La chica mecánica (38 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Un momento después salen a un
soi
diminuto, que a su vez desemboca en una serie de callejuelas laberínticas que discurren por una improvisada barriada donde viven los culis que trabajan en las compuertas de los diques, transportando mercancías desde las fábricas hasta los muelles. Más callejones en miniatura, obreros encorvados sobre fideos y pescado frito. Sacos de WeatherAll. Sudor y la penumbra de los tejados colgantes. Humo de pimientos asados que les hace toser y taparse la boca mientras se abren paso penosamente en medio del bochorno.

—¿Dónde diablos estamos? —murmura Carlyle—. Estoy completamente desorientado.

—¿Y eso qué más da?

Dejan atrás perros adormilados por el calor y cheshires tumbados encima de montañas de desperdicios. El sudor cae a chorros por el rostro de Anderson. La euforia del alcohol consumido a media tarde hace ya tiempo que se esfumó. Más callejones en sombra, más recovecos sinuosos, vueltas y recodos, encogiendo el estómago para pasar entre bicicletas, montones de chatarra y plásticos derivados de la resina de coco.

Aparece una abertura. Emergen a un resplandor diamantino. Anderson aspira el aire, relativamente fresco, alegrándose de haber dejado atrás la claustrofobia de los callejones. La carretera no es grande, pero aun así, hay tráfico.

—Creo que esto me suena —dice Carlyle—. Por aquí cerca hay un tipo que vende el café que le gusta a uno de mis empleados.

—Por lo menos no se ve ningún camisa blanca.

—Debo encontrar la manera de volver al Victoria. Tengo dinero depositado en la caja fuerte.

—¿Cuánto vale tu cabeza?

Carlyle hace una mueca.

—Eh. A lo mejor tienes razón. Tendré que ponerme en contacto con Akkarat, al menos. Averiguar qué sucede. Decidir cuál es nuestro próximo paso.

—Hock Seng y Lao Gu se han esfumado —dice Anderson—. Por ahora, hagamos como los tarjetas amarillas y pasemos desapercibidos. Podemos coger un rickshaw hasta el
khlong
de Sukhumvit, y después ir en barca hasta cerca de mi casa. Así nos mantendremos lejos de las zonas industriales y comerciales. Y de todos esos puñeteros camisas blancas.

Hace señas al conductor de un rickshaw y ni siquiera se molesta en regatear mientras Carlyle y él suben al asiento.

Lejos de los camisas blancas, Anderson empieza a tranquilizarse. Se siente ridículo al recordar el pavor que le atenazaba hacía unos instantes. Que él sepa, podrían haber ido tranquilamente por la calle, sin que nadie les molestara. No hacía falta ir saltando por los tejados. Quizá... Sacude la cabeza, frustrado. Le falta demasiada información.

Hock Seng no se quedó a ver qué pasaba, sino que cogió el dinero y salió corriendo. Anderson piensa de nuevo en la ruta de escape, minuciosamente planeada. El salto... Se le escapa una carcajada.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Nada, Hock Seng. Lo tenía todo previsto. Hasta el último detalle. En cuanto surgió la menor complicación... ¡Zas! Salió disparado por la ventana.

Carlyle sonríe.

—No sabía que tuvieras ninjas de geriátrico en nómina.

—Creía... —Anderson deja la frase flotando en el aire. El rickshaw está aminorando la marcha. Frente a ellos, atisba algo blanco y se pone de pie para ver mejor—. Diablos. —El blanco almidonado del Ministerio de Medio Ambiente ha llegado a la carretera y está cortando el tráfico.

Carlyle se levanta como un resorte a su lado.

—¿Controles?

—Por lo visto no se trata únicamente de las fábricas. —Anderson mira atrás de reojo, buscando una salida, pero los peatones y las bicicletas empiezan a amontonarse, bloqueando el camino.

—¿Quieres que salgamos por patas?

Anderson pasea la mirada por la multitud. Detrás de él, el conductor de otro rickshaw se pone en pie sobre los pedales para inspeccionar el panorama, vuelve a sentarse y empieza a aporrear el timbre, irritado. Su chófer se suma al coro.

—Nadie parece preocupado.

A lo largo de la carretera, los thais pregonan las excelencias de sus montones de durios malolientes, sus cestos de limoncillo y sus chapoteantes cubos de pescado. Tampoco ellos parecen nerviosos.

—¿Quieres intentar marcarte un farol? —pregunta Carlyle.

—Diablos, qué sé yo. ¿Es que Pracha intenta darse golpes de pecho?

—Te lo he repetido mil veces, a Pracha le han quitado los dientes.

—Nadie lo diría.

Anderson estira el cuello, intentando atisbar qué sucede en la barrera. A juzgar por lo poco que puede ver, alguien está discutiendo con los camisas blancas, haciendo aspavientos. Un thai de piel oscura como la caoba y anillos de oro en los pulgares. Anderson se esfuerza por escuchar algo, pero las palabras se pierden en el estruendo mientras no dejan de sumarse ciclistas al atasco y aumenta el concierto de timbrazos.

Es como si los thais creyeran que se trata de un simple atasco. Están más impacientes que asustados. Se suman más ciclistas, y la música de los incesantes timbrazos lo envuelve.

—Ay... Mierda —murmura Carlyle.

Los camisas blancas apean de su bicicleta al tailandés indignado, que se desploma sin dejar de agitar los brazos. Los anillos de sus pulgares destellan al sol antes de desaparecer bajo un enjambre de uniformes blancos. Las porras de ébano suben y bajan, empapándose de sangre, relucientes.

Un aullido de perro apaleado inunda la calle.

Todos los conductores dejan de tocar el timbre. La calle enmudece mientras todo el mundo se vuelve y estira el cuello para ver algo. En medio del silencio, las súplicas entrecortadas del hombre se oyen perfectamente. A su alrededor, cientos de cuerpos se agitan y respiran. La gente mira a derecha e izquierda, nerviosa de repente, como un rebaño de ungulados que acabara de descubrir la presencia de un depredador en su seno.

El martilleo seco de las porras continúa.

Al cabo, los sollozos del hombre se truncan. Los camisas blancas se yerguen. Uno de ellos se da la vuelta e indica al tráfico que avance. Es un gesto impaciente, profesional, como si la gente se hubiera detenido a contemplar un puesto de flores o una atracción de feria. Titubeantes, los ciclistas empiezan a pedalear. El tráfico comienza a rodar. Anderson vuelve a sentarse.

—Dios.

El conductor de su rickshaw carga el peso sobre los pedales y se ponen en marcha. La preocupación se refleja en los rasgos de Carlyle. De reojo, mira a los lados.

—Nuestra última oportunidad de salir corriendo.

Anderson no puede apartar la mirada de los camisas blancas que se acercan.

—Llamaríamos la atención.

—Somos putos
farang
. Ya estamos llamando la atención.

Los peatones y los ciclistas avanzan despacio, agolpándose en el cuello de botella, esquivando el escenario de la carnicería.

Media docena de camisas blancas rodean el cadáver. La sangre que mana de la cabeza del hombre ha formado un charco. Las moscas revolotean ya en torno a los regueros carmesíes, pegajosas las alas, atiborrándose de calorías. La sombra de un cheshire se agazapa con avidez en la periferia, alejada de la sangre que se coagula por una valla de perneras blancas. Todos los agentes tienen los puños salpicados de rojo, el rocío de la energía cinética absorbida.

Anderson contempla el macabro espectáculo. Carlyle carraspea nervioso.

El ruido hace que un camisa blanca levante la cabeza y sus miradas se cruzan. Anderson no sabe durante cuánto tiempo, pero el odio que anida en los ojos del agente es inconfundible. El camisa blanca arquea una ceja, desafiante. Se da un golpecito en la pierna con la porra, dejando una mancha sanguinolenta.

Otro golpecito y el agente ladea la cabeza bruscamente, indicando que Anderson debería apartar la mirada.

20

La muerte es una fase. Tránsito. El paso a una vida ulterior. Cuando Kanya reflexiona sobre esta idea el tiempo suficiente, se imagina que será capaz de asimilarlo, pero lo cierto es que Jaidee está muerto, que no volverán a verse jamás, y que por muchos méritos que hiciera Jaidee para su próxima reencarnación, por muchas ofrendas de incienso y plegarias que realice Kanya, Jaidee nunca será Jaidee otra vez, su esposa no va a regresar, y sus dos valientes hijos solo podrán ver pérdida y sufrimiento allí donde miren.

Sufrimiento. El dolor es la única verdad. Pero es mejor que los jóvenes tengan algún motivo para reír y sepan qué es el cariño, y si este deseo de acunar a un hijo es lo que liga a los padres a la rueda de la existencia, que así sea. Hay que mimar a los niños. Esto es lo que piensa Kanya mientras cruza la ciudad en bicicleta en dirección al ministerio y el nuevo hogar de los descendientes de Jaidee: hay que mimar a los niños.

Los camisas blancas patrullan las calles. Miles de sus colegas rodean las joyas de la corona de Comercio, controlando apenas la rabia que impera en todo el ministerio.

La caída del Tigre. El asesinato de su padre. El santo viviente, abatido.

Es tan doloroso como si hubieran perdido a Seub Nakhasathien de nuevo. El Ministerio de Medio Ambiente está de luto y la ciudad le acompaña en el sentimiento. Y si todo sale según el plan del general Pracha, Comercio y Akkarat pronto tendrán motivos para llorar a su vez. Comercio por fin ha ido demasiado lejos. Hasta Bhirombhakdi dice que alguien debe pagar por esta afrenta.

En las puertas del ministerio, Kanya enseña sus pases y entra en el complejo. Conduce la bicicleta por caminos de ladrillo, entre árboles de teca y bananeros, hasta la zona residencial. La familia de Jaidee siempre vivió en una casa humilde. Tan humilde como Jaidee. Pero ahora, los últimos restos de su familia se cobijan en algo infinitamente más pequeño. Un final amargo para una gran persona. Se merecía algo mejor que estos barracones de cemento infestados de moho.

El hogar de Kanya es mucho más espacioso de lo que jamás conoció Jaidee, y vive sola. Deja la bicicleta apoyada en una pared y se queda mirando el barracón fijamente. Uno de los muchos abandonados por el ministerio. Enfrente del edificio hay un trozo de tierra con malas hierbas y un columpio desvencijado. No muy lejos se encuentra una cancha de
takraw
cubierta de rastrojos, reservada para los empleados del ministerio. A esta hora del día no hay nadie jugando, y la red cuelga inerte al calor.

Kanya se demora frente al edificio en ruinas, viendo jugar a los niños. Los de Jaidee no se cuentan entre ellos. Surat y Niwat deben de estar dentro. Preparándose quizá para recibir la urna funeraria, pidiendo a los monjes que canten y ayuden así a garantizar el paso de su padre a su próxima encarnación. Kanya respira hondo. La tarea es ingrata, sin duda.

«¿Por qué yo? ¿Por qué yo? ¿Por qué me obligaron a trabajar con un bodhisattva? ¿Por qué me eligieron a mí?», se pregunta.

Siempre sospechó que Jaidee estaba al corriente de los extras que ella se llevaba para repartir con los hombres. Pero así era Jaidee, puro y limpio. Jaidee creía en su trabajo. No como Kanya. Kanya la cínica. Kanya la airada. No era como los que elegían esta profesión por la promesa de un buen sueldo y la posibilidad de que una chica guapa se fijara en alguien vestido de blanco, alguien que también tenía la autoridad para confiscar su puesto
pad thai
.

Jaidee luchaba como un tigre, y murió como un ladrón. Descuartizado, destripado, arrojado a los perros, los cheshires y los cuervos para que no quedara nada de él. Jaidee, con el pene en la boca y la cara cubierta de sangre, un paquete remitido a la dirección del ministerio. Una declaración de guerra, si el ministerio estuviera seguro de la identidad del enemigo. Los rumores apuntan a Comercio, pero solo Kanya lo sabe a ciencia cierta. Solo ella conoce el secreto de la última misión de Jaidee.

Kanya arde de vergüenza. Empieza a subir las escaleras. El corazón martillea en su pecho mientras asciende. ¿Por qué el honorable Jaidee no podía mantener la nariz lejos de Comercio? ¿Aceptar el aviso? Y ahora ella debe visitar a sus hijos. Debe explicar a los pequeños valientes que su padre fue un buen luchador, que su corazón era puro. «Y ahora tengo que llevarme su equipo. Muchas gracias. Después de todo, es propiedad del ministerio.»

Kanya llama a la puerta con los nudillos. Vuelve a bajar los escalones para que la familia tenga tiempo de arreglarse. Uno de los muchachos —le parece que se trata de Surat— abre la puerta y saluda con un hondo
wai
.

—¡Es la hermana Kanya! —anuncia hacia el interior de la vivienda.

La suegra de Jaidee se apresura a acudir a la puerta. Kanya hace un
wai
y la anciana la imita, invitándola a entrar.

—Siento molestaros.

—No es molestia. —Tiene los ojos enrojecidos. Los dos muchachos la observan solemnemente. Todo el mundo está en pie, apelotonado, indeciso. Al cabo, la anciana añade—: Querrás recoger sus cosas.

El azoramiento de Kanya le impide responder en voz alta, pero consigue asentir con la cabeza. La suegra la conduce al interior de un dormitorio. Que nada esté en su sitio da fe del dolor de la anciana. Los niños están atentos a todos sus movimientos. La anciana apunta con el dedo a una mesita acoplada en un rincón, una caja con las pertenencias de Jaidee. Archivos que estaba leyendo.

—¿Eso es todo? —pregunta Kanya.

La anciana se encoge de hombros sin entusiasmo.

—Es lo que conservó cuando quemaron la casa. No he tocado nada. Lo trajo aquí antes de ir al
wat
.

Kanya sonríe abochornada.


Kha
. Sí. Lo siento. Por supuesto.

—¿Por qué le hicieron esto? ¿No tenían bastante?

Kanya encoge los hombros con impotencia.

—No lo sé.

—¿Los encontrarás? ¿Te vengarás?

Kanya vacila. Niwat y Surat la observan con gesto solemne. Su jovialidad se ha esfumado por completo. No les queda nada. Kanya agacha la cabeza, hace un
wai
.

—Los encontraré. Lo juro. Aunque me cueste la vida.

—¿Tienes que llevarte sus cosas?

Kanya esboza una sonrisa titubeante.

—Lo dicta el protocolo. Debería haber venido antes. Pero... —No sabe cómo terminar la frase—. Esperábamos que cambiaran las tornas. Que recuperara su puesto. Si hay efectos personales o recuerdos, los devolveré. Pero necesito el equipo.

—Desde luego. Es muy valioso.

Kanya asiente con la cabeza. Se arrodilla junto a la caja de WeatherAll repleta de carpetas, un revoltijo de archivos, folios, sobres y utensilios del ministerio. El cargador de cuchillas de repuesto de una pistola de resortes. Una porra. Su cinta corrediza. Documentos. Todo ello mezclado.

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