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Authors: Herman Koch

La cena (19 page)

BOOK: La cena
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—¿Necesita tiempo para pensar si tiene hijos o no? —preguntó el psicólogo con una sonrisa.

—No —repuse—. Es sólo que...;

—¿Está pensando en tenerlos, tal vez?

Aún ahora estoy completamente seguro de que le respondí sin pestañear siquiera:

—Sí. ¿Me lo desaconsejaría usted? ¿En mi caso?

Van Dieren se inclinó sobre el escritorio, dobló las manos bajo la barbilla y apoyó los codos en la mesa.

—No. Es decir, hoy en día es posible detectar esas anomalías mucho antes del nacimiento. Con una prueba de embarazo o amniocentesis. Naturalmente, debe usted saber en qué se mete. La interrupción de un embarazo no debe tomarse a la ligera.

Varias cosas a la vez cruzaron mi mente. Las repasé una a una. Debía tratarlas por separado. No había mentido al contestar afirmativamente a la pregunta del psicólogo sobre si estábamos pensando en tener hijos. Como mucho, le había ocultado que ya teníamos uno. Había sido un parto muy duro. Los primeros tiempos después del nacimiento de Michel, Claire no había querido oír hablar de un nuevo embarazo, pero últimamente había vuelto a sacar el tema en alguna ocasión. Sabíamos que teníamos poco tiempo para decidirnos, de lo contrario, la diferencia de edad entre Michel y su hermanito o hermanita sería demasiado grande, si es que no lo era ya.

—¿De modo que hay una prueba que permite detectar si tu hijo ha heredado tu afección? —pregunté. Reparé en que tenía los labios más resecos que antes y tuve que humedecerlos con la punta de la lengua para poder pronunciar aquellas palabras.

—Bueno, debo corregirme en una cosa. Hace un momento le he dicho que la enfermedad puede detectarse en el líquido amniótico, pero no he sido del todo preciso. Con la amniocentesis podemos ver si hay algo anormal, pero para identificarlo se requieren más pruebas.

Ahora hablábamos ya de enfermedad, constaté. Habíamos empezado con una afección, luego habíamos seguido con un síndrome y una anomalía, para terminar con una enfermedad.

—Pero en cualquier caso es motivo suficiente para un aborto —dije—. ¿Incluso sin hacer más pruebas?

—Mire. En el líquido amniótico detectamos claramente las señales del síndrome de Down o la llamada espina bífida. En esos casos siempre aconsejamos interrumpir el embarazo. Con esta enfermedad estamos más a oscuras, pero siempre advertimos a los padres. En la práctica, la mayoría acaba decidiendo no arriesgarse.

Van Dieren había empezado a utilizar la primera persona del plural. Como si se erigiera en representante de toda la profesión médica, a pesar de no ser más que un simple psicólogo. Un psicólogo escolar, encima. Imposible caer más bajo.

¿Se había hecho Claire la amniocentesis? Lo peor era que no estaba seguro. Yo la había acompañado a casi todo: a la primera eco, a la primera clase de gimnasia para embaraza das —sólo a la primera; por fortuna, a Claire le pareció más ridículo que a mí que el hombre tuviera que resoplar y jadear a la par que su mujer—, a la primera visita con la comadrona, que se convirtió en la última. «¡No quiero saber nada de comadronas!», exclamó.

Pero Claire también fue algunas veces sola al hospital. Decía que le parecía una tontería que yo tuviera que sacrificar media jornada laboral para una visita rutinaria con el ginecólogo.

Estuve a punto de preguntarle a Van Dieren si todas las mujeres embarazadas se hacían la amniocentesis o sólo las que pertenecían a un grupo de riesgo, pero me tragué la frase.

—¿Hace treinta o cuarenta años ya existía la amniocentesis? —pregunté en cambio.

Él se quedó pensativo unos instantes.

—Creo que no. No, ahora que lo dice. Estoy seguro de que no. En aquella época no se hacía.

Nos miramos; en ese momento también estuve seguro de que Van Dieren estaba pensando lo mismo que yo. Pero no dijo nada. Probablemente no se atrevía a decirlo. Y por eso lo dije yo:

—¿De modo que debo agradecer al retraso de la ciencia de hace cuarenta años el estar hoy aquí frente a usted? Estar vivo —añadí innecesariamente, pero me dio la gana oírlo de mis propios labios.

Van Dieren asintió despacio con la cabeza y en su rostro apareció una sonrisa divertida.

—Si lo plantea usted de ese modo... —dijo—. Si esa prueba hubiese estado disponible entonces, no sería del todo impensable que sus padres hubieran optado por ir sobre seguro.

32

Me tomé la medicación. Los primeros días no sucedió nada, pero eso es lo que me habían dicho que ocurriría. El efecto no empezaría a notarse hasta al cabo de unas semanas. Sin embargo, no me pasó por alto que ya desde un primer momento Claire me miraba de forma distinta. «¿Cómo te sientes?», me preguntaba varias veces al día. «Bien», le respondía yo. Y así era, de verdad, me sentía muy bien. Disfrutaba del cambio, disfrutaba especialmente del hecho de no tener que ponerme cada día delante de la clase: todas aquellas caras mirándome durante una hora entera, y a la hora siguiente venían otras caras, y la cosa seguía así, hora tras hora; el que nunca haya estado delante de una clase no sabe lo que es.

Al cabo de una semana escasa, antes de lo esperado, los medicamentos empezaron a surtir efecto. Me pilló por sorpresa, y sobre todo me asustaba que actuasen sin que yo llegase a notarlo siquiera. Lo que más temía era sufrir un cambio de personalidad, que mi personalidad se viera alterada. Quizá sería más soportable para las personas de mi entorno más inmediato, pero me perdería a mí mismo por el camino. Había leído los prospectos, mencionaban unos efectos secundarios francamente alarmantes. Los «mareos», la «piel seca» y la «falta de apetito», pase, pero es que además hablaban de «sensación de angustia», «hiperventilación» y «pérdida de memoria».

—Esto es serio —le dije a Claire—. Tomaré la medicación, no tengo elección, pero prométeme que me avisarás si algo no va bien. Si empiezo a olvidarme de las cosas o me comporto de forma rara, debes decírmelo y la dejaré.

Mis temores resultaron infundados. Un domingo por la tarde, unos cinco días después de haberme tomado la primera dosis de pastillas, estaba sentado en el sofá de la sala con el grueso periódico del sábado en el regazo. A través de la puerta corredera de cristal miré el jardín donde, en aquel preciso instante, empezaba a llover. Era uno de esos días de nubes blancas, trozos de cielo azul y mucho viento. Me apresuro a hacer constar que a lo largo de los últimos meses a menudo me había angustiado mi propia casa, mi propia sala de estar y sobre todo mi presencia en esa casa y esa sala. Aquella angustia estaba directamente relacionada con la presencia de más personas como yo en otras casas y salas parecidas. En especial por las noches, en la oscuridad, cuando por lo general todo el mundo estaba «en casa», esa sensación me dominaba con rapidez. Desde el sofá, a través de los arbustos y las ramas de los árboles, distinguía las ventanas del otro lado de la calle. Pocas veces llegaba a ver gente, pero las ventanas iluminadas delataban su presencia del mismo modo que mi ventana iluminada delataba la mía. No quisiera dar una impresión equivocada: lo que me angustia no son las personas en sí, ni el ser humano como especie. Estar entre una multitud no me provoca desasosiego, y no soy para nada el tipo raro de las fiestas, el individuo poco sociable con quien nadie quiere hablar y cuyo lenguaje corporal sólo expresa que quiere que lo dejen tranquilo. No; es otra cosa. Tiene que ver con el carácter transitorio de todas aquellas personas en sus salas de estar, en sus casas, en sus edificios, en sus barrios con proyectos urbanísticos donde una calle lleva a otra y una plaza enlaza con otra a través de esas calles.

De modo que algunas noches me ponía a pensar en cosas así, sentado en el sofá de la sala. En mi interior algo susurraba que debía dejar de pensar, que, sobre todo, no debía profundizar demasiado en esos pensamientos. Pero nunca me funcionaba, seguía dando vueltas a las cosas hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. Hay gente por todas partes, me decía, en estos momentos están sentados en un sofá de una sala de estar parecida a ésta. Dentro de un rato se acostarán, intimarán un poco o se dirán algo cariñoso o callarán obstinadamente porque acaban de tener bronca y ninguno de los dos quiere ser el primero en dar el brazo a torcer, después apagarán la luz. Pensaba en el tiempo, en el paso del tiempo para ser exactos, lo vasta, inconmensurable, larga, oscura y vacía que podía llegar a ser una hora. El que así piensa no necesita los años luz. Pensaba en la cantidad de gente, en la cifra, no sólo en términos de superpoblación o contaminación, ni con el temor de que habría un momento en que no tendríamos suficiente alimento para todos, sino en la cantidad en sí misma. Si tres millones o seis mil millones servían a algún propósito determinado. Llegados a ese punto, empezaba a acusar los primeros síntomas de malestar. No es que haya necesariamente demasiada gente, cavilaba, pero sí hay mucha. Pensaba en los alumnos de mi clase. Todos tenían algo que hacer: abordar la vida, hacer su vida. Con lo larga que puede ser una sola hora... Tenían que encontrar trabajo y formar una pareja. Luego vendrían los niños y también esos niños recibirían clase de Historia en el colegio, aunque no de mí. Desde cierta altura, uno sólo ve la presencia de la gente y no a la gente propiamente dicha. Entonces me entraba la angustia. Desde fuera apenas se me notaba, salvo por el hecho de que aún no hubiese abierto el periódico. «¿Te apetece una cerveza?», me preguntaba Claire entrando en la sala con una copa de vino tinto. Tenía que decir: «Sí, gracias» sin que mi voz causara extrañeza: temía que mi voz sonara como la de alguien recién despertado, alguien que acaba de levantarse y aún no ha pronunciado ninguna palabra. O sencillamente que hablase con una voz extraña que no se pareciese en nada a la mía, una voz angustiada. En ese caso, Claire enarcaría las cejas y me preguntaría si me pasaba algo. Y por supuesto yo le diría que no y negaría con la cabeza, pero con excesiva vehemencia, por lo que me delataría, diciendo con una vocecilla alarmada muy distinta de la mía: «No, no me pasa nada. ¿Qué iba a pasarme?»

¿Y entonces qué? Entonces Claire vendría a sentarse a mi lado en el sofá y me tomaría la mano entre las suyas; también cabía la posibilidad de que me pusiera la mano sobre la frente, como se hace con los niños para saber si tienen fiebre. Entonces llegaría el momento: yo sabría que la puerta había pasado de entreabierta a abierta de par en par. Claire preguntaría de nuevo si no me pasaba nada y yo volvería a negar con la cabeza (con menos vehemencia esta vez). Al principio, ella parecería bastante preocupada, pero la preocupación se disiparía pronto: al fin y al cabo, yo tenía reacciones normales, mi voz ya no temblaba, contestaba tranquilamente a sus preguntas. No, sólo estaba pensando un poco. ¿Sobre qué? Ya no lo recuerdo. Vamos, ¿sabes cuánto rato llevas ahí sentado con el periódico en el regazo? ¡Una hora y media, tal vez dos! Estaba pensando en el jardín, que quizá podríamos poner una caseta. Paul... ¿Sí? No llevas una hora y media pensando en el jardín. No, claro que no, digo que el último cuarto de hora he estado pensando en el jardín. Pero ¿y antes?

Aquel domingo por la tarde, una semana después de mi sesión con el psicólogo del colegio, pude contemplar el jardín por primera vez en mucho tiempo sin que me abruma sen los pensamientos. Oía a Claire en la cocina. Tarareaba alguna canción que emitía la radio, no la conocía, pero las palabras «también mi florecilla» aparecían una y otra vez.

—¿Por qué te ríes? —me preguntó después, cuando entró en la sala con dos tazas de café.

—Porque sí —dije.

—¿Porque sí? Deberías verte la cara. Pareces uno de esos cristianos renacidos. Pura felicidad.

La miré. Me invadió una sensación cálida y agradable, la calidez de un edredón de plumas.

—Estaba pensando... —empecé, pero de pronto cambié de idea. Me proponía sacar el tema de nuestro próximo hijo. En los últimos meses no habíamos vuelto a mencionarlo y la diferencia de edad, en el mejor de los casos, ya sería de casi cinco años. Era ahora o nunca. No obstante, una voz interior me advirtió que aquél no era el mejor momento, tal vez al cabo de unos días sí, pero no la tarde del domingo en que los medicamentos habían empezado a surtir efecto—. Estaba pensado que podríamos poner una caseta en el jardín.

33

Visto en retrospectiva, aquel domingo alcancé directamente el punto culminante. Lo novedoso de una existencia sin un exceso de pensamientos se desvaneció en poco tiempo. La vida se volvió más equilibrada, más amortiguada, como cuando uno está en una fiesta donde ve a todo el mundo hablando y gesticulando pero no consigue distinguir a nadie. Ya no tenía altibajos. Algo había desaparecido. De vez en cuando se oye hablar de personas que pierden el sentido del olfato o el gusto; el plato más exquisito no les dice absolutamente nada. Así veía la vida yo a veces, como un plato de comida caliente que se estaba enfriando. Sabía que tenía que comer o de lo contrario moriría, pero ya no tenía apetito.

Al cabo de unas semanas, hice un último esfuerzo por recuperar la euforia de aquel primer domingo por la tarde. Michel se acababa de dormir. Claire y yo estábamos sentados en el sofá viendo un programa sobre los condenados a muerte en Estados Unidos. Nuestro sofá era ancho, si nos acomodábamos un poco podíamos echarnos los dos. Como estábamos pegados el uno al otro, no tenía que mirarla.

—Estaba pensando que, para cuando tengamos otro niño, Michel ya habrá cumplido los cinco años —dije.;

—Sí, yo también lo he pensado —respondió Claire—. La verdad es que no sería buena idea. Debemos contentarnos con lo que ya tenemos.

Sentí el calor de mi esposa, mi brazo alrededor de sus hombros se contrajo unos segundos. Recordé la conversación con el psicólogo del colegio.

¿Te llegaron a hacer la amniocentesis?

Podía preguntarlo como si tal cosa. La desventaja era que no podría ver sus ojos cuando se lo preguntase. Una desventaja y una ventaja.

Entonces pensé en nuestra felicidad. En nuestra familia feliz. Nuestra familia feliz que debía contentarse con lo que ya tenía.

—¿Por qué no salimos este fin de semana? —propuse—. Y alquilamos una casa o algo así, solos los tres.

34

¿Y entonces? Entonces Claire cayó enferma. Claire, que jamás enfermaba, que como mucho pasaba unos días con mocos por culpa de un resfriado, pero que fuera como fuese no guardaba cama ni un solo día por una gripe, tuvo que ser hospitalizada de urgencia. Sucedió de un día para otro, no hubo nada que nos preparase para su ingreso en el hospital, no tuvimos tiempo ni de hacernos a la idea. Por la mañana se sintió algo floja, ésas fueron sus propias palabras; sin embargo, salió de casa, me besó en los labios al despedirse y montó en la bicicleta. Por la tarde, volví a verla, pero para entonces tenía goteros de suero inyectados en el brazo y un monitor pitaba a los pies de su cama. Intentó sonreírme, pero era evidente que le costaba un gran esfuerzo. Desde el pasillo, el cirujano me hizo señas para hablar conmigo a solas.

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