Sea ello lo que quiera, los cálculos y las observaciones permiten precisar más exactamente el valor del bólido. Este valor, al curso actual del oro, no sería inferior a cinco mil setecientos ochenta y ocho millares de millones de francos.
Por lo tanto, si no eran cien metros, como había supuesto el
Whaston Evening
, tampoco eran diez como había admitido el Standard. La verdad se encontraba entre ambas hipótesis; por lo demás, tal como era, sería capaz de satisfacer las más ambiciosas aspiraciones, si el meteoro no se hallaba destinado a trazar una trayectoria eterna alrededor del globo terrestre.
Cuando Mr. Dean Forsyth conoció el valor de su bólido, gritó:
—Yo soy quien lo ha descubierto, y no ese granuja de doctor Hudelson; a mí es a quien pertenece, y si llegase a caer sobre la Tierra, yo sería fabulosamente rico.
El doctor Hudelson, por su parte, repetía, tendiendo un brazo amenazador hacia la torre:
—Es un bien mío, es una cosa mía..., es la herencia de mis hijos, que se halla gravitando en el espacio. ¡Si llegase a caer sobre nuestro Globo, me pertenecería en toda propiedad, y yo sería muchas veces millonario!
Francis y Mrs. Hudelson preveían bien la manera como iba a acabar todo aquello. Pero ¿cómo mantener a ambos rivales en una pendiente tan resbaladiza? Imposible conversar tranquilamente con ellos. Parecían haber olvidado el proyectado matrimonio y no pensaban más que en su rivalidad, tan deplorablemente alimentada por los periódicos de la ciudad.
Los artículos de esos periódicos, bastante tranquilos de ordinario, llegaron a manifestarse furiosos, acometedores.
El
Punch
, por su parte, con sus epigramas y sus caricaturas, no cesaba de excitar a ambos enconados adversarios.
Había llegado el caso de temer que Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson quisiesen disputarse el bólido con las armas en la mano y arreglar la cuestión en un duelo a la americana.
Felizmente para la paz del mundo, al paso que ambos maniáticos perdían cada día un poco de su buen sentido, el público iba calmándose por grados. A todo el mundo acababa por imponerse la reflexión bien reucilla de que poco importaba que el bólido fuese de oro y que valiese millares de millones, desde el momento en que no era posible cogerlo.
Era efectivamente cierto que no era posible apoderarse de él. En cada una de sus revoluciones, el meteoro reaparecía con toda exactitud en el punto del cielo indicado por el cálculo. Su velocidad era, pues, uniforme, como desde el principio lo había hecho observar el
Whaston Standard
, y no había, por ende, razón ninguna para que sufriese nunca una disminución cualquiera. En consecuencia, el bólido gravitaría eternamente en el porvenir en torno de la Tierra como había gravitado probablemente desde toda la eternidad.
Estas consideraciones, reproducidas hasta la saciedad por todos los periódicos del Universo, contribuyeron poderosamente a calmar los espíritus. Cada día se fue pensando un poco menos en el bólido, y todos volvieron a sus ocupaciones habituales, no sin exhalar un suspiro de lástima por la imposibilidad de apoderarse del tesoro en el cual tanto se soñaba.
En su número del 9 de mayo hizo el
Punch
constar esa indiferencia, cada vez mayor, del público respecto de lo que pocos días antes tanto le apasionaba, y prosiguiendo la broma del proceso, que, al parecer, juzgaba excelente, expuso nuevas razones para caer sobre los dos inventores del meteoro, a quienes quería que se procesase, condenándoles a daños y perjuicios.
Los interesados ignoraron siempre que les hubiese nunca amenazado un proceso semejante, sin precedentes a buen seguro.
Mientras que los otros humanos volvían de nuevo su atención hacia las cosas de la Tierra, los señores Dean Forsyth y Sydney Hudelson continuaban sumiéndose en el azul y persistían en ojearle con sus obstinados telescopios.
En el que se le ocurren hasta dos ideas a Zephyrin Xirdal
Se solía decir en el lenguaje familiar: «¿Quién? ¿Zephyrin Xirdal...? ¡Qué tipo!» Tanto en lo físico como en lo moral era, en efecto, Zephyrin Xirdal un personaje muy singular.
Un cuerpo largo, desmadejado; camisa frecuentemente sin cuello, y siempre sin puños; pantalón en forma de tirabuzón; chaleco al que faltaban dos botones de cada tres; chaquetón inmenso, con los bolsillos llenos de objetos diversos; todo ello muy sucio y cogido al azar de un montón de trajes sueltos; tal era el aspecto general de Zephyrin Xirdal y tal su manera de comprender la elegancia. De sus espaldas, encorvadas como el techo de una cueva, pendían brazos kilométricos, terminados por enormes manos velludas —de una prodigiosa destreza, sin embargo—, a las que su propietario no ponía en contacto con el jabón más que a intervalos indeterminados.
Si la cabeza, como en todo el mundo, era el punto culminante de su persona, era porque no había podido ser de otro modo.
Pero este ser original se vengaba y resarcía ofreciendo a la admiración pública una cara cuya fealdad llegaba hasta la paradoja. Nada, empero, más sugestivo que aquellos rasgos contradictorios. Mentón grueso y cuadrado; boca grande, de labios gordos, bien amueblada con magníficos dientes; nariz ancha; orejas mal formadas, que parecían huir con horror el contacto del cráneo; todo ello sólo de un modo muy indirecto evocaba el recuerdo de Antínoo. Por el contrario, la frente, grandiosamente modelada, de una admirable nobleza de líneas, coronaba aquel semblante extraño, como un templo corona una colina, templo a la altura de los más sublimes pensamientos. Finalmente, para acabar, Zephyrin Xirdal, por debajo de esta amplia frente, abría a la luz del día dos grandes ojos saltones, que expresaban, según la hora y el minuto, la más maravillosa inteligencia o la más prodigiosa estupidez a veces en rápido contraste.
No se apartaba con menos violencia en lo moral de la vulgaridad de sus contemporáneos.
Refractario a toda enseñanza regular, había decretado desde su más tierna edad que se instruiría completamente solo, y sus padres se habían visto obligados a acatar su indomable voluntad; lo cual, al fin y al cabo, no les había resultado del todo mal. A una edad en que uno se arrastra todavía por los bancos de los liceos, Zephyrin Xirdal había concurrido —por divertirse, según él decía —a todas las grandes escuelas, una tras otra; y en esos concursos había obtenido invariablemente el primer puesto.
Esos éxitos, sin embargo, se olvidaban apenas conquistados. Las grandes escuelas habían debido ir borrando sucesivamente de las listas a aquel alumno, que se olvidaba de presentarse a las clases.
Muertos sus padres cuando tenía dieciocho años, quedando así dueño de sus acciones y rico, con unos quince mil francos de renta, Zephyrin Xirdal se apresuró a dar todas las firmas que le pidió su tutor y padrino, el banquero Robert Lecoeur, a quien llamaba «su tío» por una costumbre de la infancia. Libre después de toda clase de cuidados, se instaló en dos habitaciones minúsculas de un sexto piso de la calle Cassette, en París,
Allí permanecía aún a los treinta y un años.
Desde que había instalado allí sus penates, el local no se había agrandado y, no obstante, era prodigiosa la cantidad de cosas que había ido almacenando. Todo mezclado y confundido, distinguíanse máquinas y pilas eléctricas, dínamos, aparatos de óptica, retortas y otros cien aparatos diversos. Montañas de folletos, de libros, de papeles se elevaban desde el suelo hasta el techo, amontonándose a la vez sobre la mesa y sobre la única silla, cuyo respectivo nivel iban elevando simultáneamente, de tal suerte que nuestro erudito no se daba cuenta del cambio cuando sentado sobre la una escribía sobre la otra. Por lo demás, cuando se hallaba demasiado molesto por los papelotes, sin gran fatiga ponía remedio a ese inconveniente; de un revés lanzaba algunos libros al centro de la habitación; luego, tranquilo ya, se ponía a trabajar sobre una mesa perfectamente en orden, toda vez que no quedaba ya en ella nada absolutamente y se hallaba dispuesta, por consiguiente, para ser objeto de nuevas invasiones.
¿Qué era, pues, lo que hacía Zephyrin Xirdal?
Por regla general, debe reconocerse así, se contentaba con seguir sus ensueños envuelto en el aromático humo de una pipa inextinguible. Pero muchas veces, con intervalos variables, acudía a él una idea. Entonces arreglaba él la mesa a su manera, es decir, desembarazándola de un puñetazo, y se instalaba en ella para no abandonarla hasta terminar el trabajo, durase lo que durase, cuarenta minutos o cuarenta horas. Luego, una vez puesto el punto final, dejaba el papel que contenía el resultado de sus investigaciones sobre la mesa, en la cual ese papel constituía una parte de otra futura pila, que sería destruida como la precedente, cuando llegase la nueva crisis de trabajo.
En el transcurso de esas crisis sucesivas e irregularmente espaciadas, había tocado él un poco de todas las cosas. Matemáticas trascendentales, física, química, fisiología, filosofía, ciencias puras y aplicadas, habían solicitado a su turno su atención. Cualquiera que hubiese sido el problema, habíale abordado siempre con la misma violencia y el mismo frenesí, y sólo lo había abandonado cuando lo había resuelto, a menos que... A menos que otra idea no le atrajese con igual fuerza.
¡Cuántas observaciones ingeniosas o profundas, cuántas notas definitivas sobre las dificultades más arduas de las ciencias exactas o las experimentales, cuántas invenciones prácticas dormían en el montón de papelotes que Zephyrin Xirdal revolvía con un pie, desdeñosamente! Jamás había pensado en sacar partido de aquel tesoro, si no era cuando alguno de sus raros amigos se lamentaba ante él de la inutilidad de una investigación en un sentido cualquiera.
—Esperad —decía entonces Xirdal—; Yo debo de tener algo de eso por aquí encima.
Al mismo tiempo alargaba la mano, y del primer golpe, con un maravilloso acierto, cogía de entre todos aquellos papelotes aquel de sus estudios relativo a la cuestión que se trataba y lo entregaba a su amigo, con el permiso de usar de él a su antojo. Ni una sola vez se le ocurrió la idea de que al obrar así obraba contra sus intereses.
¿Hacer dinero...? ¿Para qué? Cuando necesitaba dinero se iba a casa de su padrino, Monsieur Robert Lecoeur, el cual, si bien había dejado de ser su tutor, continuaba siendo su banquero. Desde que vivía en la calle de Cassette había procedido así. Tener deseos sin cesar renacientes y ser capaz de realizarlos es evidentemente una de las formas de la felicidad, pero no es la única; sin la sombra del más mínimo deseo, Zephyrin Xirdal era completamente feliz.
Aquella mañana del 1.° de mayo, este hombre feliz, sentado con comodidad sobre su única silla, descansando los pies, algunos centímetros más altos que la cabeza sobre el alféizar de la ventana, fumaba una pipa particularmente agradable, distrayéndose en descifrar charadas impresas en un papel en forma de bolsa que le había entregado el tendero envolviendo alguna sustancia alimenticia. Terminada esta operación, y una vez arrojado el papel al montón, tendió indolentemente su mano izquierda del lado de la mesa con el objeto de coger alguna cosa, fuera la que fuese.
Lo que esa mano izquierda halló fue un montón de periódicos. Zephyrin Xirdal cogió al azar uno de esos periódicos, que resultó ser un número del Journal de hacía ocho días. Esa antigüedad no era para espantar a un lector que vivía fuera del espacio y del tiempo.
Dirigió las miradas sobre la primera página; pero, naturalmente, no la leyó; de igual manera recorrió la segunda y todas las demás, hasta llegar a la última, en la que se detuvo interesándose mucho en los anuncios; después, creyendo pasar a la página siguiente, volvió inocentemente a la primera.
Sin darse cuenta, sus miradas cayeron sobre el epígrafe del artículo de redacción, y un destello de inteligencia brilló en sus pupilas, que hasta ese momento sólo habían expresado la más perfecta imbecilidad.
El destello se acentuó hasta convertirse en llamarada a medida que proseguía y se terminaba la lectura.
—¡Toma...! ¡Toma...! ¡Toma! —murmuró en tres tonos diferentes Zephyrin Xirdal, que se creyó en el deber de proceder a una segunda lectura.
Tenía la costumbre de hablar en voz alta, y hasta de hablar en plural en la soledad de su gabinete; pero esta vez se limitó a su triple exclamación. Poderosamente interesado por la prosa del Journal, continuó en silencio su lectura.
¿Qué era, pues, lo que leía con tanto y tan evidente apasionamiento ?
El último ser de todo el mundo descubría sencillamente entonces el bólido de Whaston y aprendía al propio tiempo su insólita composición, habiendo dado la casualidad de que sus miradas cayeran sobre un artículo que hablaba de aquella fabulosa bola de oro.
—¡Vaya una cosa extraña! —declaró para sí mismo, una vez terminada su segunda lectura.
Permaneció algunos instantes soñando; luego sus pies abandonaron el alféizar de la ventana y se acercó a la mesa. La crisis de trabajo era inminente.
Sin vacilar encontró en medio de todas las demás la revista científica que deseaba, y la abrió en la página que era preciso.
Una revista científica tiene el derecho de ser más técnica que un gran diario; y así, en aquélla aparecían todos los elementos del bólido; trayectoria, velocidad, volumen, masa, naturaleza; con todos los pormenores y el tecnicismo científico correspondiente.
Zephyrin Xirdal se asimiló sin esfuerzo aquel alimento intelectual de naturaleza, sin embargo, bastante indigesta, tras lo cual lanzó una mirada sobre el cielo, comprobando que ninguna nube manchaba su azul.
—Vamos, pues, nosotros a verlo... —murmuró, sin dejar de efectuar con una mano impaciente rápidos cálculos.
Hecho esto, introdujo su brazo bajo un montón de papeles acumulados en uno de los rincones, y con un movimiento al que sólo una larga práctica podía dar tan gran precisión, envió el montón a otro rincón.
—¡Es admirable el orden que tengo! —dijo con evidente satisfacción al ver que, conforme a sus previsiones, quedaba al descubierto un anteojo astronómico, tan cubierto de polvo como una botella centenaria.
Conducir el anteojo ante la ventana, dirigirle hacia el punto del cielo que acababa de determinar por el cálculo, aplicar su ojo al ocular, todo eso no necesitó sino un instante.
—Perfectamente exacto —dijo, tras algunos minutos de observación.
Algunos otros instantes de reflexión, y luego cogió deliberadamente su sombrero y comenzó a bajar sus seis pisos en dirección a la calle de Drouot, a la casa de banca Lecoeur, de la que esa calle se enorgullecía con justicia.