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Authors: Herman Koch

La cena (4 page)

BOOK: La cena
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Como ya he dicho, Babette pertenece a la categoría de mujeres a las que todo les sienta bien y, por tanto, también unas gafas así. Pero había algo, un no sé qué distinto, como un cuarto en el que, aprovechando tu ausencia, alguien ha tirado todas las flores: un cambio que a primera vista ni siquiera llama la atención, hasta que ves asomar los tallos en el cubo de la basura.

Definir a la esposa de mi hermano como una aparición era quedarse corto. Yo sabía que había hombres que se sentían intimidados y aun amenazados por su volumen corporal. No estaba gorda, no, no tenía nada que ver con la gordura o la delgadez, en su cuerpo todas las proporciones guardaban un perfecto equilibro. Pero ciertamente todo en ella era grande y ancho: las manos, los pies, la cabeza; demasiado grande y ancho, en opinión de esos hombres, quienes acto seguido se lanzaban a elucubrar sobre lo grandes y anchas que tendría otras partes del cuerpo para, de ese modo, devolver la amenaza a proporciones humanas.

En el instituto tenía un amigo que medía más de dos metros. Me acuerdo de lo agotador que llegaba a ser estar siempre con alguien que te sacaba más de una cabeza, como si estuvieses literalmente bajo su sombra y te tocase menos sol. Menos sol del que me correspondía, pensé en alguna ocasión. Por supuesto, sufría el típico dolor en la nuca por tener que mirar hacia arriba continuamente, pero eso era lo de menos. En verano íbamos juntos de vacaciones. Mi amigo tampoco era gordo, sólo alto, pero yo notaba cualquier movimiento de sus brazos, piernas y pies, que sobresalían del saco de dormir y empujaban la lona de la tienda como un forcejeo por conquistar más espacio, un forcejeo del que me sentía en parte responsable y que me agotaba físicamente. A veces los pies le asomaban por la entrada de la tienda, y en esos momentos me sentía culpable de que no hiciesen tiendas más grandes para personas como mi amigo.

En presencia de Babette, siempre me esforzaba por hacerme más grande y más alto de lo que era. Me enderezaba para que ella pudiese mirarme a los ojos: a la misma altura.

—Tienes buen aspecto —dijo mientras me pellizcaba el brazo.

Para la mayoría de la gente, especialmente las mujeres, decir cumplidos sobre el aspecto de uno no significa nada, pero a lo largo de los años yo había aprendido que, en el caso de Babette, sí. Si alguien que apreciaba tenía mal aspecto, también se lo decía. Así pues, aquel «tienes buen aspecto» podía significar que verdaderamente era así, pero también que me estuviese animando, mediante un rodeo, a hacer algún comentario sobre su aspecto o, al menos, a prestarle más atención de la acostumbrada.

Por eso intenté mirarla bien a los ojos a través de las gafas, que reflejaban todo el restaurante: comensales, manteles blancos, cirios... sí, las decenas de cirios destellaban en aquellas lentes que, entonces me di cuenta, sólo eran realmente oscuras en el borde superior. Por abajo, apenas estaban tintadas, con lo que se distinguían bastante bien los ojos.

Los tenía enrojecidos y más abiertos de lo que podría considerarse normal: sin duda las huellas de un llanto reciente. No de unas horas atrás, no, un llanto de hacía bien poco, en el coche, de camino al restaurante.

Quizá había intentado eliminar los rastros más evidentes en el aparcamiento, pero no lo había conseguido del todo. Con aquellas gafas oscuras podía engañar al personal de los delantales negros, al maître del traje de tres piezas y al desenvuelto propietario del jersey blanco, pero a mí no.

Y en ese instante comprendí que Babette no pretendía engañarme. Se había acercado más de lo acostumbrado y me había besado cerca de la boca, yo no podía por menos que verle los ojos húmedos y sacar mis conclusiones.

Pestañeó y se encogió de hombros, un lenguaje corporal que sólo podía significar «lo siento».

Sin embargo, antes de que yo pudiera decir nada, Serge se adelantó y apartó un poco a su esposa para estrecharme la mano con firmeza. Antes no tenía un apretón de manos tan fuerte, pero en los últimos años había aprendido que debía saludar a «la gente del pueblo» con un firme apretón, ya que esa gente jamás votaría por una mano flácida.

—Paul —dijo.

Seguía sonriente, pero su sonrisa era totalmente huérfana de emoción. Se le notaba que pensaba «No dejes de sonreír». Aquella sonrisa procedía del mismo saco que el apretón de manos. Ambos debían procurarle la victoria electoral al cabo de siete meses. Por mucho que le arrojasen huevos podridos a la cabeza, la sonrisa debía permanecer intacta. Entre los restos de la tarta de nata que algún activista exaltado le estampara en la cara, los electores debían atisbar ante todo la sonrisa.

—Hola, Serge —dije—. ¿Todo bien?

Mientras tanto, por detrás de mi hermano, Claire se había hecho cargo de Babette. Se besaron —al menos mi esposa besó las mejillas de su cuñada—, se abrazaron y después se miraron a los ojos.

¿Veía Claire lo mismo que yo? ¿El mismo desaliento enrojecido detrás de aquellas gafas oscuras? Pero en ese preciso instante Babette se echó a reír efusivamente y acerté a ver cómo besaba el aire junto a las mejillas de Claire.

Nos sentamos. Serge en diagonal a mí, junto a mi esposa, mientras que Babette se dejó caer en la silla a mi lado, asistida por el maître. Una de las chicas de delantal negro ayudó a Serge, que antes de sentarse permaneció un instante más de pie para, con las manos en los bolsillos, echar un vistazo a todo el restaurante.

—Hoy el aperitivo de la casa es champán rosado —anunció el maître.

Aspiré hondo; demasiado al parecer, pues mi esposa me dirigió una mirada significativa. Rara vez ponía los ojos en blanco o empezaba a toser sin más, y menos aún me propinaba una patada en la espinilla por debajo de la mesa, cuando quería advertirme que estaba a punto de hacer el ridículo o ya lo había hecho.

No; era algo sutil en sus ojos, un cambio en la mirada que resultaba imperceptible para un tercero, algo que oscilaba entre la burla y una repentina seriedad.

«No lo hagas», decía su mirada.;

—Mmm, champán —dijo Babette.;

—Sí, excelente idea —aprobó Serge.;

—Un momento —dije yo.

ENTRANTES
8

—Los cangrejos de río están aderezados con vinagreta de estragón y cebollino —nos instruyó el maître. Se había apostado junto al plato de Serge y señalaba con el meñique—. Esto son rebozuelos de los Vosgos. —El meñique saltó de los cangrejos de río a dos setas marrones, partidas longitudinalmente por la mitad: parecían arrancadas del suelo pocos minutos antes, pues en la parte inferior del tallo había algo pegado que, en mi opinión, sólo podía ser tierra.

Era una mano bien cuidada, había constatado yo mientras el maître descorchaba la botella de Chablis que había pedido Serge. Contrariamente a mis sospechas iniciales, no tenía nada que ocultar: cutículas impecables sin padrastros, uñas bien cortadas, ningún anillo; además, se la veía limpia y no se apreciaba el menor síntoma de enfermedad. Con todo, me pareció que aquella mano, al fin y al cabo la de un extraño, se acercaba demasiado a la comida, planeaba a apenas unos centímetros de los cangrejos de río, el meñique más cerca aún, casi rozando los rebozuelos.

No sabía si podría soportar aquella mano y aquel meñique encima de mi propio plato, pero más me valía contenerme para no estropear el buen ambiente reinante en la mesa.

Sí, eso haría, decidí en aquel mismo instante: me contendría. Me contendría del mismo modo que uno contiene la respiración bajo el agua, y fingiría que tener una mano desconocida encima del plato era lo más normal del mundo. En realidad había otra cosa que empezaba a sacarme de quicio: la cantidad de tiempo que estábamos perdiendo con todo aquello. También para descorchar el Chablis el maître se lo había tomado con calma. Primero para colocar el enfriador de vinos —un modelo con dos barras que se colgaba de la mesa, como las sillitas de los bebés—, después para enseñar la botella y la etiqueta; a Serge, claro está, porque el vino lo había elegido él, con nuestra aprobación, eso sí, pero aun así aquella pose de conocedor de vinos me irritaba sobremanera.

No lograba acordarme de cuándo se había catapultado a sí mismo a experto en vinos. Por lo que recuerdo, sucedió de forma muy repentina: un buen día, se adelantó a coger la carta de vinos y farfulló algo acerca del «sabor terroso» de los vinos portugueses de la región de Alentejo. Aquello había sido un golpe de estado en toda regla, ya que a partir de entonces, la carta de vinos fue a parar irremisiblemente a manos de Serge.

Tras la exhibición de la etiqueta y el gesto aprobador de mi hermano, se procedió al descorche de la botella. De inmediato, quedó patente que el manejo del sacacorchos no era el punto fuerte del maître. Intentó camuflarlo levantando los hombros y restándole importancia a su pifia con una risita y una mueca, como si fuese la primera vez que le sucedía algo así, pero fue justamente esa mueca lo que lo delató.

—Bueno, parece que no quiere —dijo cuando la parte superior del tapón se rompió y el sacacorchos salió acompañado de trocitos sueltos de corcho.

El maître se enfrentaba ahora a un dilema. ¿Se atrevería a hacer un nuevo intento para sacar la otra mitad del corcho allí mismo, bajo nuestras miradas vigilantes? ¿U optaría por la solución más sensata y se llevaría la botella a la cocina para pedir ayuda profesional?

Por desgracia, la solución más sencilla, meter el mango de un tenedor o una cuchara por el gollete y empujar el recalcitrante corcho hacia abajo, era impensable. Seguramente caerían trocitos del mismo en las copas al servir el vino, pero ¿y qué? ¿Qué más daba? ¿Cuánto costaba aquel Chablis? ¿Cincuenta y ocho euros? Esa cantidad no significaba nada. A lo sumo, que por la mañana seguramente encontrarías ese mismo vino por 7,95 en los estantes del Albert Heijn.

—Discúlpeme —terció entonces—. Voy a buscar otra botella.

Y antes de que alguno de nosotros pudiese replicar nada, ya se alejaba rápidamente entre las mesas.

—En fin —dije—, al fin y al cabo es como en un hospital: ya puedes rezar a Dios para que sea la enfermera la que te saque sangre y no el propio médico.

Claire soltó una carcajada. Babette la imitó y luego comentó:

—Ay, a mí me ha dado pena.

Sólo Serge permaneció pensativo, el rostro serio y la mirada al frente. Casi había un amago de tristeza en su expresión, como si le hubiesen quitado algo: su juguete preferido, la interesante cháchara sobre vinos, cosechas y uvas terrosas. La chapuza del maître también incidía indirectamente sobre él, Serge Lohman, que había escogido el Chablis del tapón podrido. Con lo que había deseado que todo discurriera fluidamente: la lectura de la etiqueta, el gesto de aprobación, la muestra de vino que el maître le serviría para la cata. Sobre todo esto último. A aquellas alturas, ya me resultaba insoportable, no podía verlo ni oírlo: el olfateo, las gárgaras, el paladeo del vino, que mi hermano desplazaba por la lengua adelante y atrás hasta casi la faringe, y vuelta otra vez. Yo solía desviar la vista hasta que acababa.

—Ahora sólo cabe esperar que las demás botellas no tengan el mismo defecto —dijo—. Sería una lástima, porque es un Chablis excelente.

Se notaba que estaba incómodo. También el restaurante había sido elección suya; allí lo conocían, el hombre del jersey blanco lo conocía y había salido de la cocina para saludarlo. Me pregunté qué habría sucedido si yo hubiese elegido el restaurante, otro restaurante donde él no hubiese estado nunca y donde un maître o un camarero tampoco hubiese descorchado la botella a la primera: apuesto a que habría sonreído condescendiente y negado con la cabeza. Sí, lo conocía bien, me habría dirigido una mirada que sólo yo habría sabido descifrar: este Paul siempre nos trae a los sitios más estrafalarios...

A otros conocidos políticos nacionales les gustaba cocinar, les daba por coleccionar cómics antiguos o tenían una barca restaurada por ellos mismos. A menudo, la afición escogida no encajaba con el perfil público del personaje y contradecía lo que todo el mundo creía hasta ese momento. Así, un espantoso sosaina, con el carisma de un cartapacio, era capaz de cocinar exquisitos platos franceses en su tiempo libre. A la semana había aparecido a todo color en la portada del dominical del periódico nacional más leído: las manoplas de cocina bordadas sostenían en alto una cazuela de carne mechada a la provenzal. Lo que más llamaba la atención en aquel sosaina, además del delantal estampado con un cuadro de Toulouse Lautrec, era su sonrisa absolutamente falsa, destinada a transmitir a los electores el placer que experimentaba al cocinar. Más que una sonrisa, era una angustiosa exhibición de dientes, la clase de sonrisa que pone un conductor cuando lo arrollan por detrás y sale indemne, una mueca que no conseguía camuflar el profundo alivio que obedecía al simple hecho de que la carne mechada a la provenzal no se le hubiese quemado del todo en el horno.

¿En qué estaría pensando Serge cuando eligió como hobby la enología? Tendría que preguntárselo algún día, me dije, quizá esa misma noche. Aquél no era el momento oportuno, pero aún teníamos una larga velada por delante.

Antes, en casa, Serge sólo bebía coca—cola, aunque en grandes cantidades: durante la cena se ventilaba fácilmente una botella familiar. Soltaba unos eructos tremendos, por lo que a veces lo castigaban a irse de la mesa; eructos que duraban diez segundos o más —surgían de algún lugar en las profundidades de su estómago como un retumbante trueno subterráneo— y que le valieron cierta popularidad en el patio del colegio. Entre los chicos, se entiende, ya que por entonces él ya sabía que a las niñas no les hacen gracia los eructos y los pedos.

El siguiente paso consistió en acondicionar un viejo trastero como bodega. Pusieron botelleros para almacenar el vino; «dejarlo madurar», decía él. Durante las comidas, empezó a dictar cátedra sobre cómo debían escanciarse los vinos. Babette asistía a ello con cierto divertimiento; quizá ella fue una de las primeras en calarlo, en no creérselo, ni a él ni a su afición. Recuerdo una tarde que lo telefoneé y Babette me informó de que no estaba. «Ha ido a catar vinos al valle del Loira», dijo, y hubo algo en su tono, en la forma de pronunciar «catar vinos» y «al Valle del Loira»; era el mismo tono que emplearía una mujer para comentar que su marido tiene que quedarse a trabajar hasta tarde cuando hace más de un año que está enterada del lío que tiene con la secretaria.

Ya he mencionado que Claire es más lista que yo. Pero nunca me reprocha que no esté a su altura. Me refiero a que nunca se muestra altanera, no suelta profundos suspiros ni pone los ojos en blanco si yo no entiendo algo a la primera. Naturalmente, sólo puedo conjeturar cómo habla de mí cuando no estoy presente, pero estoy seguro de que jamás emplearía el tono que percibí en la voz de Babette cuando dijo: «Ha ido a catar vinos al Valle del Loira.»

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