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Authors: Herman Koch

La cena (17 page)

BOOK: La cena
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—¿Cuánto? —pregunté.;

—Tres mil euros.

Lo miré.

—Quiere comprarse una moto —añadió.

28

—Mamá. —Michel le echó los brazos al cuello y hundió el rostro en su pelo—. Mamá —repitió.

Mamá había llegado. Miré a ambos. Pensé en las familias felices. En las muchas veces que había mirado a Michel y su madre y cómo nunca había intentado inmiscuirme entre los dos: también eso formaba parte de la felicidad.

Después de acariciar un rato la espalda y la nuca de Michel por debajo de su gorra negra, Claire me miró. ¿Cuánto sabes?, me preguntaron sus ojos.

Todo, le contestaron los míos.

Casi todo, me corregí al pensar en el mensaje que ella le había dejado a su hijo.

Entonces Claire cogió a Michel por los hombros y lo besó en la frente.

—¿A qué has venido, cariño? —preguntó—. Creía que habías quedado.

Los ojos de Michel buscaron los míos; en aquel instante, comprendí que Claire no sabía nada de los vídeos. Sabía mucho más de lo que yo había imaginado hasta entonces, pero nada de los vídeos.

—Ha venido a buscar dinero —tercié sin dejar de mirar a Michel. Claire enarcó las cejas—. Le pedí prestado algo de dinero y tenía que habérselo devuelto esta tarde antes de irnos, pero se me ha olvidado.

Michel entornó los ojos y arañó el suelo con las zapatillas de deporte. Mi esposa me observó en silencio. Eché mano al bolsillo.

—Cincuenta euros —proseguí, y le tendí el billete a Michel.

—Gracias, papá —dijo mientras se guardaba el dinero en la cazadora.

Claire dio un profundo suspiro y tomó a Michel de la mano.

—¿No tenías que...? —Me miró—. Deberíamos volver a entrar. Serge y Babette preguntaban por tu tardanza.;

Abrazamos a nuestro hijo, Claire le dio tres besos en las mejillas y luego lo vimos pedalear por el sendero de grava en dirección al puente. Cuando llegó a la mitad del mismo me pareció que iba a volverse para saludarnos, pero se limitó a levantar la mano en el aire.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —preguntó Claire cuando Michel desapareció de la vista entre los arbustos.

Pude reprimir mi primer impulso de replicar «¿Y tú?» y dije:

—Desde aquel programa en la televisión.

Me cogió de la mano como había hecho con Michel unos instantes atrás.

—¿Y tú? —añadí.

Me cogió también la otra mano. Me miró e intentó en vano esbozar una sonrisa; una sonrisa que pretendía hacernos retroceder a tiempos mejores.

—Debes saber que desde el primer momento actué pensando en ti, Paul —me aseguró—. No quería... pensé que quizá sería demasiado para ti. Tenía miedo de que... de que volvieses a... bueno, ya me entiendes.

—¿Desde cuándo? —pregunté en voz baja—. ¿Cuándo lo supiste?

Me apretó los dedos.

—Aquella misma noche —repuso—. La noche que fueron al cajero automático. —La miré con fijeza—. Michel me llamó después de lo sucedido. Me preguntó qué debían hacer.

29

Un día, cuando aún trabajaba, me interrumpí en mitad de una frase sobre la batalla de Stalingrado y paseé la vista por la clase.

Todas estas cabezas, pensé. Todas estas cabezas en las que todo desaparece.

—Hitler se encaprichó de Stalingrado —continué—, a pesar de que desde un punto de vista estratégico hubiera sido mejor abrirse paso directamente hacia Moscú. Fue por el nombre de la ciudad: Stalingrado, llamada así en honor de su gran adversario Iósif Stalin. Esa era la ciudad que debían conquistar primero, por el efecto psicológico que tendría sobre Stalin.

Hice una pausa y volví a mirar a la clase. Algunos alumnos tomaban notas de lo que iba diciendo, otros me miraban. Había de todo, miradas interesadas y miradas vidriosas, más miradas interesadas, pensé, y en ese instante tomé conciencia de que en realidad eso ya no me importaba como antes.

Pensé en sus vidas, en todas aquellas vidas que seguirían su curso.

—Por consideraciones tan irracionales se gana una guerra —dije—. O se pierde.

«Cuando aún trabajaba»... todavía me resulta difícil pronunciar esa frase. Podría explicar aquí y ahora que en otro tiempo, en un pasado lejano, tuve otros planes para mi vida, sin embargo no lo haré. Esos otros planes existieron de veras, pero no le importan a nadie. «Cuando aún trabajaba» me gusta más que «Cuando aún daba clases», o que la frase preferida —la más espantosa— de la peor ralea, los ex docentes que aseguran tener vocación de maestros: «Cuando aún estaba en la enseñanza...»

Preferiría no tener que decir qué enseñaba. Tampoco eso le importa a nadie. No es más que una etiqueta. Ah, es profesor de..., dice la gente. Eso aclara un montón de cosas. Pero la respuesta a la pregunta de qué aclara exactamente te la dejan sin contestar. Enseño Historia. Enseñaba Historia. Ahora ya no. Hará unos diez años que lo dejé. Tuve que dejarlo, aunque en mi caso tanto el «lo dejé» como el «tuve que dejarlo» están igual de lejos de la verdad. A ambos lados de la verdad, eso sí, pero prácticamente a la misma distancia.;

Empezó en aquel tren, el tren a Berlín. Lo llamaré el principio del fin: el principio del «(tuve que) dejarlo». Al calcularlo ahora veo que todo el proceso no duró más de dos o tres meses. Una vez iniciado, fue muy rápido. Como al que le diagnostican una enfermedad incurable y a las seis semanas ya no está.

Después de todo, me siento contento y aliviado; la verdad es que ya había pasado demasiado tiempo delante de una clase. Viajaba solo, sentado junto a la ventanilla de mi compartimento vacío, mirando hacia fuera. Durante la primera media hora sólo había visto abedules, pero ahora estábamos en las afueras de alguna ciudad. Observé las casas y los bloques de pisos, los jardines, a menudo al lado de los raíles. En uno de aquellos jardines había sábanas blancas tendidas; en otro, un columpio. Era noviembre y hacía frío. No se veía a nadie en los jardines. «Quizá deberías tomarte unas vacaciones —me había sugerido Claire—. Una semanita libre.» Me notaba cambiado, saltaba a la mínima y me irritaba por todo. Seguro que se debía al trabajo, al colegio. «A veces no sé ni cómo aguantas —dijo—. No te sientas culpable.» Michel no había cumplido aún los cuatro años y Claire dijo que se las arreglaría bien. Lo llevaba tres veces a la semana a la guardería y disponía de esos días para ella.

Pensé en Roma y Barcelona, en palmeras y terrazas, pero al final me decanté por Berlín, básicamente porque nunca había estado allí.

Al principio sentí cierta emoción. Hice una maleta pequeña, pensaba llevar lo menos posible: había hecho mío el lema «viajar ligero». La emoción me duró más o menos hasta llegar a la estación donde el tren con destino a Berlín ya esperaba en el andén. La primera parte aún fue bien. Contemplé cómo los edificios y fábricas desaparecían de mi vista sin lamentar mi decisión de irme. Incluso después de divisar las primeras vacas, acequias y los postes de la electricidad, todavía seguía interesado en lo que me deparaba el viaje. Y en lo que me depararía. Después, la emoción dejó paso a otra cosa. Pensé en Claire y Michel. En la distancia cada vez mayor que nos separaba. Vi a mi esposa con nuestro hijo en la puerta de la guardería, la sillita de la bicicleta donde sentaba a Michel y luego su mano encajando la llave en la cerradura de nuestra puerta.

Para cuando el tren entró en suelo alemán, ya había ido unas cuantas veces al vagón restaurante en busca de cerveza. Pero era demasiado tarde. Había alcanzado ese punto en que ya no hay marcha atrás.

En ese instante vi las casas y los jardines. Hay gente por todas partes, pensé. Tanta que hasta tienen que construir las casas al pie de las vías.

Desde la habitación del hotel llamé a Claire. Procuré que mi voz sonara normal.

—¿Qué pasa? —me preguntó ella enseguida—. ¿Va todo bien?

—¿Cómo está Michel?

—Bien. Ha hecho un elefante de plastilina en la guardería, pero quizá será mejor que te lo cuente él mismo. ¡Michel, papá al teléfono!

No, quise decir. No.;

—Papá...

—Hola, campeón, ¿qué me cuenta mamá? ¿Has hecho un elefante?

—¿Papá?

Tenía que decirle algo más, pero no me salía nada.;

—¿Estás resfriado, papá?

Los días siguientes me esforcé por pasar por un turista interesado. Paseé a lo largo de los restos del Muro, comí en restaurantes a los que, según la guía que llevaba, sólo iban los berlineses corrientes. Lo peor eran las noches. Me ponía delante de la ventana de mi habitación y observaba el tráfico y las innumerables luces y personas que parecían dirigirse a alguna parte.

Podía elegir entre dos posibilidades: permanecer delante de la ventana mirando o moverme entre la gente. También yo podía fingir que iba a alguna parte.

—¿Cómo ha ido? —me preguntó Claire al cabo de una semana, cuando volví a abrazarla. La abracé con más fuerza de la que pretendía, aunque no lo bastante fuerte.

Al cabo de unos días, empezó también en el colegio. Al principio pensé que quizá se debía al hecho de haber estado fuera.

Pero había pasado algo, y yo me había llevado ese algo conmigo a casa.

—Podríamos preguntarnos cuánta gente habría ahora en el mundo si no hubiese estallado la Segunda Guerra Mundial —dije mientras escribía la cifra de cincuenta y cinco millones en la pizarra—. Si toda esa gente hubiera seguido follando. Calculadlo para la próxima clase.

Me fijé en que me miraban más alumnos que de costumbre, quizá todos: de la pizarra a mí y vuelta a la pizarra. Sonreí. Miré hacia fuera. La climatización del colegio estaba centralizada. Las ventanas no podían abrirse.

—Voy a tomar un poco el aire —anuncié, y salí de la clase.

30

No sé si algún alumno fue a quejarse ya en aquel momento, si la cosa llegó a oídos del director a través de sus padres o sucedió más tarde. En todo caso, un buen día me convocó a su despacho.

Era uno de esos tipos de los que quedan pocos hoy en día: una cabeza con raya a un lado que coronaba un traje marrón con estampado de espigas.

—Me han llegado algunas quejas acerca del contenido de las clases de Historia —dijo después de pedirme que tomara asiento en la única silla que había delante de su escritorio.

—¿De quién?

El director me miró. Detrás de su cabeza había un mapa de los Países Bajos con sus trece provincias.

—Eso no tiene importancia —dijo—. El caso es...;

—Sí tiene importancia. ¿Las quejas proceden de los padres o de los propios alumnos? Los padres tienen más tendencia a quejarse, los alumnos no se preocupan tanto por esas cosas.

—Paul, se trata concretamente de algo que dijiste sobre las víctimas. Corrígeme si me equivoco. Sobre las víctimas de la Segunda Guerra Mundial.

Me recliné en el asiento, o al menos lo intenté, porque era una silla muy dura que no cedió ni un ápice.;

—Supuestamente te referiste a las víctimas en términos bastante despectivos —añadió—. Dijiste que ellos fueron los culpables de sus desgracias.

—Jamás dije eso. Sólo dije que no todas las víctimas son automáticamente inocentes.

El director miró un papel que tenía delante de las narices.

—Aquí pone... —empezó, pero entonces negó con la cabeza, se quitó las gafas y se presionó el puente de la nariz con el índice y el pulgar—. Debes comprenderlo, Paul. En efecto, son los padres los que se han quejado. Los padres se quejan siempre. Sé reconocer perfectamente a los padres quejicas. Por lo general, se trata de naderías: si se pueden comprar manzanas en la cafetería; qué política seguimos en cuanto a clases de gimnasia durante la menstruación... Futilidades. Rara vez se refieren al contenido de las clases. Pero ahora sí, y eso no es bueno para el colegio. Sería mucho mejor para todos que te ciñeras al programa de la asignatura.

Por primera vez desde el inicio de la conversación sentí un ligero cosquilleo en la nuca.

—Dime, ¿en qué aspecto no me he ceñido al programa? —repuse con calma.

—Aquí dice... —Manoseó de nuevo el papel que tenía sobre el escritorio—. ¿Por qué no me lo aclaras tú mismo? ¿Qué fue exactamente lo que dijiste, Paul?

—Nada en especial. Les pedí que hicieran un cálculo sencillo. En un grupo de cien personas ¿cuántos cabrones hay? ¿Cuántos padres que hablan a sus hijos de malas maneras? ¿A cuántos capullos les apesta el aliento, pero no hacen nada por remediarlo? ¿Cuántos quejicas inútiles se pasan la vida lamentándose de injusticias imaginarias que se han cometido contra ellos? Mirad a vuestro alrededor, les dije. ¿Cuántos compañeros de clase preferiríais que no volviesen mañana al colegio? Pensad en ese pariente vuestro, el tío pesado que siempre sale con sus estúpidas anécdotas en las fiestas de cumpleaños, el primo feo que maltrata a su gato. Pensad en el alivio que sentiríais, no sólo vosotros sino toda la familia, si ese tío o ese primo pisaran una mina o fuesen alcanzados por una bomba. Si ese pariente desapareciese de la faz de la tierra. Y pensad ahora en esos millones de víctimas de todas las guerras que ha habido hasta el momento (no me ceñí solamente a la Segunda Guerra Mundial, suelo mencionarla a menudo como ejemplo porque es la guerra que más les llama la atención), y pensad en los miles o decenas de miles de personas de las que podríamos librarnos como si fuesen un dolor de muelas. Sólo desde el punto de vista estadístico es imposible que todas esas personas fuesen buena gente, con independencia del bando al que pertenecieran. La injusticia está más bien en el hecho de que los cabrones también van a engrosar la lista de víctimas inocentes. Que sus nombres también aparecen en los monumentos de guerra.

Hice una pausa para recuperar el aliento. ¿Cuánto conocía yo a ese director en realidad? Me había dejado hablar hasta el final, pero ¿qué significaba eso? Tal vez ya hubiera oído bastante. Tal vez ya no necesitara ponerme sobre aviso.

—Paul... —empezó; se había puesto las gafas, pero no me miraba a mí sino a un punto de su mesa—. ¿Puedo hacerte una pregunta personal, Paul?

No respondí.

—¿No estarás un poco quemado, Paul? De dar clase, me refiero. Entiéndeme bien, no te estoy reprochando nada, es algo que nos pasa a todos tarde o temprano. Que llega un momento en que ya no tenemos ganas de seguir, que pensamos en la inutilidad de nuestro trabajo.

Me encogí de hombros.;

—Bah... —dije.

—Yo también pasé por eso cuando aún daba clases. Es una sensación desagradable. Socava todos los fundamentos. Los fundamentos de todo en lo que creías. ¿Es eso lo que te está pasando, Paul? ¿Todavía crees en lo que haces?

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