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Authors: Herman Koch

La cena (6 page)

BOOK: La cena
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En realidad, sólo me quedaba una salida: poner por los suelos la película de Woody Allen. Sería muy sencillo, ya que presentaba suficientes puntos débiles que, si bien no importaban demasiado si la película te gustaba, podías esgrimir en caso de necesidad para criticarla. Al principio, Claire frunciría el cejo pero, con un poco de suerte, después comprendería mi objetivo: que mi traición a nuestra opinión favorable sobre la película estaba al servicio de la lucha contra la cháchara vana e insustancial sobre el cine en general.;

Iba a coger mi copa de Chablis con la intención de beber un sorbo con aire pensativo antes de poner en práctica mi plan cuando se me ocurrió otra salida posible. ¿Qué había dicho aquel imbécil sobre Scarlett Johansson? Que esa «tía» podía llevarle el desayuno cuando quisiera. No sabía lo que Babette pensaba sobre esa clase de comentarios masculinos, pero Claire se mosqueaba en cuanto los hombres se ponían a hablar de «culos bonitos» y «un buen par de tetas». No me percaté de su reacción cuando mi hermano dijo lo de que Scarlett Johansson le trajera el desayuno porque en ese momento lo estaba mirando a él, pero en realidad no me hacía falta.

Últimamente, me daba la impresión de que a veces Serge perdía perspectiva, que se creía en serio que las Scarletts Johansson de este mundo estarían encantadas de llevarle el desayuno. Yo sospechaba que Serge miraba a las mujeres del mismo modo que a la comida, en especial la comida caliente de cada día. Ya era así de joven, y en realidad no ha cambiado nada. «Tengo hambre», dice cuando tiene hambre. Aunque se encuentre en plena naturaleza, lejos del mundo habitado, o conduciendo por la autopista entre dos salidas. «Sí —le respondo yo entonces—, pero ahora no tenemos nada para comer.» «Pero tengo hambre ahora —insiste él—. Tengo que comer algo ya mismo.» Era un poco penosa aquella estúpida determinación suya que lo hacía olvidarse de todo lo demás —de su entorno, de la gente que lo acompañaba—, para centrarse exclusivamente en un único objetivo: saciar el hambre. En momentos así me recordaba a un animal que tropieza con un obstáculo: un pájaro que no comprende que el cristal de la ventana es un material duro y sigue estrellándose contra él una y otra vez.

Y cuando por fin se nos presentaba la oportunidad de comer, daba lo mismo lo que fuese. Serge comía como uno llena el depósito del coche: masticando con rapidez y eficiencia el panecillo de queso o el pastel relleno de crema de almendras, para que el combustible llegase al estómago lo antes posible; porque sin combustible no se puede ir a ninguna parte. La pasión por el arte culinario propiamente dicho no le sobrevino hasta mucho más tarde. Sucedió como con la enología: llegado cierto momento, consideró que era lo apropiado. Pero la rapidez y la eficiencia no han cambiado un ápice: a día de hoy, sigue siendo siempre el primero en acabar.

Daría una fortuna por ver y oír, al menos una vez, lo que sucede en el dormitorio de Serge y Babette. Aunque otra parte de mí se opone rotundamente a ello y daría la misma fortuna por no tener que presenciarlo jamás.

«Necesito follar.» Y entonces Babette le dice que le duele la cabeza, que tiene la regla o, sencillamente, que esa noche no quiere saber nada de su cuerpo, sus brazos, sus piernas, su cabeza, su olor. «Pero es que necesito follar ahora.» Intuyo que mi hermano folla igual que come, que se cuela dentro de su mujer tal como se zampa uno de esos enormes bocadillos de croqueta, y después el hambre queda saciada.

—Así que te pasaste todo el rato mirándole las tetas a Scarlett Johansson —dije, más groseramente de lo que había pretendido—. ¿O te referías a otra cosa con lo de obra maestra?

Sobrevino uno de esos silencios portentosos que sólo se oyen en los restaurantes: una conciencia repentinamente más nítida de la presencia de los demás, el ruido y tintineo de los cubiertos de las treinta mesas restantes, unos segundos de calma total durante los cuales los sonidos de fondo pasan a primer plano.

Lo primero que rompió el silencio fue la risa de Babette; miré a mi esposa, que me observaba atónita, y después miré de nuevo a Serge, que también intentaba reírse, aunque sin sentimiento y, por si fuera poco, con la boca llena.

—Vamos, Paul, no te hagas el santo —logró decir—. La verdad es que está muy buena. Un hombre tiene ojos en la cara, ¿no?

«Tía buena.» A Claire tampoco le gustaba demasiado esa expresión. Ella siempre decía «un hombre guapo», jamás «un tío bueno», y no hablemos ya de «un culo bonito». «Esa moda de decir continuamente "qué culo tan bonito" me parece de lo más forzado en boca de una mujer —había comentado en alguna ocasión—. Es lo mismo que verlas fumar en pipa o escupir en el suelo.»

En lo más profundo de su ser, Serge siempre había sido un patán, un maleducado: el mismo maleducado al que echaban de la mesa por soltar eructos.

—A mí también me parece que Scarlett Johansson es una mujer muy hermosa —dije—. Pero parecía que para ti eso fuese lo más importante de la película, corrígeme si me equivoco.

—Bueno, va de ese tipo, ¿cómo se llama?, el inglés que es profesor de tenis y se obsesiona con ella. Al final tiene que matarla a tiros para poder cumplir su objetivo.

—Pero ¡bueno! —exclamó Babette—. ¡No cuentes de qué va, haces que pierda toda la gracia para quien aún no la ha visto! —Volvió a producirse un silencio en el que mi cuñada nos miró sucesivamente a Claire y a mí—. ¡Oh, qué tonta, estoy en las nubes, pero si ya la habéis visto!

11

Los cuatro nos echamos a reír, fue un momento de distensión, pero demasiada distensión no es buena, no podíamos descuidarnos. El caso era que el propio Serge Lohman tenía también «un culo bonito». Ese comentario se oía con frecuencia en boca de muchas mujeres, y él era muy consciente de que les chiflaba, lo que en sí mismo no tenía nada de malo. Salía bien en las fotografías, poseía un atractivo rústico que gustaba a algunas mujeres; un poco simple para mi gusto, pero hay gente que prefiere el mobiliario sencillo, una mesa o una silla hechas enteramente de «materiales auténticos»: madera de desguace procedente de viejas puertas de establos del norte de España o del Piamonte.

Antes, siempre pasaba lo mismo entre Serge y sus novias. Al cabo de unos meses lo tenían más que calado: su atractivo tenía un lado aburrido y cuadriculado y ellas se cansaban pronto de mirar su «cara bonita». Babette fue la única que lo aguantó un poco más, de hecho, lleva ya unos dieciocho años aguantándolo, lo que podría tildarse de milagro: han sido dieciocho años de peleas y, bien mirado, no son en absoluto compatibles, pero a menudo parecen de esas parejas para quienes los roces continuos constituyen el único motor de su matrimonio, donde cada pelea preludia el momento en que volverán a reconciliarse en la cama.

Sin embargo, a veces me daba la impresión de que todo era mucho más sencillo, que Babette había firmado por algo, por una vida junto a un político de éxito, y que sería una pena dejarlo a esas alturas, después de todo el tiempo invertido. Del mismo modo que uno no deja un libro malo por la mitad sino que acaba de leerlo con desgana, así permanecía Babette junto a Serge: quizá el desenlace la compensaría.

Tenían dos hijos propios: Rick, de la misma edad de Michel, y Valerie, una niña de trece años ligeramente autista y con la belleza translúcida de una sirena. Y luego estaba Beau, cuya edad real se desconocía, pero que probablemente estaba entre los catorce y los diecisiete. Beau era de Burkina Faso y fue a parar a casa de Serge y Babette gracias a un «proyecto de desarrollo», un proyecto en el que uno ayudaba a financiar a un estudiante del Tercer Mundo, ya fuese con material escolar u otras necesidades básicas, y después lo «adoptaba». Al principio era a distancia, mediante cartas, fotografías y postales, pero después se hacía de verdad, en persona. En esos casos, los niños elegidos permanecían algún tiempo con las familias de acogida holandesas y, si todo iba bien, podían quedarse. O sea, una especie de arrendamiento con opción de compra. O como un gato al que recoges en la protectora de animales: si te araña el sofá y va meándose por toda la casa, lo devuelves y listo.

Recuerdo algunas de las fotos y postales que Beau enviaba desde el lejano Burkina Faso. En una instantánea que se me quedó grabada, aparecía delante de una construcción de ladrillos rojos con un tejado de chapa corrugada, un chiquillo negro como el betún con un pijama a rayas que semejaba una camisa de dormir y le llegaba hasta las rodillas, y sandalias de goma en los pies. «Merci beacoup mes parents pour notre école!», aparecía escrito con elegante caligrafía de maestro al pie de la foto.

«¿No es un cielo?», había comentado Babette en aquella ocasión. Fueron a Burkina Faso y, una vez allí, quedaron prendados enseguida, como Serge y Babette solían formularlo.

Le siguió un segundo viaje, rellenaron los formularios y unas semanas más tarde Beau aterrizó en Schiphol. «Pero ¿seguro que sabéis en lo que os estáis metiendo?», les había preguntado Claire cuando la adopción aún andaba en el estadio de las postales. Sin embargo, aquello sólo provocó reacciones airadas. ¿Acaso no estaban ayudando a alguien? Nada menos que a un niño que en su propio país jamás tendría las oportunidades que se le brindarían en Holanda. Sí, sabían muy bien en lo que se metían, bastante gente había en el mundo que sólo pensaba en sí misma.

Era imposible acusarlos de egoísmo puro. Por entonces, Rick tenía tres años y Valerie unos meses. No eran los típicos padres adoptivos que no pueden tener hijos propios. Estaban acogiendo a un tercer hijo en su familia de forma totalmente desinteresada; no a un hijo de su propia sangre, sino a un chiquillo sin posibilidades al que ofrecían una nueva vida en Europa.

Pero ¿qué era, entonces, esta adopción? ¿En qué se estaban metiendo realmente?

En vista de que habían dejado bien claro que no se les podía hacer esa pregunta, tampoco formulamos las demás. ¿Es que Beau no tenía padres? ¿Acaso era huérfano? ¿Había unos padres que consentían en dejar ir a su hijo, o se trataba de un chiquillo completamente solo en el mundo? Debo decir que en el tema de la adopción Babette se mostró más fanática que Serge. Desde el principio fue «su proyecto», algo que tenía que llevar a buen puerto a toda costa. Y se esforzó al máximo por dar al hijo adoptivo el mismo cariño que prodigaba a los propios.

Incluso la palabra «adopción» acabó convirtiéndose en tabú. «Beau es sencillamente nuestro hijo —aseguraba Babette—. No hay la menor diferencia entre ellos.» Y Serge asentía aquiescente: «Lo queremos tanto como a Rick y Valerie.»

Naturalmente, cabe la posibilidad de que ya entonces mi hermano lo pensase, no pretendo emitir un juicio al respecto o acusarlo de haber hecho lo que hizo de forma premeditada, pero al final resultó que el niño negro de Burkina Faso al que querían tanto como a sus propios hijos no le vino nada mal. Era muy distinto de sus conocimientos enológicos, pero funcionaba de la misma forma. Le daba cierta imagen: Serge Lohman, el político que adoptó un hijo en África.

Empezó a posar más a menudo con la familia. Quedaba bien. Serge y Babette en el sofá con los tres hijos a sus pies. Beau Lohman era la prueba viviente de que ese político no era de los que obraban en beneficio propio a la mínima oportunidad, de que al menos una vez no lo había hecho. Sus otros dos hijos habían sido engendrados de forma natural, por consiguiente no había la menor necesidad de adoptar a un niño de Burkina Faso. Ese era el mensaje: quizá Serge Lohman tampoco obraría en beneficio propio en otros asuntos.

Una camarera nos llenó las copas a Serge y a mí; las de Babette y Claire aún estaban medio llenas. Era una chica guapa, tan rubia como Scarlett Johansson. Se tomó su tiempo para servirnos; sus movimientos delataban que era bastante inexperta y probablemente llevaba poco en el restaurante. Primero sacó la botella de la cubitera y la secó concienzudamente con una servilleta blanca enrollada en el gollete y que colgaba del borde de la cubitera; y el escanciado tampoco fue muy garboso: la chica se hallaba junto a la silla de Serge, en un ángulo demasiado cerrado, por lo que le propinó un codazo a Claire en la cabeza.

—Le ruego me disculpe —dijo ruborizándose.

Por supuesto, Claire respondió que no tenía la menor importancia, pero la chica estaba tan alterada que llenó la copa de Serge hasta el borde. Tampoco es que aquello fuese tan grave, aunque para un catador de vinos sí lo era.;

—Eh, eh. ¿Me quieres emborrachar o qué?

Retiró la silla hacia atrás medio metro, como si, en vez de llenarle la copa, la chica le hubiese derramado la botella en el pantalón. Ella se puso más colorada aún y parpadeó, creí que a punto de echarse a llorar. Al igual que las demás chicas de los delantales negros, llevaba el cabello recogido en una cola tirante, cumpliendo con las normas, pero al ser rubia, el efecto que causaba era menos severo que en las chicas morenas.

Tenía un rostro adorable y no pude por menos que imaginarla quitándose la goma y sacudiendo el cabello, más tarde, cuando concluyese su jornada laboral en el restaurante, su horrible jornada laboral, como le explicaría a una amiga (o tal vez un amigo). «¿Sabes lo que me ha pasado hoy? Es tan irritante, ¡siempre lo mismo! Ya sabes cuánto me agobia la dichosa etiqueta a la hora de servir el vino. Bueno, pues esta noche me ha vuelto a salir todo mal. Y si sólo fuese eso, aún, pero ¿sabes con quién?» La amiga o el amigo negarían con la cabeza y dirían: «No, ni idea, ¿Con quién?» Para aumentar la expectación, la muchacha permanecería en silencio unos instantes. «¡Con Serge Lohman!» «¿Con quién?» «¡Serge Lohman! ¡El ministro! Bueno, tal vez no sea ministro aún, pero ya sabes a quién me refiero, ayer mismo decían en las noticias que ganará las elecciones. Fue espantoso, y encima le di un codazo en la cabeza a la mujer que estaba sentada a su lado.» «Ah, ya sé quién es... ¡Caray! ¿Y qué pasó?» «Bueno, nada, se mostró muy amable, pero deseé que se me tragara la tierra.»

Muy amable... Sí, Serge se mostró muy amable; tras haber retirado la silla hacia atrás medio metro y alzado la cabeza, miró por primera vez a la muchacha. Y en una fracción de segundo su expresión cambió de forma casi imperceptible: de una fingida indignación y agravio por el tratamiento tan poco profesional que le daban a su Chablis a una comprensiva tolerancia. En resumidas cuentas, vi cómo se derretía. El parecido con la recién mencionada Scarlett Johansson no pudo pasarle inadvertido. Vio a una «tía buena», una tía buena ruborizada y torpe y enteramente a su merced, y le dedicó su sonrisa más encantadora.

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