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Authors: Herman Koch

La cena (20 page)

BOOK: La cena
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No contaré aquí lo que Claire tenía, considero que es un asunto privado. A nadie le importa saber la enfermedad que padece otro, y en cualquier caso es ella la que debe decidir si quiere hablar de eso o no, no yo. Baste decir que no es una enfermedad mortal, al menos no necesariamente. Este adjetivo sí apareció una y otra vez en las llamadas de amigos, familiares, conocidos y compañeros de trabajo. ¿Puede ser mortal?, preguntaban con voz ligeramente apagada, pero se percibía su afán de sensaciones fuertes. Cuando la gente tiene oportunidad de aproximarse a la muerte sin verse ellos mismos involucrados, no la dejan escapar jamás. Recuerdo sobre todo las ganas que tenía de contestar a esa pregunta afirmativamente. «Sí, su vida corre peligro.» Sentía curiosidad por la clase de silencio que se produciría al otro lado de la línea tras semejante confirmación.

A pesar de no entrar en detalles sobre la enfermedad, sí quiero reproducir aquí lo que el cirujano me dijo después de informarme en el pasillo con expresión grave de la intervención que tendría que practicarle. «Sí, no hay que subestimarlo —me dijo tras dejarme unos momentos para asimilar la noticia—. De un día para otro te cambia por completo la vida. Pero hacemos lo que podemos.» Esto último lo dijo en un tono casi animado, un tono que desentonaba con la expresión de su rostro.

¿Y después? Después todo fue mal. O mejor dicho, todo lo que podía ir mal, lo hizo. A la primera operación siguió una segunda y después una tercera. Cada vez había más monitores junto a su cama, tubos que salían de su cuerpo y se conectaban a otros sitios. Tubos y monitores que debían mantenerla con vida, pero el cirujano del primer día abandonó definitivamente su tono animado. Seguía diciendo que hacían lo que podían, pero entretanto Claire había perdido casi veinte kilos y era incapaz de incorporarse de la almohada sin ayuda.

Yo me alegraba de que Michel no la viese así. Al principio le propuse alegremente que fuésemos los dos juntos a visitarla, pero él fingió no oírme. Incluso el día en cuestión, la misma mañana en que su madre salió de casa pero no regresó al atardecer, yo procuré acentuar el aspecto festivo, lo excepcional de la situación, como sucedía cuando recibíamos visitas o hacían una excursión en el colegio. Salimos a cenar al bar de la gente corriente; por entonces, el plato preferido de Michel eran costillas de cerdo con patatas fritas, y yo le conté como buenamente pude lo que había sucedido.

Se lo conté y luego cambié de tema. Dejé las cosas de lado, en primer lugar mis propios temores. Después de cenar fuimos a alquilar una película en el videoclub, permití que se acostara más tarde de lo habitual, a pesar de que al día siguiente tenía colegio (ya no estaba en la guardería sino en el primer curso de primaria).

—¿Va a venir mamá? —me preguntó cuando le di el beso de buenas noches.

—Dejaré la puerta un poco abierta —le contesté—. Voy a ver la televisión un rato más, así podrás oírme.;

Aquella primera noche no llamé a nadie. Eso era lo que Claire me había recomendado encarecidamente.

—No nos dejemos llevar por el pánico —me había dicho—. A lo mejor todo sale bien y dentro de pocos días vuelvo a estar en casa.

—De acuerdo —asentí—. Nada de pánico.

La tarde siguiente, Michel no preguntó por su madre a la salida del colegio. Me pidió que le quitara las ruedecitas a la bicicleta. Ya lo había probado unos meses atrás, pero después de algunos intentos tambaleantes había chocado contra el seto bajo del jardín municipal. «¿Estás seguro?», le pregunté. Era un bonito día de mayo y Michel, sin vacilar ni un momento, arrancó a pedalear hasta la esquina y volvió. Al pasar por mi lado, soltó el manillar y levantó los brazos.

—Quieren operarme mañana mismo —me informó Claire aquella noche—. Pero ¿qué es exactamente lo que me van a hacer? ¿Te han dicho algo que yo no sepa?

—¿Sabes lo que me ha pedido Michel hoy? Que le quitara las ruedecitas de la bicicleta —dije.

Claire cerró los ojos un momento, tenía la cabeza muy hundida en los almohadones, como si le pesara más que otras veces.

—¿Cómo está? —musitó—. ¿Me echa mucho de menos?;

—Tiene muchas ganas de venir a visitarte —mentí—, pero creo que será mejor esperar un poco.

No diré en qué hospital estaba Claire. Se hallaba bastante cerca de casa, en diez minutos me plantaba allí con la bicicleta o con el coche cuando hacía mal tiempo. Durante las horas de visita, Michel se quedaba con una vecina que también tenía hijos, o venía nuestra canguro, una chica de quince años que vivía a unas pocas calles de casa. No me apetece entrar en detalles sobre todas las complicaciones que surgieron en el hospital, sólo aconsejaré encarecidamente a cualquiera que estime en algo su vida —su propia vida o la de algún ser querido— que no ingrese jamás allí. He aquí mi dilema: a nadie le interesa saber el nombre del hospital donde estaba Claire, pero por otra parte quiero advertir a todo el mundo que se mantenga alejado de ese lugar.

—¿Puedes tú solo con todo? —me preguntó Claire una tarde, creo que después de la segunda o tercera operación. Su voz sonaba tan débil que casi tenía que pegar la oreja a sus labios para entenderla—. ¿No necesitas ayuda?

Al oír la palabra «ayuda», un músculo del ojo izquierdo empezó a temblarme. No, no quería ninguna ayuda, me las arreglaba muy bien solo, o, mejor dicho, yo era el primer sorprendido de ver lo bien que lo llevaba todo. Michel llegaba puntual al colegio, con los dientes cepillados y la ropa limpia. Bueno, más o menos limpia, pues yo no era tan crítico como Claire con cuatro manchitas en el pantalón, pero no en balde era su padre. En ningún momento pretendí hacer «de madre y padre a la vez», como oí decir en un programa de televisión de sobremesa a un pusilánime cabeza de familia monoparental embutido en un jersey de punto tejido por él mismo. Estaba muy atareado, pero en el buen sentido de la palabra. Lo último que deseaba era que alguien viniera a quitarme faena de las manos, aunque lo hiciera con la mejor intención, para que yo tuviera tiempo de ocuparme de otras cosas. No quería tener tiempo para otras cosas: precisamente me sentía agradecido de tener ocupado cada minuto del día. A veces, por la noche, me sentaba a tomar una cerveza en la cocina después de haberle dado a Michel el beso de buenas noches. En esos momentos, la lavadora zumbaba y borboteaba, y tenía delante el periódico por leer. Entonces sentía de pronto que me alzaban en vilo, no se me ocurre otra forma de explicarlo; era sobre todo una sensación de ligereza, de mucha ligereza; si en aquel momento alguien hubiese soplado, me habría elevado hacia el techo como la pluma de una almohada. Sí, eso era, ingravidez (y conste que no empleo palabras como felicidad o ni siquiera satisfacción a propósito). A menudo oía a los padres de los compañeros de Michel suspirar y decir que después de una larga jornada de trabajo necesitaban un poco de tiempo para sí mismos. Cuando por fin acostaban a los niños, llegaba el momento mágico, ni un minuto antes. Aquello siempre se me antojaba extraño, en mi caso, el momento mágico empezaba mucho antes. Cuando Michel llegaba del colegio, por ejemplo, y todo era normal. Hasta mi voz sonaba normal cuando le preguntaba de qué quería el bocadillo. En casa estaba todo a punto, había hecho la compra por la mañana. También me cuidaba de mí mismo: antes de salir me miraba en el espejo para asegurarme de llevar la ropa limpia, de haberme afeitado, de que mi pelo no pareciese el de alguien que se abandona. En el supermercado, la gente no notaba nada especial, no era un padre divorciado que apestaba a alcohol, no era un padre que se sintiera desbordado. Todavía recuerdo bien cuál era mi objetivo: dar una apariencia de normalidad. Por Michel. Las cosas tenían que seguir como de costumbre mientras su madre no estuviera. Para empezar, cada día comía caliente. Pero tampoco en otros aspectos de nuestra temporalmente familia monoparental debían producirse demasiados cambios aparentes. Habitualmente no me afeitaba cada día, no me importaba ir un par de días con barba incipiente y Claire tampoco se quejaba nunca de eso; sin embargo, durante aquellas semanas me afeité cada mañana. Consideré que mi hijo tenía derecho a sentarse a la mesa con un padre recién afeitado y que oliera a limpio. Un padre recién afeitado y que oliera a limpio no le daría una idea equivocada, al menos no lo haría dudar del carácter temporal de nuestra familia monoparental. No, por fuera no se me notaba nada, yo seguía siendo un elemento fijo de una trinidad, otro elemento estaba en el hospital sólo temporalmente (¡temporalmente! ¡temporalmente! ¡temporalmente!), yo era el piloto de un avión de pasajeros trimotor que había perdido un motor: no había motivo para que cundiera el pánico, no se trataba de un aterrizaje de emergencia, el piloto tenía miles de horas de vuelo a sus espaldas, lograría que el aparato tocase tierra sin peligro.

35

Una tarde, Serge y Babette se pasaron por casa. Al día siguiente operaban de nuevo a Claire. Lo recuerdo muy bien, aquella noche había hecho unos macarrones a la carbonara, bien mirado, el único plato que dominaba a la perfección. Junto con las costillas de cerdo del bar de la gente corriente, ése era el plato preferido de Michel, por eso, durante las semanas que Claire permaneció en el hospital, se lo preparaba cada día.

Estaba a punto de servir los platos cuando sonó el timbre. Serge y Babette no preguntaron si podían entrar, y antes de que pudiese darme cuenta ya los tenía en la sala de estar.

Me fijé en cómo escudriñaba Babette la sala primero, y el resto de la casa después. En aquellas semanas no cenábamos en la cocina, como teníamos por costumbre, sino que había puesto la mesa del comedor delante del televisor. Babette observó los mantelitos individuales y los cubiertos y después el televisor, encendido porque estaban a punto de empezar las noticias deportivas. Después me dirigió una mirada especial, no sé me ocurre otro modo de describirla.

Aquella mirada me hizo sentir obligado a dar explicaciones. Farfullé algo acerca del aspecto festivo de nuestras cenas, que se desviaban un poco de las costumbres habituales, pero mientras no hubiese signos evidentes de decadencia, mi forma de llevar la casa no tenía por qué ser una réplica de la de Claire. Creo que incluso llegué a mencionarle algo sobre el «estilo masculino de llevar una casa» y la «sensación de vacaciones».

En realidad, fue bastante estúpido por mi parte. Después, me habría dado de bofetadas; no le debía explicaciones a nadie. Pero entretanto Babette había subido la escalera y estaba ante la puerta del cuarto de Michel. Allí estaba él, sentado en el suelo lleno de juguetes, poniendo cientos de fichas de dominó una tras otra, imitando el Día Mundial del Dominó. Pero, en cuanto vio a su tía, se levantó de un salto y corrió a abrazarla.

Con demasiado entusiasmo para mi gusto. Es cierto que le tenía mucho cariño a su tía, pero aferrándose a su pierna con los dos brazos sin querer soltarla, o al menos eso parecía, daba la impresión de que echaba en falta a una mujer en casa. A una madre. Babette le hizo unas carantoñas y le revolvió el cabello mientras inspeccionaba la habitación y yo seguía su mirada.

El suelo no sólo estaba lleno de fichas de dominó. Había juguetes por todas partes; tal vez sería más correcto decir que no había ningún sitio donde poner los pies. Ahora que yo lo miraba todo con los ojos de Babette, reconozco que afirmar que el cuarto de Michel daba una impresión de desorden era quedarse corto. Sin duda, se debía principalmente a los juguetes, pero no era sólo eso. Las dos sillas, el sofá y la cama estaban cubiertos de ropa, la limpia y la sucia toda revuelta, y encima del escritorio y el taburete que tenía junto a la cama (deshecha) había platos con migajas y vasos medio vacíos de leche y de limonada. Lo que quizá daba peor impresión era el corazón de una manzana que no estaba en el plato precisamente, sino encima de una camiseta del Ajax con el nombre de Kluivert. El corazón de la manzana, como todos los corazones de manzana que llevan más de unos minutos expuestos a la luz del sol y el aire exterior, tenía un tono marrón. Aquella tarde le había llevado a Michel una manzana y un vaso de limonada, pero mirando el corazón de la manzana no se podía saber que apenas llevaba allí unas horas, sino que, como todos los corazones de manzana, daba la impresión de llevar días pudriéndose sobre la camiseta de fútbol.

Aquella mañana, le había dicho a Michel que por la tarde ordenaríamos juntos su cuarto, pero por causas varias, o mejor dicho, por la reconfortante idea de que aún teníamos tiempo de hacerlo más tarde, ese hecho no se había producido todavía.

Miré los ojos de Babette mientras aún tenía a mi hijo en sus brazos y le acariciaba la espalda cariñosamente y volví a atisbar aquella mirada especial. ¡Pensaba ordenarlo todo!, quise gritarle. Si hubieras venido mañana habrías podido comer en el suelo. Pero no lo hice, me limité a mirarla y encogerme de hombros. Todo está un poco revuelto, admitían mis hombros, pero qué más da. Ahora hay cosas más importantes que un cuarto bien ordenado.

¡Otra vez la necesidad de justificarme! No tenía ganas de dar explicaciones, no tenía por qué justificar nada, me dije. Se habían presentado en mi casa sin avisar. Démosle la vuelta al asunto, pensé, imaginemos qué pasaría si yo me presentase de improviso en casa de mi hermano y mi cuñada cuando ella se estuviera depilando las piernas, por decir algo, o Serge se estuviera cortando las uñas de los pies: en ambos casos estaría asistiendo a algo, en esencia, de carácter privado, algo que en condiciones normales no estaba previsto que viesen los de fuera. No debería haberlos dejado entrar, pensé entonces. Debería haberles dicho que no venían en buen momento. Mientras bajábamos, y después de que Babette le hubiera prometido a Michel que más tarde, cuando hubiese acabado, subiría a ver cómo caían las fichas de dominó, y después de que yo le hubiera dicho a mi hijo que la cena estaba casi lista, que bajara a cenar, pasamos por delante del cuarto de baño y el dormitorio conyugal. Babette también les dio un buen repaso, casi sin esforzarse por disimular aquellas miradas, sobre todo las que dirigió al cesto de la ropa sucia, lleno a rebosar, y a la cama sin hacer, sembrada de periódicos. Esa vez ni siquiera me miró, y quizá eso resultó aún más doloroso y humillante que la mirada especial. Yo le había dicho claramente a Michel que íbamos a cenar, sólo a Michel, buscando dar la señal inequívoca de que mi hermano y mi cuñada no estaban invitados a quedarse. Habían llegado en un momento inoportuno y ya iba siendo hora de que se fuesen a su casa.

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