al momento.
Arnau contó el dinero que le había pedido la cofradía de los bastaixos y se lo entregó solemnemente a Sebastiá. Guillem vio cómo se estrechaban las manos por encima de la mesa, los dos en pie, en silencio, procurando torpemente esconder sus sentimientos durante un apretón que se prolongó una eternidad.
Durante el tercer mes de guerra, cuando Guillem empezaba a perder la esperanza, llegaron los cuatro mercaderes, juntos. Cuando el primero de ellos hizo escala en Sicilia y se enteró de la guerra con Mallorca, esperó la llegada de más barcos catalanes, entre ellos las tres galeras restantes. Todos los pilotos y mercaderes decidieron evitar la ruta por Mallorca y los cuatro vendieron su mercancía en Perpiñán, la segunda ciudad del principado. Como les había ordenado el moro, citaron a Guillem fuera de la mesa de cambio de Arnau, en la alhóndiga de la calle Carders y allí, una vez deducida su cuarta parte de los beneficios, le entregaron sendas letras de cambio por el principal de la operación más las tres cuartas que correspondían a Arnau. ¡Una fortuna! Cataluña necesitaba mano de obra y los esclavos se habían vendido a un precio exorbitante.
Cuando los tres mercaderes se hubieron ido y nadie en la alhóndiga lo miraba, Guillem besó las letras de cambio, una, dos, mil veces.
Enfiló el camino de regreso a la mesa de cambio, pero a la altura de la plaza del Blat cambió de idea y se dirigió hacia la judería. Después de darle la noticia a Hasdai, anduvo hasta Santa María sonriendo al cielo y a la gente.
Cuando entró en la mesa de cambio se encontró a Arnau junto a Sebastiá y un sacerdote.
—Guillem —lo saludó Arnau—, te presento al padre Juli Andreu. Es el sustituto del padre Albert.
Guillem se inclinó con torpeza ante el sacerdote. Más préstamos, pensó mientras lo saludaba.
—No es lo que te imaginas —le dijo Arnau.
Guillem tanteó las letras de cambio que llevaba y sonrió. ¿Qué más daba? Arnau era rico. Sonrió de nuevo y Arnau malinterpretó su sonrisa.
—Es peor de lo que te imaginas —afirmó con seriedad.
«¿Qué puede ser peor que un préstamo hecho a la Iglesia?», estuvo tentado de preguntar el moro. Después saludó al prohombre de los bastaixos.
—Tenemos un problema —concluyó Arnau.
Los tres hombres se quedaron mirando un rato al moro. «Sólo si Guillem lo acepta», había exigido Arnau pasando por alto las referencias que el cura había hecho a su condición de esclavo.
—¿Te he hablado alguna vez de Ramón? —Guillem negó—. Ramón fue una persona muy importante en mi vida. Me ayudó…, me ayudó mucho. —Guillem seguía en pie, como correspondía a un esclavo—. Él y su esposa fallecieron de peste y la cofradía ya no puede hacerse cargo de su hija. Hemos estado hablando…, me han pedido…
—¿Por qué me consultas, amo?
El padre Juli Andreu, esperanzado, se giró hacia Arnau.
—La Pia Almoina y la Casa de la Caritat no dan abasto —continuó Arnau—; ya ni siquiera pueden repartir pan, vino y escudella entre los menesterosos, como hacían a diario. La peste ha hecho estragos.
—¿Qué es lo que deseas, amo?
—Me han propuesto ahijarla.
Guillem volvió a tantear las letras de cambio. «¡A veinte, podrías ahijar ahora!», pensó.
—Si tú lo deseas —se limitó a contestar.
—Yo no sé nada de niños —saltó Arnau.
—Sólo hay que darles cariño y un hogar —terció Sebastiá—. El hogar lo tienes… y me da la impresión de que el cariño te sobra.
—¿Me ayudarás? —preguntó Arnau a Guillem, sin escuchar a Sebastiá.
—Te obedeceré en cuanto desees.
—No quiero obediencia. Quiero…, pido ayuda.
—Tus palabras me honran. La tendrás, de corazón —se comprometió Guillem—; toda la que necesites.
La niña, de seis años, se llamaba Mar, como la Virgen. En poco más de tres meses empezó a superar el golpe que supuso para ella la epidemia de peste y la muerte de sus padres. A partir de entonces ya no pudo oírse el tintineo de las monedas o el rasgar de la pluma sobre los libros de la mesa de cambio: las risas y los correteos llenaban la casa. Arnau y Guillem, sentados tras la mesa, la regañaban cuando lograba escapar de la esclava que Guillem compró para que cuidara de ella y se asomaba al local, pero luego, indefectiblemente, se miraban sonrientes el uno al otro.
Donaha, la esclava, fue mal recibida por Arnau.
—¡No quiero más esclavos! —gritó interrumpiendo los argumentos de Guillem.
Pero entonces la muchacha, escuálida, sucia y con la ropa hecha jirones, se echó a llorar.
—¿Dónde estará mejor que aquí? —le preguntó entonces Guillem a Arnau—. Si tanto te disgusta, prométele la libertad, pero entonces se venderá a otra persona. Necesita comer… y nosotros necesitamos a una mujer que se ocupe de la niña. —La muchacha se arrodilló frente a Arnau y éste trató de quitársela de encima—. ¿Sabes cuánto debe de haber sufrido esta niña? —Guillem entrecerró los ojos—. Si la devolviese…
Arnau, muy a su pesar, accedió.
Además de la esclava, Guillem encontró la solución al dinero obtenido por la venta de esclavos y, tras pagar a Hasdai como corresponsal en Barcelona de los vendedores, entregó los cuantiosos beneficios obtenidos a un judío de la confianza de Hasdai, de paso por Barcelona.
Abraham Leví se plantó una mañana en la mesa de cambio. Era un hombre alto y enjuto, con una barba blanca rala y vestido con una levita negra en la que destacaba la rodela amarilla. Abraham Leví saludó a Guillem y éste se lo presentó a Arnau. Cuando el judío se sentó frente a ellos, entregó a Arnau una letra de cambio por los beneficios obtenidos.
—Quiero depositar esta cantidad en vuestro establecimiento, maese Arnau —le dijo.
Arnau abrió desmesuradamente los ojos tras ver la cantidad.
Después le entregó el documento a Guillem, instándolo nerviosamente a que lo leyera.
—Pero… —empezó a decir mientras Guillem simulaba sorprenderse— esto es mucho dinero. ¿Por qué lo depositáis en mi mesa y no en la de uno de vuestros…?
—¿Hermanos de fe? —lo ayudó el judío—. Siempre he confiado en Sahat. No creo que el cambio de nombre —dijo mirando al moro— haya modificado su capacidad. Salgo de viaje, un viaje muy largo, y quiero que seáis vos y Sahat quienes mováis mis dineros.
—Estas cantidades se remuneran con un cuarto por el simple hecho de depositarlas en la mesa, ¿no es así, Guillem? —El moro asintió—. ¿Cómo pagaremos vuestros beneficios si partís a ese viaje tan largo? ¿Cómo podremos ponernos en contacto con…?
«¿A qué vienen tantas preguntas?», pensó Guillem. No le había dado tantas instrucciones a Abraham, pero el judío se defendió con soltura.
—Reinvertidlos —le contestó—. No os preocupéis por mí. No tengo hijos ni familia y, allí adonde voy, no necesito dinero. Algún día, quizá lejano, dispondré de él o mandaré a alguien para que disponga. Hasta entonces no deberéis preocuparos. Seré yo quien se ponga en contacto con vos. ¿Os molesta?
—¿Cómo iba a molestarme? —dijo Arnau. Guillem respiró—. Si es eso lo que queréis, así sea.
Cerraron la transacción y Abraham Leví se levantó.
—Debo despedirme de algunos amigos en la judería —añadió tras hacerlo de ellos.
—Os acompaño —dijo Guillem buscando la aprobación de Arnau, que consintió con un gesto.
Desde allí, los dos se dirigieron a un escribano y, ante él, Abraham Leví otorgó carta de pago del depósito que acababa de efectuar en la mesa de cambio de Arnau Estanyol, renunció a favor de éste a cualesquiera beneficios, en la forma que éstos fueran, que dicho depósito pudiera originar. Guillem volvió a la mesa de cambio con el documento escondido bajo sus ropas. Sólo era cuestión de tiempo, pensó mientras caminaba por Barcelona. Formalmente, aquellos dineros eran propiedad del judío, así constaba en los libros de Arnau, pero nunca nadie podría reclamárselos, pues el judío había otorgado carta de pago a su favor. Mientras, los tres cuartos de los beneficios que produjera aquel capital, que serían propiedad de Arnau, serían más que suficientes para que éste multiplicase su fortuna.
Aquella noche, cuando Arnau dormía, Guillem bajó a la mesa. Había localizado una piedra suelta en la pared. Protegió el documento envolviéndolo en un paño resistente y lo escondió tras la piedra, que fijó lo mejor que pudo. Algún día le pediría a uno de los albañiles de Santa María que la fijase mejor. La fortuna de Arnau descansaría allí hasta que pudiera confesarle de dónde procedía el dinero. Sólo era cuestión de tiempo.
De mucho tiempo, tuvo que corregirse Guillem un día que paseaban por la playa tras pasar por el Consulado de la Mar para solventar algunos asuntos. Barcelona seguía recibiendo esclavos; mercadería humana que los barqueros transportaban hasta la playa, hacinada en sus laúdes. Hombres y muchachos aptos para el trabajo, pero también mujeres y niños cuyos llantos obligaron a los dos hombres a desviar la mirada.
—Escúchame bien, Guillem. Nunca, por mal que estemos —le dijo Arnau—, por más que podamos necesitarlo, financiaremos una comanda de esclavos. Antes preferiría perder la cabeza a manos del magistrado municipal.
Después vieron cómo la galera, a fuerza de remos, abandonaba el puerto de Barcelona.
—¿Por qué se va? —preguntó Arnau sin pensar—. ¿No aprovecha el tornaviaje para cargar mercaderías?
Guillem se volvió hacia él, negando imperceptiblemente con la cabeza.
—Regresará —aseguró—. Sólo sale a alta mar… para seguir descargando —añadió con voz entrecortada.
Arnau guardó silencio durante unos instantes, mirando cómo se alejaba la galera.
—¿Cuántos mueren? —preguntó al fin.
—Demasiados —le contestó el moro con el recuerdo en un barco similar.