La cena (16 page)

Read La cena Online

Authors: Herman Koch

BOOK: La cena
7.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

La pantalla pasó del negro al gris. Volvió a verse la puerta del habitáculo, esta vez desde fuera. La calidad de la grabación era bastante peor, más o menos la que tendría la cámara de un móvil, pensé.

La zapatilla de deporte blanca.;

Habían vuelto.

Habían vuelto para comprobar lo que habían hecho.;

«¡Mierda!», dijo una voz fuera de imagen (Rick).;

«Joder!», dijo otra voz (Michel).

La cámara enfocó los pies del saco de dormir. Se veía un vapor azulado.

Muy despacio, la cámara fue recorriendo el saco.;

«Larguémonos de aquí» (Rick).

«Bueno, al menos el olor ya no es tan asqueroso» (Michel).

«Michel... vamos...»

«Anda, ponte ahí. Di, Jackass. Al menos tendremos eso.»;

«Yo me largo...»

«¡Nada de eso, gilipollas! ¡Tú te quedas!»

La cámara se detuvo en la cabeza del saco. La imagen permaneció congelada y después se fundió en negro. En la pantalla apareció en letras rojas el siguiente texto:

Men in Black III

The Sequence

Coming Soon

Esperé unos días. Michel salía a menudo y siempre llevaba el móvil encima. No se me había presentado la oportunidad hasta esa tarde, poco antes de que saliéramos hacia el restaurante. Mientras él estaba en el jardín arreglando la rueda de su bicicleta, fui a su cuarto.

En realidad, daba por supuesto que él ya lo sabía. Esperaba, rogaba que él lo supiera. Tenía la débil esperanza de que ya no quedara nada más que ver después de las imágenes que habían colgado en Internet, que lo hubieran dejado ahí.;

Pero no era así.

Hacía tan sólo unas horas había visto el resto.

26

—Michel —le dije a mi hijo, que ya se estaba dando la vuelta para marcharse, y que me había dicho que todo aquello no tenía importancia—. Michel, tienes que borrar esos vídeos. Hace tiempo que deberías haberlo hecho, pero ahora con más motivo.

Se quedó quieto. Volvió a restregar las Nike contra los guijarros.

—Papá... —empezó. Parecía querer decirme algo, pero se limitó a negar con la cabeza.

En los dos vídeos había podido oír y ver cómo daba órdenes a su primo, a veces incluso le gritaba. Eso era precisamente lo que Serge siempre había insinuado, y no me cabía duda de que esa noche volvería a repetirlo: que Michel ejercía una mala influencia sobre Rick. Yo siempre lo había negado, creía que era una simple estrategia para eludir su parte de responsabilidad en los actos de su hijo.

Desde hacia unas horas (aunque en realidad desde mucho antes) sabía que era verdad. Michel era el líder, el que tenía la sartén por el mango, Rick se limitaba a seguirlo. Y en el fondo me alegraba de que los papeles estuviesen repartidos así. Mejor así que no al revés, me dije. Jamás se habían metido con Michel en el colegio, siempre andaba rodeado de un montón de seguidores, chicos cuya máxima aspiración era codearse con mi hijo. Sabía por experiencia propia lo mucho que sufrían los padres de los chicos que eran chuleados en la escuela. Yo jamás había sufrido.

—¿Sabes qué deberíamos hacer? —continué—. Tirar ese móvil. En algún lugar donde nadie pueda encontrarlo. —Miré alrededor—. Aquí, por ejemplo. —Le señalé el puente por el que había venido en bicicleta—. Arrójalo al agua. Si quieres, este mismo lunes vamos a comprarte uno nuevo. ¿Cuánto tiempo hace ya que tienes éste? Diremos que te lo han birlado y renovamos el contrato. El lunes tendrás el último modelo de Samsung, o un Nokia si lo prefieres... —Adelanté la mano hacia él con la palma extendida—. ¿Quieres que lo haga yo?

Me miró. En sus ojos vi lo que llevaba viendo toda la vida, pero también algo que preferiría no haber visto: me miró como si me estuviese alterando por una nadería, como si no fuese más que un padre cargante que quiere saber a qué hora piensa volver su hijo de la fiesta.

—Michel, no estamos hablando de una fiestecilla cualquiera —dije más deprisa y más alto de lo que pretendía—. Se trata de tu futuro... —Una palabra tan abstracta: futuro, pensé, y al instante me arrepentí de haberla utilizado—. ¿Por qué coño tuvisteis que colgar esas imágenes en Internet? —No digas palabrotas, me reprendí. Cuando dices palabrotas te pareces a esos actores de tres al cuarto a los que tanto odias. Pero ya estaba hablando a grito pelado. Cualquiera que estuviese en la entrada del restaurante, cerca del atril o en el guardarropa podría oírnos—. ¿Os pareció que molaba? ¿Os creísteis unos tíos duros? Quizá no le dierais demasiada importancia, ¿eh? ¡Men in Black III! ¿A qué demonios estáis jugando?

Se había metido las manos en los bolsillos de la cazadora y había agachado la cabeza, por lo que apenas distinguía sus ojos bajo el borde de la gorra negra.

—No lo hicimos nosotros —musitó.

La puerta del restaurante se abrió, se oyeron risas y dos hombres y una mujer salieron a la calle. Los hombres vestían trajes de confección y llevaban las manos en los bolsillos del pantalón, la mujer lucía un vestido plateado que le dejaba casi toda la espalda al descubierto y un bolso a juego del mismo color.

—¿De veras le dijiste eso? —comentó dando unos pasitos tambaleantes con sus zapatos plateados de tacón de aguja—. ¿A Ernst?

Uno de los hombres sacó unas llaves del bolsillo y las lanzó al aire.

—¿Por qué no? —repuso; tuvo que estirar mucho el brazo para alcanzar de nuevo las llaves.

—¡Estás loco! —exclamó la mujer. Sus zapatos crujían sobre la grava.

—¿Quién está en condiciones de conducir? —preguntó el otro hombre, y los tres estallaron en carcajadas.

—Muy bien, repasemos la secuencia —dije en cuanto el grupo llegó al final del sendero y giró a la izquierda en dirección al puente—. Le prendéis fuego a una indigente y después lo grabáis en vídeo. En tu móvil. Igual que hicisteis con aquel borracho en la estación de metro. —Reparé en que el hombre que había recibido la paliza en el andén se había convertido en un borracho. Por obra de mis propias palabras. Quizá sí que un borracho se merece más una buena tunda que el que se toma dos o tres copitas al día—. Y luego aparece de pronto en Internet, porque eso es lo que queréis, ¿no? Cuanta más gente lo vea, mejor, ¿eh? —De pronto me pregunté si también habrían colgado el vídeo del borracho en YouTube—. ¿El borracho también sale? —pregunté.

Michel suspiró.;

—¡Papá, no escuchas!

—Ya lo creo que escucho. Demasiado bien escucho. Yo... —La puerta del restaurante se abrió de nuevo: un hombre trajeado se asomó, miró en ambas direcciones, se apostó unos pasos más allá, algo apartado de la luz, y encendió un cigarrillo—. ¡Mierda! —murmuré.

Michel se volvió hacia su bicicleta.;

—¿Adónde vas? Todavía no he acabado.

Pero él siguió andando, sacó la llave del bolsillo y abrió el candado con un chasquido. Miré fugazmente al hombre que estaba fumando en la entrada.

—Michel —llamé en voz más baja pero apremiante—. No puedes irte así por las buenas. ¿Qué vais a hacer? ¿Hay más vídeos que yo no haya visto aún? ¿Tendré que buscar en YouTube o piensas contármelo ahora?

—¡Papá! —Se volvió bruscamente y me agarró del brazo. Me dio un buen tirón mientras decía—: ¿Quieres cerrar el pico de una vez?

Desconcertado, lo miré a los ojos. A aquellos ojos francos en los que ahora —ya no tenía sentido andarse con rodeos— atisbaba el odio. Me sorprendí desviando la mirada hacia el hombre que fumaba.;

Sonreí a mi hijo; no la veía, pero sin duda la mía debía de ser una sonrisa estúpida.

—Ya lo cierro —dije. Michel me soltó el brazo; se mordió el labio inferior y negó con la cabeza.

—¡Dios! ¿Cuándo vas a comportarte como una persona normal?

Sentí una fría puñalada en el pecho. Cualquier otro padre habría dicho algo como: ¿Quién no se está comportando como una persona normal? ¿Eh? ¿Quién? Pero yo no era un padre como los demás. Sabía a qué se refería mi hijo. Habría deseado estrecharlo contra mí, pero lo más probable es que se hubiese apartado, asqueado. Y yo sabía que no podría soportar un rechazo físico así, que acabaría prorrumpiendo en llanto y no habría forma de parar.;

—Hijo mío —musité.

Tranquilízate, me dije. Y escucha. Eso fue lo que me volvió a la mente en ese instante: Michel diciéndome que no escuchaba.

—Soy todo oídos —dije.

Volvió a negar con la cabeza y cogió la bicicleta con resolución.

—¡Espera! —exclamé.

Me contuve, incluso me ladeé un poco para no darle la impresión de que quería entorpecerle el paso. Pero antes de darme cuenta tenía la mano en su brazo.

Michel miró la mano como si fuese un extraño insecto que hubiese aterrizado allí, luego me miró a los ojos. Estábamos muy cerca de algo, intuí. Algo que ya no podría deshacerse jamás. Le solté el brazo.

—Michel, hay algo más —dije.;

—Papá, por favor.

—Te han llamado.

Se me quedó mirando, no me habría sorprendido recibir un puñetazo, sus nudillos duros contra el labio superior, o más arriba, contra la nariz. Habría sangre, pero se aclararían algunas cosas. Se despejarían.

Pero no sucedió nada.

—¿Cuándo? —me preguntó con calma.

—Michel, debes perdonarme, no debería haberlo hecho, pero... ha sido por los vídeos, quería... intentaba...;

—¿Cuándo? —Mi hijo bajó el pie que había apoyado en el pedal y se plantó firmemente en el suelo.

—Hace un rato, han dejado un mensaje. Lo he escuchado.

—¿De quién?

—De B... de Faso. —Me encogí de hombros y sonreí—. ¿No es así como lo llamáis? ¿Faso?

Lo vi perfectamente, no había confusión posible: el rostro de mi hijo se endureció. Había poca luz, pero habría jurado también que palideció súbitamente.

—¿Qué quería? —Sonó tranquilo. No, no tranquilo, más bien buscando aparentar indiferencia, casi tedio, como si la llamada de su primo adoptivo no revistiera la menor importancia.

Pero se delató a sí mismo. Lo importante debería haber sido el hecho de que su padre escuchara sus mensajes; no era normal, cualquier otro padre se lo habría pensado dos veces antes de hacer algo así. Y eso era precisamente lo que había hecho yo: pensármelo dos veces antes de hacerlo. Michel debería haberse puesto hecho un basilisco, debería haberme gritado: ¡Cómo te atreves a escuchar mis mensajes! Eso habría sido lo normal.

—Nada —repuse—. Dice que lo llames más tarde. —En ese tono tan propio de él, estuve a punto de añadir.;

—Vale —dijo Michel, asintiendo brevemente con la cabeza—. Vale —repitió.

De pronto, me acordé de algo. Hacía un rato, cuando Michel llamó a su móvil y habló conmigo, me había dicho que necesitaba un número de teléfono. Que venía a buscar el móvil porque necesitaba un número. Ya me parecía saber qué número era, pero no se lo pregunté porque me acordé de otra cosa.

—Antes me has dicho que no te escuchaba, pero sí lo hacía —dije—. Cuando hablábamos del vídeo colgado en YouTube.

—Ajá.

—Has dicho que no lo hicisteis vosotros.;

—Sí.

—Entonces ¿quién lo hizo? ¿Quién lo colgó ahí?

A veces uno contesta sus propias preguntas sólo con formularlas. Miré a mi hijo y él me devolvió la mirada.;

—¿Faso? —dije.

—Sí.

27

Se produjo un silencio durante el cual sólo se oyeron los ruidos del parque y la calle que discurría al otro lado del agua: el breve aleteo de un pájaro entre las ramas de un árbol, un coche que arrancaba, el tañido de unas campanas; un silencio durante el cual mi hijo y yo nos miramos.

No podría afirmarlo con seguridad, pero me pareció advertir lágrimas en sus ojos. Su mirada no dejaba lugar a dudas. ¿Lo has entendido por fin?, decía.

Durante ese mismo silencio, mi móvil empezó a sonar en el bolsillo izquierdo. A sonar y vibrar. En los últimos años había perdido oído, por eso había elegido como tono de llamada el «teléfono antiguo», un sonido anticuado que recordaba a los viejos teléfonos negros de baquelita y que yo reconocía sobre los demás ruidos.

Lo saqué del bolsillo con la intención de rechazar la llamada cuando vi en la pantalla el nombre de quien llamaba: Claire.

—¿Sí?

Le hice una señal a Michel para advertirle que no se fuera todavía, pero él había apoyado los brazos cruzados en el manillar de la bicicleta, como si de pronto no tuviese prisa por irse.

—¿Dónde estás? —preguntó mi esposa en voz baja pero apremiante; los ruidos de fondo del restaurante sonaban con más fuerza que su voz—. ¿Por qué tardas tanto?;

—Estoy aquí fuera.

—¿Qué haces ahí? Casi hemos acabado ya el segundo plato. Creía que vendrías enseguida.

—Estoy con Michel. —Habría querido decir con nuestro hijo, pero no lo hice.

Un silencio.

—Ahora mismo salgo —dijo Claire.

—No, espera un momento. Se va... Michel tiene que irse...

Pero ella ya había colgado.

Papá no sabe absolutamente nada y preferiría que siguiese así. Pensé en mi esposa, que al cabo de un segundo saldría por la puerta del restaurante, y en cómo la miraría. O, mejor dicho, si podría mirarla como lo había hecho unas horas antes, cuando estábamos en aquel bar de gente corriente, cuando ella me había preguntado si no me parecía que Michel se comportaba de una forma extraña últimamente.

En suma, me pregunté si todavía éramos una familia feliz. Mi siguiente pensamiento se centró en el vídeo de la indigente quemada viva y de cómo había llegado a YouTube.;

—¿Viene mamá? —preguntó Michel.

—Sí.

Quizá fuesen imaginaciones mías, pero me pareció percibir cierto alivio en la voz de Michel cuando preguntó por «mamá». Como si ya llevara demasiado tiempo allí fuera a solas con su padre. Su padre, que no era capaz de hacer nada por él. ¿Viene mamá? Sí, mamá viene. Debía proceder con rapidez. Debía protegerlo en el único terreno en que aún podía hacerlo.

—Michel —dije, volviendo a ponerle la mano en el brazo—. ¿Qué sabe Beau... Faso... cuánto sabe Faso del vídeo? ¿No se había ido a casa? Me refiero...

El desvió fugazmente la mirada hacia la entrada del restaurante, como si esperara que su madre saliera en ese instante y lo liberase de aquella embarazosa reunión con su padre. También yo miré hacia la puerta. Había algo distinto respecto a la ultima vez que había mirado, pero de entrada no supe qué. El hombre que fumaba, pensé. El hombre que fumaba se había ido.

—Pues ya ves —dijo Michel. Pues ya ves. Eso era lo que solía decir también cuando perdía la chaqueta o se olvidaba la cartera en el campo de fútbol y nosotros le preguntábamos cómo había podido pasar algo así. Pues ya ves... Pues ya ves, se me ha olvidado. Pues ya ves, la he dejado ahí—. Le envié los vídeos a Rick por email. Y Faso los vio y los copió de su ordenador. Colgó un fragmento en YouTube y ahora nos amenaza con poner el resto si no le pagamos.;

Other books

Unstoppable by Ralph Nader
Flower of Heaven by Julien Ayotte
The Patriot by Nigel Tranter
The Late Hector Kipling by David Thewlis
Alien Blues by Lynn Hightower
Tempting the Ringmaster by Aleah Barley
Whirlwind by Alison Hart