Authors: Herman Koch
Hice una pausa. Babette sonrió. Serge había enarcado las cejas un par de veces. Y Claire parecía divertida; así solía mirarme cuando sabía adónde quería ir a parar.
—Para comprender lo que esa mujer aseguraba sobre sus vecinos —continué, más que nada porque los demás no decían nada y seguían mirándome expectantes—, habría que plantear la situación al revés. Si los dos homosexuales encantadores no se hubiesen dignado dar de comer a los gatos y, al contrario, les hubiesen tirado piedras o arrojado trocitos de solomillo envenenado, hubiesen sido sencillamente unos asquerosos maricones. Eso es lo que, en mi opinión, Claire quiere decir con lo de Adivina quién viene esta noche: que el simpático Sidney Poitier también era un joven encantador. El director de esa película no era mejor que la señora del programa. En realidad, Sidney Poitier tenía ahí un papel ejemplar. Debía servir de ejemplo para todos aquellos negros molestos, los negros que estorban. Los negros peligrosos, los ladrones, los violadores y los camellos. Si os ponéis un traje tan elegante como el de Sidney y os comportáis como el yerno ideal, nosotros los blancos os recibiremos con los brazos abiertos.
El hombre de la barba se estaba secando las manos. Para entonces, yo ya me había cerrado la bragueta. Di a entender que acababa de orinar, a pesar de que no se hubiese oído nada, y me encaminé hacia la puerta. Ya tenía la mano en el pomo de acero inoxidable cuando el barbas me dijo:
—¿No le resulta un poco molesto, a su amigo, cenar en un restaurante, siendo tan conocido?
Sin soltar el pomo, me volví a medias hacia él, que seguía secándose las manos con varias toallitas de papel. Entre la pelambrera de la barba, la boca había vuelto a esbozar una sonrisa, aunque esta vez no fuese triunfal sino sólo un despliegue de dientes pusilánime. Mi comentario no tiene mala intención, aclaraba la sonrisa.
—No es mi amigo —repuse.
La sonrisa se esfumó. También las manos se detuvieron.;
—Mis disculpas —dijo—. Como los he visto sentados juntos... ¿Sabe?, mi hija y yo nos hemos propuesto no mirar; nos parece lo más correcto.
No respondí. La revelación de que se trataba de su hija me sentó mejor de lo que estaba dispuesto a admitir. A pesar de su chorro ostentoso, el barbas no había sido capaz de conseguir que una mujer treinta años más joven que él picase el anzuelo. Tiró los papeles en la papelera de acero inoxidable. Era un modelo de tapa basculante y ;le costó un poco meterlo todo de golpe.
—Me preguntaba —añadió—, me preguntaba si sería posible …. Bueno mi hija y yo creemos que se avecina un cambio en nuestro país. Ella está estudiando Ciencias Políticas …. y bueno me preguntaba si después podría hacerse una fotografía con el señor Lohman. —Sacó una reluciente cámara extraplana del bolsillo de su chaqueta—. Será sólo un momento. Comprendo que están ustedes en una cena privada; no deseo molestarles. Mi hija … mi hija no me lo perdonaría si se enterara de que me he atrevido a pedírselo. Ha sido la primera en decir que no hay que quedarse mirando a un político conocido en un restaurante. Que no se lo debe importunar en los escasos momentos privados que tiene. Y sobre todo que uno no debe pretender fotografiarse con él. Pero aun así, sé que le haría mucha ilusión. Salir en una foto con Serge Lohman, quiero decir.
Me quedé mirándolo. Me pregunté como sería tener un padre al que no le pudieses ver la cara por culpa de su barba descomunal. Si llegaría un día en que la hija de ese padre acabaría perdiendo la paciencia o sencillamente se acostumbraría a ello, del mismo modo que uno se acostumbra a un empapelado feo.
—No hay problema —le dije— al señor Lohman le gusta tener contacto con sus votantes. Ahora mismo estamos en medio de una conversación importante, pero míreme de vez en cuando. Cuando le haga una señal, significará que es el momento adecuado para una foto.
Cuando regresé del lavabo, en la mesa reinaba el silencio: un silencio tenso que me hizo suponer que me había perdido algo crucial.
Había vuelto al comedor junto al barbas, él delante de mí, de modo que no me percaté del silencio hasta que llegué a la mesa.
O no, lo que primero me llamó la atención fue otra cosa: la mano de mi esposa que, cruzada sobre la mesa, apretaba la mano de Babette. Mi hermano miraba su plato vacío.
Y no fue hasta después de sentarme en la silla que me percaté de que Babette estaba llorando. Era un llanto mudo, con sacudidas casi imperceptibles en los hombros y un temblor en el brazo, el de la mano que Claire le tenía cogida.
Busqué y logré contacto visual con mi ;mujer. Ella enarcó las cejas y le echó una mirada harto elocuente a mi hermano, que entonces levantó la vista del plato, me miró con ojos borreguiles y se encogió de hombros.
—Bueno, Paul llegas a tiempo —dijo—. Tal vez habría sido mejor que te quedaras un rato más en el lavabo.
Babette apartó bruscamente la mano de debajo de la de mi mujer, agarró la servilleta y la arrojó sobre su plato.
—¡Qué cabrón eres! —le espetó a Serge echando la silla hacia atrás.
Un momento después avanzaba impetuosa entre las mesas en dirección a los lavabos, o a la salida, pensé. Aunque me pareció poco probable que fuese a dejarnos plantados de ese modo. Sus gestos y la velocidad contenida con que se alejaba entre las mesas sugerían que esperaba que alguno de nosotros fuese tras ella.
Y, efectivamente, mi hermano hizo el amago de levantarse, pero Claire le puso la mano en el brazo.
—Déjame a mí, Serge —le dijo, poniéndose en pie.;
También ella se alejó apresuradamente entre las mesas. Entretanto, Babette había desaparecido de la vista, por lo que me quedé sin saber si había ido a los lavabos o había optado por el aire fresco.
Mi hermano y yo intercambiamos una mirada. Intentó esbozar una ligera sonrisa, pero lo consiguió sólo a medias.;
—Es que... —empezó—. Ella ha... —Miró alrededor y después acercó su cabeza a la mía—. No es lo que imaginas —musitó en voz tan baja que apenas logré oírlo.
Tenía algo en la cabeza. En la cara. Era sin duda la misma cabeza (y la misma cara), pero como si estuviese suspendida en el aire, sola, sin nada que la uniera al cuerpo, ni siquiera un pensamiento coherente. Me hizo pensar en un personaje de dibujos animados al que acaban de quitar de una patada la silla en que está sentado. El personaje permanece unos instantes suspendido en el aire antes de darse cuenta de que ya no tiene la silla debajo.
Si, con esa cara, me dije, se dedicase a repartir folletos a la gente corriente en el mercado pidiéndoles el voto para las próximas elecciones, todo el mundo pasaría de largo sin siquiera mirarlo. Esa cara hacía pensar en un flamante coche que, recién salido del concesionario, da la vuelta a la esquina y se pega una torta contra el primer poste que encuentra. Nadie querría un coche así.
Serge se cambió de silla, ocupando la de Claire, para quedar frente a mí. Sin duda, en ese momento percibía a través del pantalón el calor dejado por el cuerpo de mi mujer. Ese pensamiento me puso furioso.
—Así podremos hablar mejor —dijo.
No respondí. Os diré sin rodeos que así era como prefería ver a mi hermano: braceando. No tenía la intención de lanzarle ningún salvavidas.
—Últimamente tiene algunas molestias con, bueno, siempre me ha parecido una palabra un poco rara —admitió—. La menopausia. Parecía algo que nunca llegaría a pasarles a nuestras esposas.
Guardó silencio. Probablemente esperaba que en ese silencio yo hiciese algún comentario sobre Claire. Sobre Claire y la menopausia. El había dicho «nuestras esposas». Pero no era asunto suyo. Lo que le sucediera o dejase de sucederle a mi mujer era privado.
—Son las hormonas —continuó—. A veces tiene calor y tenemos que abrir todas las ventanas, y al instante siguiente se echa a llorar así, por las buenas. —Volvió la cabeza, su cara aún visiblemente desconcertada, en dirección a los lavabos y la salida, y a continuación me miró—. Quizá sea bueno que hable un ratito con otra mujer. Ya sabes, entre ellas se entienden mejor. En situaciones así, yo lo hago todo mal.
Sonrió. No le devolví la sonrisa. Levantó los brazos de la mesa y se soltó las manos. Después apoyó los codos y juntó las yemas de los dedos. Volvió a mirar fugazmente hacia atrás.
—Pero ahora tenemos que hablar de otra cosa, Paul —dijo.
Noté algo frío y duro en mi interior, algo frío y duro que ya llevaba allí toda la tarde, y que, en una fracción de segundo, se hizo más frío y más duro aún.
—Tenemos que hablar de nuestros hijos —dijo Serge Lohman.
Asentí con la cabeza. Miré de soslayo un momento y asentí de nuevo. El hombre de la barba ya había mirado algunas veces en nuestra dirección. Para asegurarme, asentí una tercera vez. El hombre de la barba hizo otro tanto a modo de respuesta.
Vi como dejaba los cubiertos, inclinaba la cabeza hacia su hija y le susurraba algo. Ella alcanzó rápidamente el bolso y empezó a rebuscar en su interior. Mientras, su padre sacó la cámara del bolsillo de la chaqueta y se levantó de la silla.
—Uvas —dijo el maître.
Su meñique se hallaba amenos de medio centímetro de un minúsculo racimo de frutos redondos que al principio yo había tomado por bayas: grosellas o algo así. No soy muy entendido en bayas, sólo sé que la mayoría no son comestibles para las personas.
Las «uvas» estaban al lado de una hoja de lechuga violeta oscuro, separadas por cinco centímetros de plato vacío del segundo en sí: filete de gallina de Guinea envuelto en finas lonchas de tocino alemán. En el plato de Serge tampoco faltaba el racimo de uvas y la hoja de lechuga, pero mi hermano se había decantado por el turnedó. Sobre el turnedó no hay gran cosa que explicar salvo que es un trozo de carne, pero como algo había que decir, el maître nos había ofrecido una breve explicación sobre el origen del plato. Sobre la «granja ecológica» donde las bestias pacían en libertad hasta ser sacrificadas.
Observé impaciencia en la expresión de Serge, que tenía hambre como sólo él la puede tener. Reconocí los síntomas: la punta de la lengua se lamía el labio superior como la lengua de un perro famélico de dibujos animados, y se frotaba las manos en un gesto que a ojos de un extraño podía pasar por una expresión de deleite, pero que no lo era en absoluto. El no se deleitaba en absoluto; había un turnedó en su plato y tenía que zampárselo cuanto antes. Tenía que comer. ¡Ya mismo!
Sólo para fastidiar a mi hermano le pregunté al maître por el racimo de uvas.
Babette y Claire no habían regresado aún, pero eso a Serge no le había supuesto el menor problema.
—Ahora vendrán —había dicho cuando cuatro camareras de delantales negros habían llegado portando los segundos con el maître pisándoles los talones.
El maître había preguntado si preferíamos esperar a que regresaran nuestras esposas, pero Serge había desestimado la sugerencia de inmediato.
—Sirvan los platos —pidió mientras empezaba a deslizar la lengua por el labio superior y se frotaba las manos, incapaz de contenerse por más tiempo.
El meñique del maître había señalado en primer lugar mi filete de gallina de Guinea envuelto en una loncha de tocino alemán, y luego había pasado a la guarnición: un montoncito de «discos de lasaña de berenjena con ricotta» ensartado en un palillo de cóctel, que más parecía un sándwich club en miniatura, y una mazorca de maíz ensartada en un resorte que, probablemente, servía para coger la mazorca sin mancharse los dedos, pero tenía algo ridículo, o no, ridículo, no es la palabra, sino más bien algo que pretendía ser divertido, como un guiño del cocinero o algo por el estilo. El resorte era cromado y sobresalía un par de centímetros por ambos extremos de la mazorca, reluciente de mantequilla. Las mazorcas de maíz no me dicen nada, siempre me ha parecido repulsivo roerlas: es poco lo que comes y mucho lo que se te queda entre los dientes, por no hablar de la mantequilla que te gotea por la barbilla. Además, nunca he conseguido desembarazarme de la idea de que el maíz es, fundamentalmente, comida para cerdos.
Después de que el maître nos hubiera descrito las condiciones ecológicas de la granja donde habían sacrificado la vaca de la que habían sacado el turnedó de Serge y nos hubiese anunciado que volvería después para informarnos acerca de los platos de nuestras señoras, yo le señalé el racimo de bayas.
—¿Son grosellas, por casualidad? —pregunté.
Serge ya había hundido el tenedor en el turnedó y se disponía a cortar un trozo, la mano derecha planeaba sobre el plato con el afilado cuchillo dentado. El maître ya se había dado la vuelta para alejarse de nuestra mesa, pero se volvió para acercar el meñique al racimo de uvas. Miré a Serge. Su rostro irradiaba ante todo impaciencia. Impaciencia y enojo por aquella nueva demora. No tenía inconveniente en empezar a comer en ausencia de Babette y Claire, pero hincarle el diente al bistec mientras una mano extraña merodeaba por nuestros platos le resultaba inaceptable.;
—¿Qué diablos ha sido eso de las grosellas? —preguntó cuando el maître se hubo ido por fin.
Ya se había llevado a la boca un buen bocado de turnedó. Masticarlo no le llevó más de diez segundos. Después de tragar, miró al frente unos instantes, como aguardando a que la carne le llegase al estómago. Luego dejó el tenedor y el cuchillo en el plato.
Me puse en pie.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Serge.;
—Voy a ver por qué tardan tanto.
Hice un primer intento en el lavabo de señoras. Con precaución para no espantar a nadie, abrí un poco la puerta.;
—¿Claire?
Salvo por la ausencia de urinario, el recinto era idéntico al del lavabo de caballeros. Acero inoxidable, granito y sonidos de piano. La única diferencia era el jarrón con narcisos blancos situado en medio de los dos lavamanos. Pensé en el propietario del restaurante con su suéter blanco de cuello vuelto.
—¿Babette? —Llamar a mi cuñada era una pura formalidad, un pretexto para justificar mi presencia allí si verdaderamente había alguien, lo que, al parecer, no era el caso.
Pasando por delante del guardarropa y las chicas del atril, me encaminé hacia la salida. Fuera hacía un calor agradable, la luna llena estaba suspendida entre las copas de los árboles y olía a plantas aromáticas, un olor que no supe identificar pero que me recordó vagamente al Mediterráneo. Un poco más allá, donde acababa el parque, atisbé las luces de los coches y un tranvía. Y más lejos aún, entre los arbustos, las ventanas iluminadas del bar donde en aquel preciso instante la gente corriente estaba dando buena cuenta de sus costillas de cerdo.