La catedral del mar (13 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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Mientras se dirigían hacia el altar, Joanet señaló a varias personas postradas de rodillas en el suelo y que les habían pasado inadvertidas al principio. Al pasar junto a ellas, el murmullo de sus oraciones extrañó a los niños.

—¿Qué hacen? —preguntó Joanet acercándose al oído de Arnau.

—Rezan —le contestó éste.

Su tía Guiamona, cuando volvía de la iglesia con sus primos, lo obligaba a rezar, arrodillado en su dormitorio, frente a una cruz.

Cuando estuvieron ante el altar, un sacerdote delgado se les acercó. Joanet se colocó detrás de Arnau.

—¿Qué te trae por aquí, Ángel? —preguntó el hombre en voz baja, pero mirando no obstante a los dos niños.

El sacerdote tendió la mano hacia Ángel, ante la que el joven se inclinó.

—Estos dos chicos, padre. Quieren ver a la Virgen.

Los ojos del sacerdote brillaron en la oscuridad al dirigirse a Arnau.

—Allí la tenéis —dijo señalando hacia el altar.

Arnau siguió la dirección que indicaba el sacerdote hasta dar con una pequeña y sencilla figura de mujer esculpida en piedra, con un niño sobre su hombro derecho y un barco de madera a sus pies. Entornó los ojos; las facciones de la mujer eran serenas. ¡Su madre!

—¿Cómo os llamáis? —preguntó el sacerdote.

—Arnau Estanyol —contestó el uno.

—Joan, pero me llaman Joanet —respondió el otro.

—¿Y de apellido?

La sonrisa desapareció del rostro de Joanet. Ignoraba cuál era su apellido. Su madre le había dicho que no debía utilizar el de Ponç el calderero, que si éste se enteraba, se enfadaría mucho, pero que tampoco utilizase el de ella. Nunca había tenido que decirle a nadie su apellido. ¿Por qué querría saberlo ahora ese sacerdote? Pero el cura insistía con la mirada.

—Igual que él —dijo al fin—. Estanyol.

Arnau se giró hacia él y leyó una súplica en los ojos de su amigo.

—Entonces sois hermanos.

—S…, sí —atinó a balbucear Joanet ante la silenciosa complicidad de Arnau.

—¿Sabéis rezar?

—Sí —contestó Arnau.

—Yo no… todavía —añadió Joanet.

—Pues que te enseñe tu hermano mayor —le dijo el sacerdote—. Podéis rezar a la Virgen. Ven conmigo, Ángel, quisiera darte un recado para tu maestro. Hay allí unas piedras…

La voz del cura se fue perdiendo a medida que se alejaban; los dos niños quedaron frente al altar.

—¿Habrá que rezar de rodillas? —le susurró Joanet a Arnau. Arnau volvió la vista hacia las sombras que le señalaba Joanet, y cuando éste ya se dirigía hacia los reclinatorios de seda roja que había frente al altar mayor, lo agarró del brazo.

—La gente se arrodilla en el suelo —le dijo también en un susurro señalando a los parroquianos—, pero además están rezando.

—¿Y qué vas a hacer tú?

—Yo no rezo. Estoy hablando con mi madre. Tú no te arrodillas cuando hablas con tu madre, ¿verdad? Joanet lo miró. No, no lo hacía…

—Pero el cura no ha dicho que pudiéramos hablar con ella; sólo que podíamos rezar.

—Ni se te ocurra decirle nada al cura. Si lo haces, le diré que le has mentido y que no eres mi hermano.

Joanet se quedó junto a Arnau y se entretuvo mirando los numerosos barcos que adornaban la iglesia. Le hubiera gustado tener uno de aquellos barcos. Se preguntó si podrían flotar. Seguro que sí; si no, ¿para qué los habían tallado? Podría poner uno de aquellos barcos en la orilla del mar y…

Arnau tenía la vista fija en la figura de piedra. ¿Qué podía decirle? ¿Le habrían llevado el mensaje los pájaros? Les había dicho que la quería, se lo había dicho muchas veces.

«Mi padre me ha dicho que aunque era mora está contigo, pero que no puedo decírselo a nadie, porque la gente dice que los moros no van al cielo —siguió murmurando—. Era muy buena. Ella no tuvo la culpa de nada. Fue Margarida».

Arnau miraba fijamente a la Virgen. Decenas de velas encendidas la rodeaban. El aire vibraba alrededor de la figura de piedra.

«¿Está contigo Habiba? Si la ves, dile que también la quiero. No te enfadas porque la quiera, ¿verdad?, aunque sea mora».

Arnau, a través de la oscuridad, el aire y el titilar de las decenas de velas, observó cómo los labios de la pequeña figura de piedra se curvaban en una sonrisa.

—¡Joanet! —le dijo a su amigo.

—¿Qué?

Arnau señaló a la Virgen, pero ahora sus labios… ¿Tal vez la Virgen no quería que nadie más la viera sonreír? Tal vez fuera un secreto.

—¿Qué? —insistió Joanet.

—Nada, nada.

—¿Ya habéis rezado?

La presencia de Ángel y el clérigo los sorprendió.

—Sí —contestó Arnau.

—Yo no… —empezó a excusarse Joanet.

—Lo sé, lo sé —lo interrumpió cariñosamente el sacerdote acariciándole el cabello—. Y tú, ¿qué has rezado?

—El Ave María —contestó Arnau.

—Preciosa oración. Vamos, pues —añadió el cura mientras los acompañaba hasta la puerta.

—Padre —le dijo Arnau una vez en el exterior—, ¿podremos volver?

El sacerdote les sonrió.

—Por supuesto, pero espero que cuando lo hagáis, hayas enseñado a rezar a tu hermano. —Joanet aceptó con seriedad las dos palmadas que el sacerdote le propinó en las mejillas—. Volved cuando queráis —añadió éste—; siempre seréis bienvenidos.

Ángel empezó a andar en dirección al lugar en el que se amontonaban las piedras. Arnau y Joanet lo siguieron.

—Y ahora, ¿adonde vais? —les preguntó volviéndose hacia ellos. Los niños se miraron y se encogieron de hombros—. No podéis estar en las obras. Si el maestro…

—¿El hombre de la piedra? —lo interrumpió Arnau.

—No —contestó Ángel riendo—. Ése es Ramón, un bastaix. —Joanet se sumó a la inquisitiva expresión de su amigo—. Los bastaixos son los arrieros de la mar; transportan las mercaderías desde la playa hasta los almacenes de los mercaderes, o al revés. Cargan y descargan las mercancías después de que los barqueros las hayan llevado hasta la playa.

—Entonces, ¿no trabajan en Santa María? —preguntó Arnau.

—Sí. Los que más —Ángel rió ante la expresión de los niños—. Son gente humilde, sin recursos, pero devotos de la Virgen de la Mar, más devotos que nadie. Como no pueden dar dinero para la construcción, la cofradía de los bastaixos se ha comprometido a transportar gratuitamente la piedra desde la cantera real, en Montjuïc, hasta pie de obra. Lo hacen sobre sus espaldas —Ángel hizo aquel comentario con la mirada perdida—, y recorren millas cargados con piedras que después tenemos que mover entre dos personas.

Arnau recordó la enorme roca que el bastaix había dejado en el suelo.

—¡Claro que trabajan para su Virgen! —insistió Ángel—, más que nadie. Id a jugar —añadió antes de reemprender su camino.

10

—¿Por qué siguen elevando los andamios?

Arnau señaló hacia la parte trasera de la iglesia de Santa María. Ángel levantó la mirada y con la boca llena de pan y queso masculló una explicación ininteligible. Joanet empezó a reírse, Arnau se le sumó y, al final, el propio Ángel no pudo evitar una carcajada, hasta que se atragantó y la risa se convirtió en un ataque de tos.

Todos los días Arnau y Joanet iban a Santa María, entraban en la iglesia y se arrodillaban. Azuzado por su madre, Joanet había decidido aprender a rezar y repetía una y otra vez las oraciones que Arnau le enseñaba. Después, cuando los dos amigos se separaban, el pequeño corría hasta la ventana y le explicaba cuánto había rezado aquel día. Arnau hablaba con su madre, salvo cuando el padre Albert, que así se llamaba el sacerdote, se acercaba a ellos; entonces se sumaba al murmullo de Joanet.

Cuando salían de Santa María y siempre a cierta distancia, Arnau y Joanet miraban las obras, a los carpinteros, a los picapedreros, a los albañiles; después se sentaban en el suelo de la plaza a la espera de que Ángel hiciera un receso en su trabajo y se sentara junto a ellos para comer pan y queso. El padre Albert los miraba con cariño, los trabajadores de Santa María los saludaban con una sonrisa, e incluso los bastaixos, cuando aparecían cargados con piedras sobre sus espaldas, desviaban la mirada hacia aquellos dos pequeños sentados frente a Santa María.

—¿Por qué siguen elevando los andamios? —volvió a preguntar Arnau.

Los tres miraron hacia la parte posterior de la iglesia, donde se levantaban las diez columnas; ocho en semicírculo y dos más apartadas. Tras ellas se habían empezado a construir los contrafuertes y los muros que formarían el ábside. Pero si las columnas subían por encima de la pequeña iglesia románica, los andamios subían y subían, sin razón aparente, sin columnas en su interior, como si los operarios se hubieran vuelto locos y quisieran construir una escalera hasta el cielo.

—No sé —contestó Ángel.

—Todos esos andamios no aguantan nada —intervino Joanet.

—Pero aguantarán —afirmó entonces con seguridad la voz de un hombre.

Los tres se volvieron. Entre las risas y las toses no se habían dado cuenta de que a sus espaldas se habían colocado varios hombres, algunos lujosamente vestidos, otros con hábitos de sacerdote pero engalanados con cruces de oro y piedras preciosas sobre el pecho, grandes anillos y cinturones bordados con hilos de oro y plata.

El padre Albert los vio desde la puerta de la iglesia y se apresuró a recibirlos. Ángel se levantó de un salto y volvió a atragantarse. No era la primera vez que veía al hombre que acababa de contestarles, pero en contadas ocasiones lo había visto rodeado de tanto boato. Era Berenguer de Montagut, el maestro de obras de Santa María de la Mar.

Arnau y Joanet se levantaron también. El padre Albert se unió al grupo y saludó a los obispos besándoles los anillos.

—¿Qué aguantarán?

La pregunta de Joanet detuvo al padre Albert a medio camino de otro beso; desde su incómoda postura miró al niño; no hables si no te preguntan, le dijo con los ojos. Uno de los prebostes hizo amago de continuar hacia la iglesia, pero Berenguer de Montagut agarró a Joanet por un hombro y se inclinó hacia él.

—Los niños son a menudo capaces de ver aquello que nosotros no vemos —dijo en voz alta a sus acompañantes—, así que no me extrañaría que éstos hubieran observado algo que a nosotros pudiera habérsenos pasado por alto. ¿Quieres saber por qué seguimos elevando los andamios? —Joanet asintió, no sin antes mirar al padre Albert—. ¿Ves el final de las columnas? Pues desde allí arriba, desde el final de cada una de ellas saldrán seis arcos y el más importante de todos será aquel sobre el que descansará el ábside de la nueva iglesia.

—¿Qué es un ábside? —preguntó Arnau.

Berenguer sonrió y miró hacia atrás. Algunos de los presentes estaban tan atentos a las explicaciones como los niños.

—Un ábside es algo parecido a esto.

El maestro juntó los dedos de las manos, ahuecándolas. Los niños permanecieron atentos a aquellas manos mágicas; algunos de los de atrás se asomaron, incluido el padre Albert.

—Pues bien, encima de todo, en lo más alto —continuó, separando una de las manos y señalando el final de su índice—, va colocada una gran piedra que se llama piedra de clave. Primero tenemos que izar esa piedra hasta lo más alto de los andamios, allí arriba, ¿veis? —Todos miraron hacia el cielo—. Una vez que la hayamos colocado, iremos subiendo los nervios de esos arcos hasta que se junten con la piedra de clave. Por eso necesitamos esos andamios tan altos.

—¿Y para qué tanto esfuerzo? —volvió a preguntar Arnau. El sacerdote dio un respingo cuando oyó al niño, aunque ya empezaba a acostumbrarse a sus preguntas y observaciones—. Todo eso no se verá desde dentro de la iglesia. Quedará por encima del techo.

Berenguer rió y también lo hicieron algunos de sus acompañantes. El padre Albert suspiró.

—Sí que se verá, muchacho, porque el techo de la iglesia que hay ahora irá desapareciendo a medida que se construya la nueva estructura. Será como si esa pequeña iglesia fuese creando la nueva, más grande, más…

La expresión de desazón de Joanet lo sorprendió. El niño se había acostumbrado a la intimidad de la pequeña iglesia, a su olor, a su oscuridad, a la intimidad que encontraba cuando rezaba.

—¿Quieres a la Virgen de la Mar? —le preguntó Berenguer.

Joanet miró a Arnau. Los dos asintieron.

—Pues cuando terminemos su nueva iglesia, esa Virgen a la que tanto queréis tendrá más luz que ninguna de las vírgenes del mundo. Ya no estará a oscuras como ahora, y tendrá el templo más bello que nadie haya podido imaginar; ya no estará encerrada entre muros gordos y bajos, sino entre altos y delgados, esbeltos, con columnas y ábsides que llegarán hasta el cielo, donde debe estar la Virgen.

Todos miraron hacia el cielo.

—Sí —continuó Berenguer de Montagut—, hasta allí llegará la nueva iglesia de la Virgen de la Mar.

Después empezó a andar hacia Santa María, acompañado de su comitiva; dejaron a los niños y al padre Albert observando sus espaldas.

—Padre —preguntó Arnau cuando ya no los podían oír—, ¿qué será de la Virgen cuando derriben la iglesia pequeña, pero aún no esté acabada la grande?

—¿Ves aquellos contrafuertes? —le contestó el sacerdote señalando dos de los que se estaban construyendo para cerrar el deambulatorio, tras el altar mayor—. Pues allí, entre ellos, se construirá la primera capilla, la del Santísimo, en la que provisionalmente y junto al cuerpo de Cristo y al sepulcro que contiene los restos de santa Eulália, se guardará a la Virgen para que no sufra ningún desperfecto.

—¿Y quién la vigilará?

—No te preocupes —le contestó el clérigo, esta vez sonriendo—, la Virgen estará bien vigilada. La capilla del Santísimo pertenece a la cofradía de los bastaixos; ellos tendrán la llave de sus rejas y se ocuparán de vigilar a tu Virgen.

Arnau y Joanet conocían ya a los bastaixos. Ángel les había recitado sus nombres cuando aparecían en fila, cargados con sus enormes piedras: Ramón, el primero que habían conocido; Guillem, duro como las rocas que cargaba sobre sus espaldas, tostado por el sol y con el rostro horriblemente desfigurado por un accidente, pero dulce y cariñoso en el trato; otro Ramón, llamado «el Chico», más bajo que el primer Ramón y achaparrado; Miquel, un hombre fibroso que parecía incapaz de soportar el peso de su carga pero que lo lograba a fuerza de tensar todos los nervios y tendones de su cuerpo, hasta el punto de que parecía que en cualquier momento podían estallar; Sebastiá, el más antipático y taciturno, y su hijo Bastianet; Pere, Jaume y un sinfín de nombres más, correspondientes a aquellos trabajadores de la Ribera que habían asumido como tarea propia transportar desde la cantera real de La Roca hasta Santa María de la Mar los miles de piedras necesarios para la construcción de la iglesia.

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