Cierto que el delirio de las multitudes pareció llevado a sus límites extremos cuando el observatorio de París hizo conocer que el bólido era de oro puro; pero ese delirio no puede compararse al que se manifestó en todos los puntos de la tierra cuando Mr. Dean Forsyth y Mr. Sydney Hudelson afirmaron categóricamente que el asteroide caería.
Pero entre todos los locos, los mayores a buen seguro fueron los autores de la emoción que sacudía la tierra.
Hasta aquel momento ni Mr. Dean Forsyth ni el doctor Hudelson habían entrevisto semejante eventualidad. Si con tanto ardor habían reclamado la prioridad en el descubrimiento del bólido, no era a causa de su valor, sino porque se le diera su respectivo nombre al meteoro.
La situación cambió por completo cuando comprobaron la desviación del asteroide. Una cuestión más candente que las otras se impuso en seguida a su espíritu.
¿A quién pertenecería el bólido después de su caída?
—¡A mí! —había dicho sin vacilar Mr. Dean Forsyth—; ¡a mí, que fui el primero en señalar su presencia en el horizonte de Whaston!
—¡A mí! —había exclamado con igual convicción el doctor Hudelson—, toda vez que soy el autor de su descubrimiento!
No habían dejado de hacer valer en la Prensa estas pretensiones, contradictorias e inconciliables. Durante dos días los periódicos de Whaston habían llenado sus columnas con la prosa furiosa de los dos adversarios. Lanzáronse éstos a la cabeza los epítetos más malsonantes a propósito del bólido inaccesible, que parecía verdaderamente burlarse de ellos desde las alturas.
Compréndese que en semejantes condiciones no era posible tratar del proyectado matrimonio. Así, la fecha del 15 de mayo pasó sin que Francis y Jenny hubiesen dejado de ser prometidos.
¿Hallábanse siquiera en condiciones de poderse llamar prometidos? Mr. Dean Forsyth había respondido textualmente a su sobrino, que había hecho una última tentativa:
—Tengo yo al doctor por un miserable, y jamás daré mi consentimiento para tu matrimonio con la hija de un Hudelson.
Y casi a la misma hora el susodicho doctor Hudelson cortaba las lamentaciones de su hija, y se expresaba en los siguientes términos:
—El tío de Francis es un malvado, y jamás mi hija se casará con el sobrino de un Forsyth.
Esto era terminante y categórico, y no quedaba otro remedio que resignarse.
El injuriarse no constituye, empero, una solución. Cuando se está en desacuerdo, no hay sino obrar como todo el mundo en semejante caso y remitir el asunto a la Justicia. Esto es lo mejor; este es el único medio de zanjar diferencias.
Ambos antagonistas habían acabado por convenir en ello.
A eso se debió que el 16 de mayo una citación para comparecer ante el tribunal del estimable Mr. John Proth, al día siguiente, había sido dirigida por Mr. Dean Forsyth al doctor Hudelson, y una citación idéntica había sido inmediatamente enviada por el doctor Hudelson a Mr. Dean Forsyth; y por esto, aquella mañana del 17 de mayo, una enorme multitud había invadido el tribunal.
Mr. Dean Forsyth y el doctor Sydney Hudelson se hallaban presentes. Recíprocamente citados ante el juez, ambos rivales se encontraban frente a frente.
Muchos negocios habían sido ya despachados, y las partes habían abandonado la sala.
—El negocio siguiente —ordenó el juez.
—Forsyth contra Hudelson y Hudelson contra Forsyth —proclamó el escribano.
—Que se acerquen esos señores.
Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson avanzaron hasta salir fuera del grupo de los respectivos partidarios que les escoltaban.
—¿De qué se trata, señores? —preguntó el juez Proth.
Mr. Dean Forsyth fue el primero en hablar:
—Yo acudo a hacer valer mis derechos.
—Y yo los míos —interrumpió Mr. Hudelson.
—Ruégoles, señores, que tengan la bondad de explicarse uno después de otro. Ateniéndome al orden alfabético, concedo la palabra a Mr. Forsyth; Mr. Hudelson responderá en seguida a su gusto.
Mr. Dean Forsyth fue, por lo tanto, el primero en exponer el asunto, mientras el doctor, sólo a costa de grandes esfuerzos, lograba contenerse. Refirió de qué modo el día 16 de marzo, a las siete, treinta y siete minutos y veinte segundos de la mañana, hallándose en observación en su torre de Elisabeth Street, había descubierto un bólido, atravesando el cielo de Norte a Sur; cómo había seguido a ese meteoro durante todo el tiempo que fue visible, y cómo, en fin,
algunos días más tarde había enviado una carta al observatorio de Pittsburg para señalar ese descubrimiento y establecer la prioridad.
El doctor Hudelson, cuando le tocó el turno de hablar, dio, por supuesto, una explicación idéntica, de tal suerte, que el tribunal, después de oír a ambos, no debía quedar mejor enterado que antes.
Parecía, no obstante, que lo estaba bastante, toda vez que Mr. Proth no pidió ninguna explicación complementaria. Reclamó sencillamente silencio y, cuando lo obtuvo, dio lectura del juicio, que había redactado mientras hablaban los dos adversarios.
Considerando por una parte —decía este juicio— que Mr. Dean Forsyth declara haber descubierto un bólido que atravesaba la atmósfera por encima de Whaston el día 6 de marzo, a las siete, treinta y siete minutos y veinte segundos de la mañana;
Considerando, por otra parte, que Mr. Hudelson declara haber visto el mismo bólido a la misma hora, al mismo minuto y al mismo segundo...
—¡Sí...! ¡Sí! —gritaron los partidarios de Mr. Forsyth, golpeando el suelo con el pie.
Pero visto que la instancia reposa sobre una cuestión de minutos y de segundos y que es de orden exclusivamente científico;
Por tal motivo nos declaramos incompetentes y condenamos a ambas partes solidariamente a las costas.
Era evidente que el magistrado no podía responder de otra manera.
Pero ni los litigantes ni sus partidarios respectivos creían que el asunto debía terminar de esa suerte. Si el juez Proth había esperado verse libre con una declaración de incompetencia, le fue preciso renunciar a esa esperanza.
Dos voces dominaron el murmullo unánime que había acogido la lectura del juicio.
—¡Pido la palabra! —gritaban a un tiempo los señores Forsyth y Hudelson.
—Aun cuando no tenga por qué volver de mi acuerdo —respondió el magistrado, con aquel tono amable que nunca abandonaba, ni aun en las circunstancias más graves—, concedo de buen grado la palabra a Mr. Dean Forsyth y al doctor Hudelson, a condición de que ambos consentirán en no usar de ella sino uno después de otro.
Mr. Proth comprendió que lo más prudente era dejarlos despacharse a su sabor y prestó oído como mejor pudo, llegando de esta suerte a comprender el sentido de la nueva argumentación. No se trataba ya de una cuestión astronómica, sino de una cuestión de intereses, de una reivindicación de propiedad. En una palabra, toda vez que el bólido había de caer, ¿a quién pertenecería? ¿Sería a Mr. Dean Forsyth? ¿Sería al doctor Hudelson?
—¡A Mr. Forsyth! —gritaban los partidarios de la torre.
—¡Al doctor Hudelson! —gritaron a su vez los partidarios de la torrecilla.
El juez Proth reclamó silencio, y, una vez obtenido, dijo:
—Señores, me permitirán ante todo danés un consejo: en el caso de que, como creen, el bólido caiga efectivamente...
—¡ Caerá! —repitieron a una los partidarios de Mr. Dean Forsyth y del doctor Hudelson.
—¡Sea! —concedió el magistrado con una condescendiente cortesía, de la que ni aun en América da siempre muestras la magistratura—. Por mi parte, no veo en ello inconveniente, y tan sólo deseo que no llegue a caer sobre las flores de mi jardín para evitar una hecatombe.
Algunas sonrisas corrieron entre los asistentes.
—En ese caso —prosiguió el paternal magistrado—, y ya que se trata de una cantidad tan enorme, yo les invito a que se la repartan.
—¡Jamás!
Esta palabra, tan claramente negativa, estalló por todas partes.
Con su conocimiento de las debilidades humanas, no quedó muy sorprendido Mr. John Proth de que su consejo, por prudente y acertado que fuera, tuviese en contra suya la unanimidad de los asistentes. No por ello se desconcertó, y esperando nuevamente a que se calmasen la agitación y el tumulto, tan pronto como le fue posible hacerse oír, dijo:
—Puesto que toda conciliación es imposible, el tribunal va a emitir su juicio.
A estas palabras prodújose, como por encanto, un profundo silencio y ninguno se permitió interrumpir a Mr. Proth, que dictaba tranquilamente a su escribano:
El Tribunal,
Oídas las partes en sus quejas y conclusiones;
Visto que las alegaciones producidas tienen igual valor de una y otra parte y se hallan apoyadas sobre las mismas pruebas;
Visto que del descubrimiento de un meteoro no se deriva necesariamente un derecho de propiedad; que la Ley nada dice a este respecto y que en defecto de la Ley no existe argumento análogo en la Jurisprudencia;
Que aun cuando se hallase fundado ese pretendido derecho de propiedad podría dar lugar en realidad a insuperables dificultades;
Visto, en fin, que la instancia recae sobre un hecho hipotético que puede no realizarse;
Que el meteoro puede, por otra parte, caer en él seno de los mares, que cubren las tres cuartas partes de la superficie del globo terrestre;
Que en uno y otro caso no habría lugar a discutir por ausencia de materia en litigio;
Por estos motivos,
Dilata el sentenciar hasta después de la caída efectiva y debidamente comprobada del bólido en cuestión.
—Punto —terminó Mr. Proth, que se alzó al propio tiempo de su silla.
La audiencia estaba terminada.
El auditorio había quedado bajo la impresión de los acertados considerandos de Mr. Proth. No era imposible, en efecto, que el bólido cayese en el fondo de los mares. Por otra parte, ¿a qué «dificultades insuperables» se refería el juez?
Todo esto hacía reflexionar, y la reflexión devuelve de ordinario la calma y la tranquilidad a los espíritus excitados.
Es de suponer que Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson no reflexionaban, porque ellos al menos no se tranquilizaban; muy lejos de ello. Desde los extremos de la sala se amenazaban mutuamente con los puños y arengaban a sus respectivos partidarios.
—No calificaré yo este juicio —clamaba Mr. Dean Forsyth con voz estentórea—. ¡Es completamente insensato!
—¡Este juicio es absurdo! —gritaba al propio tiempo Mr. Hudelson.
—¡Decir que mi bólido no caerá...!
—¡Dudar de la caída de mi bólido...!
—¡Caerá donde yo he dicho...!
—¡Yo he señalado el lugar de su caída...!
—Y ya no se me hace justicia...
—En vista de que no hay aquí justicia...
—Iré a defender mis derechos hasta el fin, y parto esta misma tarde...
—Sostendré mi derecho hasta el último extremo, y hoy mismo me pongo en camino.
—Para el Japón —dijo Mr. Dean Forsyth.
—Para la Patagonia —agregó a su vez el doctor Hudelson.
—¡Hurra! —respondieron a un mismo tiempo los hombres de los dos campos contrarios.
Cuando todo el mundo estuvo fuera, la muchedumbre se dividió en dos grupos, a los que se unieron los curiosos que no habían podido encontrar sitio en la sala de audiencia.
Aquello fue un verdadero tumulto; gritos, provocaciones y amenazas enconadas de una y otra parte. Y no habrían estado lejos, sin género alguno de duda, las vías de hecho, porque era bien claro que los partidarios de Mr. Dean Forsyth querían nada menos que linchar a Mr. Hudelson; y los partidarios de éste estaban ansiosos de linchar a Mr. Dean Forsyth, lo cual hubiera sido indudablemente una manera ultraamericana de terminar de una vez el enojoso asunto...
Mas, por fortuna, las autoridades habían tomado sus precauciones. Numerosos policías intervinieron, con tanta resolución como oportunidad, y separaron a los combatientes.
Apenas fueron separados unos de otros los adversarios, cuando su cólera, un poco superficial, desapareció.
Como necesitaban, sin embargo, un pretexto para hacer el mayor estrépito posible, si cesaron sus gritos contra el jefe del partido que no contaba con sus preferencias, continuaron lanzándolos en honor de aquel cuya bandera habían adoptado y hecho suya.
—¡Hurra por Dean Forsyth!
—¡Hurra por Hudelson!
Pronto estas exclamaciones se fundieron en un solo grito:
—¡A la estación! —gritaron ambos bandos de acuerdo.
Los policías dejaban hacer con indiferencia, hallándose ya descartado todo temor de perturbaciones graves. Ningún riesgo había, en efecto, en que sobreviniese una colisión entre los dos cortejos, uno de los cuales conducía triunfalmente a Mr. Dean Forsyth a la estación del Oeste, primera etapa para el Japón; y el otro escoltaba, no menos triunfalmente, al doctor Sydney Hudelson a la estación del Este, término de la línea de Nueva York, en donde él se embarcaría para la Patagonia.
Poco a poco fueron decreciendo las vociferaciones de ambos grupos, hasta que se extinguieron por completo en la lejanía.
Mr. John Proth, que desde el umbral de su puerta se había entretenido en mirar a la vociferante multitud, pensó entonces que era ya hora de almorzar, e hizo un movimiento para entrar en su casa.
En aquel momento fue abordado por un caballero y una señora que habían avanzado hasta él.
—Una palabra, señor juez —dijo el caballero.
—A la disposición de usted, Mr. y Mrs. Stanfort —respondió el juez con amabilidad.
—Señor —continuó Mr. Stanfort—, cuando, hace dos meses, comparecimos ante usted, fue para contratar nuestro matrimonio.
—Y yo me felicito de haberles conocido en tal ocasión.
—Hoy nos presentamos ante usted, señor juez, para divorciarnos...
El juez, como hombre de experiencia, comprendió que no era aquél momento de intentar una reconciliación.
—No me felicito menos de esta nueva ocasión de renovar nuestro conocimiento.
Ambos comparecientes se inclinaron.
—Tengan la bondad de pasar —propuso el magistrado.
—¿Es necesario? —preguntó Mr. Seth Stanfort como lo había hecho dos meses antes.
Y lo mismo que dos meses antes, el juez respondió flemáticamente:
—En manera alguna.
Imposible ser más acomodaticio.
—¿Traen ustedes las actas en regla? —inquirió el juez.