La caza del meteoro (12 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La caza del meteoro
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Zephyrin Xirdal sólo conocía una manera de hacer sus trayectos; jamás ómnibus, tranvías ni coches; cualesquiera que fuesen las circunstancias que tenía que recorrer, recorríalas invariablemente a pié.

Pero hasta en este ejercicio, el más natural y el más práctico de todos los deportes, no era posible que dejase de mostrarse original. Con los ojos bajos, balanceando sus anchas espaldas de derecha a izquierda, marchaba a través de la ciudad lo mismo que si hubiese estado en un desierto; con igual seguridad avanzaba, sin fijarse en vehículos ni peatones. Así, ¡cuántas exclamaciones de «bruto», «mal educado», «grosero», proferidas por los paseantes atropellados! ¡Qué de injurias más enérgicas, vociferadas por los cocheros obligados a detener sus carruajes para no atropellarle!

De nada de eso se cuidaba Zephyrin Xirdal. Sin darse cuenta del concierto de maldiciones que se alzaba tras él, como la estela que forma detrás de un buque en marcha, proseguía imperturbable su camino a grandes pasos, iguales y firmes.

Veinte minutos le bastaron para llegar a la calle Drouot, a la banca Lecoeur.

—¿Está mi tío? —preguntó al ordenanza, que se había levantado al acercarse él.

—Sí, señor Xirdal.

—¿Sólo?

—Sí, señor.

Zephyrin Xirdal empujó la puerta y penetró en el despacho del banquero.

—¡Toma! ¿Eres tú? —preguntó maquinalmente Monsieur Lecoeur al ver aparecer a su sobrino.

—Toda vez que estoy aquí en carne y hueso —respondió Zephyrin Xirdal— me atrevo a afirmar que la pregunta es ociosa y que la respuesta sería superfetatoria.

Monsieur Lecoeur, habituado a las singularidades de su ahijado, a quien consideraba, con razón, como un desequilibrado, aunque en ciertos aspectos genial, echóse a reír de muy buena gana.

—¡Efectivamente! —reconoció—. Pero el haber respondido sí habría sido más breve. Y el objeto de tu visita, ¿tengo derecho de preguntarlo? —Sí, porque...

—¡Inútil! —interrumpió Monsieur Lecoeur—. Mi segunda pregunta es tan superflua como la primera, habiéndome enseñado la experiencia que te veo únicamente cuando tienes necesidad de dinero.

—¡Eh! —objetó Zephyrin Xirdal—. ¿No es usted mi banquero?

—Cierto —concedió Monsieur Lecoeur—; pero tú eres un cliente bien singular. ¿Me permitirás a este propósito que te dé un consejo?

—¡Si eso le resulta agradable...! —Ese consejo es que seas un poco menos económico. ¡Qué diablo!, mi querido amigo, ¿qué haces tú de tu juventud? ¿Tienes idea siquiera del estado de tu cuenta en mi casa? —Ni la más mínima.

—Tu cuenta... es monstruosa sencillamente. Pero, hombre, te dejan tus padres más de quince mil francos de renta, ¡y no llegas a gastar ni cuatro mil!

—¿Sí? —dijo Xirdal, muy sorprendido, al parecer, con la noticia que oía por la vigésima vez.

—Así es; de tal modo que tus intereses van acumulándose; no conozco exactamente tu crédito actual, pero con toda seguridad pasa de cien mil francos. ¿En qué vamos a emplear ese dinero?

—Estudiaré la cuestión —afirmó Zephyrin Xirdal muy seriamente—. Por lo demás, si no sabe usted qué hacer de ese dinero, no tiene que hacer sino desembarazarse de él.

—¿Cómo?

—Dándolo; es muy sencillo.

—¿A quién?

—A cualquiera; ¿qué me importa a mí y qué quiere usted que yo haga?

Monsieur Lecoeur alzó los hombros.

—En fin, ¿qué necesitas hoy? —preguntó—. ¿Doscientos francos, como de costumbre?

—Diez mil francos —respondió Zephyrin Xirdal.

—¿Diez mil francos? —repuso Monsieur Lecoeur, sorprendido—. ¡He ahí una cosa bien rara, hombre! ¿Qué es, pues, lo que quieres hacer tú con diez mil francos? —Un viaje.

—Excelente idea. ¿A qué país?

—No sé nada —declaró Zephyrin Xirdel. Monsieur Lecoeur, muy divertido, miró burlonamente a su ahijado y cliente.

—Es ése —dijo muy serio— un hermoso país. He ahí tus diez mil francos. ¿Es eso todo lo que deseas? —No; necesitaría también un terreno. —¿Un terreno? —repuso el banquero, que iba, como suele decirse, de sorpresa en sorpresa.

—Un terreno como todos los terrenos; dos o tres kilómetros cuadrados, por ejemplo.

—Un pequeño terreno —afirmó fríamente Monsieur Lecoeur, que preguntó en tono de broma—; Boulevard des Italiens?

—No —respondió Zephyrin Xirdal—. No en Francia.

—¿Dónde, entonces? Habla.

—No sé nada —dijo por segunda vez Zephyrin Xirdal, sin conmoverse lo más mínimo.

Monsieur Lecoeur retenía a duras penas la risa.

—Así al menos hay donde elegir —dijo—. Pero, dime, mi querido Zephyrin, ¿no estarás tú un poco... chiflado, por casualidad? ¿A qué demonios viene todo eso?

—Tengo un negocio en perspectiva —declaró Zephyrin Xirdal, mientras su frente se plegaba bajo el esfuerzo de la reflexión.

—¡Un negocio! —exclamó su tío en el colmo de la extrañeza.

Que aquel loco soñase en negocios era, en efecto, cosa de confundir a cualquiera. —Sí —afirmó Zephyrin Xirdal. —¿Importante?

—¡Bah...! De cinco a seis mil millares de millones de francos.

Esta vez no pudo Monsieur Lecoeur dejar de mirar con inquietud a su ahijado; si no bromeaba, era que estaba loco de veras.

—¿Has dicho...? —preguntó.

—De cinco a seis mil millares de millones de francos —repitió Zephyrin Xirdal, muy tranquilamente.

—¿Estás en tu juicio, Zephyrin? —insistió Monsieur Lecoeur—. ¿Sabes tú que no hay sobre la tierra bastante oro para hacer la centésima parte de esa suma fabulosa?

—Sobre la tierra es posible —dijo Xirdal—; pero en otra parte ya es cosa distinta. —¿En otra parte?

—Sí; a cuatrocientos kilómetros de aquí, según la vertical.

Un rayo de luz atravesó el espíritu del banquero. Informado, como todo el mundo, por los periódicos, que durante tan largo tiempo habían tratado el mismo asunto, creyó haber comprendido. Había comprendido, en efecto.

—¿El bólido? —balbució, palideciendo levemente.

—El bólido —repuso Xirdal tranquilamente.

Si otro que su ahijado se hubiese expresado en aquellos términos, era indudable que Monsieur Lecoeur le habría hecho poner inmediatamente a la puerta; los instantes de un banquero son demasiado preciosos para que le sea permitido gastarlos inútilmente en escuchar locuras. Pero Zephyrin Xirdal no era como todo el mundo. Harto cierto era que la cabeza de éste no se hallaba muy bien equilibrada y que le faltaba algún tornillo, mas no por eso dejaba de contener un cerebro de genio para el que nada era imposible
a priori
.

—¿Quieres tú explotar el bólido? —preguntó Monsieur Lecoeur, mirando a su ahijado cara a cara con profunda curiosidad.

—¿Por qué no? ¿Qué hay de extraordinario en ello?

—Pero ese bólido se halla a cuatrocientos kilómetros del suelo, según acabas de decir tú mismo. Supongo que no tendrás la pretensión de elevarte hasta allá...

—¿Para qué, si puedo hacerle caer?

—¿El medio?

—Yo lo tengo; eso basta.

—¡Lo tienes...! ¡Lo tienes...! ¿Cómo podrás tú obrar sobre un cuerpo tan distante? ¿Dónde tomarás tu punto de apoyo? ¿Qué fuerza pondrás en juego?

—Sería muy largo el explicarle a usted esto —respondió Zephyrin Xirdal—, y, por lo demás, bien inútil; no comprendería usted una palabra.

—Muy bondadoso —dijo sin enfadarse y dando las gracias Monsieur Lecorue.

A su instancia, consintió, no obstante, su ahijado en dar algunas sucintas explicaciones; explicaciones que el narrador de esta singular historia va a resumir, sin declararse en pro ni en contra de ellas.

Para Zephyrin Xirdal, la materia no es más que una apariencia, y pretende demostrarlo fundándose en la imposibilidad de conocer su constitución íntima. Puede descomponérsela en partículas, moléculas, y átomos, pero siempre quedará algo, una última fracción respecto de la cual se planteará íntegramente el problema; y o habría que proceder hasta el infinito, o tendría que llegarse a un principio primero que no fuera materia; este primer principio inmaterial es la energía.

¿Qué es la energía? Zephyrin Xirdal confiesa que no sabe nada acerca de eso. No hallándose el hombre en relación con el mundo exterior más que por medio de los sentidos, y siendo los sentidos del hombre sensibles exclusivamente a las excitaciones de orden material, todo lo que no es materia permanece ignorado de él. Si por un esfuerzo de la razón pura puede admitir la existencia de un mundo inmaterial, es imposible que conciba su naturaleza o que se la imagine al menos.

La energía, según Zephyrin Xirdal, llena el Universo y oscila eternamente entre dos límites: el equilibrio absoluto, que solamente podría obtenerse con la repartición uniforme en el espacio, y la concentración absoluta en un solo punto, que se vería en ese caso rodeado de un vacío perfecto.

En oposición con el axioma clásico «nada se crea y nada se pierde», proclama Xirdal que todo se crea y todo se pierde. La sustancia, eternamente destruida, se recompone eternamente; cada uno de sus cambios de estado va acompañado de una irradiación de energía y de una destrucción de sustancia correspondiente.

Esta destrucción existe, aun cuando no pueda ser comprobada. El sonido, el calor, la electricidad, la luz, son una prueba indirecta de ello. Esos fenómenos son materia irradiada, y por medio de ellos se manifiesta la energía liberada, aun cuando bajo una forma grosera aún y semimaterial. La energía pura, sublimada en cierta suerte, sólo puede existir más allá de los confines de los mundos materiales. La manifestación de esa energía y de su tendencia a una condensación siempre mayor es la atracción.

Tal es la teoría que Zephyrin Xirdal exponía.

—Sentado esto —concluyó diciendo Xirdal, como si acabase de emitir las proposiciones más sencillas—, basta con que yo liberte una pequeña cantidad de energía y la dirija sobre tal o cual punto del espacio que me convenga, para que sea dueño de ejercer una influencia sobre un cuerpo próximo, sobre todo si ese cuerpo es de poca importancia, que también él tenga una cantidad considerable de energía. ¡Esto es elemental!

—Y ¿tienes tú el medio de liberar esa energía? —preguntó Monsieur Lecoeur.

—Tengo, lo cual viene a ser lo mismo, el medio de abrirle un paso, quitando ante él todo lo que es sustancia y materia.

—¡En ese caso —exclamó Monsieur Lecoeur— podrías trastornar tú toda la mecánica celeste!

No pareció Zephyrin Xirdal turbado ante la enormidad de semejante hipótesis.

—Actualmente —reconoció con una modesta sencillez—, la máquina que yo he construido no puede darme más que resultados mucho más débiles. Es, no obstante, suficiente para dar movimiento e impulso a un bólido de algunos millares de toneladas.

—¡Amén! —terminó diciendo Monsieur Lecoeur, que comenzaba a sentirse conmovido—. ¿Pero, ¿dónde piensas hacer caer a tu bólido?

—En mi terreno.

—¿Qué terreno?

—El que habrá de comprarme usted cuando yo haya hecho los cálculos necesarios. Ya le escribiré acerca de este particular. Por supuesto, elegiré, en lo que posible sea, una región casi desierta en que esté barato el suelo; y puede ocurrir que haya dificultades para el acta de venta; no soy completamente libre en la elección, y puede suceder que el país no sea de muy cómodo acceso.

—Eso es asunto mío —dijo el banquero—. Yo respondo de todo a este respecto.

Con esta seguridad y con los diez mil francos puestos en un paquete en su bolsillo, volvióse a grandes pasos a su casa Zephyrin Xirdal, y una vez encerrado en ella, sentóse a su mesa, previamente desembarazada, de un revés, como siempre.

La crisis de trabajo se hallaba indudablemente en su período decisivo.

Toda la noche se la pasó encarnizado en sus cálculos, pero al llegar la mañana estaba descubierta la solución. Había determinado la fuerza que era necesario aplicar al bólido, las horas en las que debía aplicarse esta fuerza, las direcciones que convenía darle, el lugar y la fecha de la caída del meteoro.

Tomó en seguida la pluma, escribió a Monsieur Lecoeur la carta prometida, bajó a depositarla en el buzón y volvió a encerrarse en su habitación.

Cerrada la puerta, aproximóse a uno de los rincones, al mismo donde había arrojado la víspera con tan admirable precisión el montón de papeles que cubría el anteojo. Tratábase a la sazón de llevar a cabo la operación inversa. Metió el brazo en el montón de papelotes y los envió, al sitio de donde habían llegado.

Tuvo esto como resultado el hacer aparecer a la luz del día una caja negruzca, que Xirdal levantó sin esfuerzo, transportándola al centro de la habitación, frente a la ventana.

Nada de particular había en el aspecto de aquella caja, un sencillo cubo de madera pintado de color oscuro. En el interior sólo había carretes intercalados entre una serie de ampollas de vidrio, cuyas agudas extremidades estaban unidas de dos en dos por hilos de cobre. Sobre la caja, al aire libre, se descubría un reflector metálico con una última ampolla doblemente fusiforme, que ningún conductor material unía a las demás.

Con ayuda de instrumentos de precisión, orientó Zephyrin Xirdal el reflector metálico en el sentido riguroso que le indicaban sus cálculos de la noche anterior; luego, habiendo comprobado que todo se hallaba en orden, colocó en la parte interior de la caja un tubito que brillaba con vivos destellos. A medida que iba realizando esas operaciones, hablaba, según su costumbre, como si hubiera querido hacer admirar su elocuencia a un imponente auditorio.

—Esto, señores —decía—, es el Xirdaliwn, cuerpo cien mil veces más radiactivo que el radio. Advertiré, dicho sea entre nosotros, que si yo uso este cuerpo es un poco para la galería. No es que perjudique, pero la tierra irradia bastante energía para que resulte superfluo añadirle nada. Es un grano de sal en el mar. Sin embargo, un poco de
mise en scéne
no sienta mal, a mi juicio, en una experiencia de esta naturaleza.

Mientras hablaba, había cerrado la caja, unida por medio de dos cables con los elementos de una pila colocada sobre un estante.

—Las corrientes neutras helicoidales —continuó—, por ser neutras, tienen naturalmente la propiedad de rechazar todos los cuerpos sin excepción, hállense esos cuerpos más o menos electrizados. Por otra parte, siendo helicoidades, adoptan una forma helicoidal; hasta un niño comprendería esto...

Cerrado el circuito, dejóse oír un suave rumor en la caja, y una luz azulada brotó de la ampolla exterior. Casi en seguida tomó esta ampolla un movimiento de rotación, que, lento al principio, fue acelerándose de segundo en segundo hasta llegar pronto a ser absolutamente vertiginoso.

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